domingo, 20 de octubre de 2019

León

Antes de unirme a la centuria, era un perro sin rumbo, un perro callejero. Había pasado mi vida en las calles de Barcelona, escondiéndome en los descampados y buscando comida, enfrentándome a otros perros. No era una fácil. Nunca llegué a conocer a mi madre. Tengo vagos recuerdos de unos niños apaleándola hasta la muerte. En cuanto a mi padre, antes tenía ensoñaciones de que era uno de los burgueses del ensanche. Debió encontrarse con madre por la calle y, atraído por su encanto, dejarle embarazada. De mis hermanos, nada sé. Quizá no sobrevivieran a los primeros días: esto es lo que suele suceder a los perros callejeros. Quizá alguno de ellos siga vivo, quizá en alguna de las divisiones cenetistas.
Antes de la guerra, antes de la revolución, no tenía sueños, no tenía aspiraciones: sólo quería comer y permanecer escondido. A veces, sentía, ya saben, ciertas necesidades, pero las perras me evitaban como a un agote. Ni siquiera aceptaban un poco de comida conseguida por aquí y por allá a cambio de su cariño.
Quedaría bien decir que la guerra y la revolución llegaron en el momento adecuado, que no hubiera podido sobrevivir otro de los calurosos veranos barceloneses en la más completa soledad. Si no hubieran llegado la guerra y la revolución, seguiría siendo un perro callejero, un desesperanzado perro callejero como otros.
Y llegó la guerra. Llegó la revolución. Los burgueses huyeron o se camuflaron. Y se dijo que un ejército marcharía al oeste, a luchar contra los fascistas. Tardé un día en decidirme, pero finalmente fui a enrolarme al primer cuartel que encontré en la calle: eso quizá determinara mi destino. Nadie me trató como un paria, nunca más. Aprendí que todos habíamos sido tratados como parias, incluso por nosotros mismos: eran lo que los burgueses, los capitalistas querían.
Me uní a una centuria de hombres duros, que marchaban a la guerra con paso firme. Y, sí, yo también correteaba entre sus piernas, contento de que nadie me tirara piedras, ni me diera patadas, ni que me insultara. Ahora no tenía que preocuparme por la comida.
Fueron los otros camaradas los que me enseñaron lo que era la revolución. Me dijeron que yo había llevado ese tipo de vida por culpa del sistema de explotación capitalista. Quizá me convencieran, quizá sólo estuviera allí por la comida.
El sargento Bronstein fue el primero en caer. Pisó una mina al poco de llegar al frente; al menos eso fue lo que dijeron.
Mi cometido en el frente era bien sencillo: por la noche tenía que permanecer atento para que el enemigo no intentara ninguna penetración. Las tareas de vigilancia eran bien sencillas, porque las líneas del frente estaban separadas por más de quinientos metros de terreno lleno de piedras. Sólo un pájaro hubiera podido atravesarlo sin que yo me diera cuenta. Sí, desde luego, por las noches alguno de los camaradas se levantaba, ya saben, para aliviar la vejiga, pero el suelo de las trincheras estaba húmedo y no era lo mismo caminar sobre las piedras que sobre el barro.
Durante el día acompañaba al sargento en su recorrido de las trincheras. Los camaradas acariciaban mi lomo. Sentía las caricias de cariño.
A veces, nosotros iniciábamos una ofensiva; en ocasiones eran ellos. La lucha solía acabar después de varios minutos, cuando los dos bandos consideraban que habían tenido bastantes bajas.
El tiempo pasó rápido en las trincheras. Nunca había sido tan feliz. Cuando llegó el invierno, me dieron una manta. De todos modos, el frío aragonés nunca se asemejó al de Barcelona, al de la soledad de Barcelona. Cuando mi centuria marchó a la retaguardia para descansar, yo preferí quedarme en el frente.
Esta vez fui yo el que enseñó a los nuevos reclutas lo que el sargento Bronstein me había enseñado a mí. Me di cuenta de que los nuevos estaban llenos de un cinismo extraño hacia la guerra y la revolución. Algunos se pasaron al enemigo, por lo que pronto fui yo el único perro de mi sección.
No, los del 37 no eran como los del 36. Los del 37 eran débiles, sin ganas de combatir. Sólo cuando comenzaron a regresar al frente los del 36 me sentí más a gusto.
Se rumoreaba que iba a iniciarse una ofensiva. Durante meses, habíamos estado a las puertas de Huesca. Era ésta una ciudad muy importante para los franquistas, que sin embargo sólo tenían allí tropas de segunda, tropas bisoñas, tropas fáciles de derrotar. Pero por un motivo y otro, la ofensiva se aplazaba. Los camaradas hacían bastante por rechazar los ataques de los fascistas. Ahora, las noches eran muy intranquilas. Todas las noches se producía una infiltración y nadie podía dormir. Yo comenzaba a perder los nervios. Y ya no se pasaban tantos como antes.
En cuanto a los sucesos de Barcelona. No puedo explicarlos, no, no puedo explicarlos. No es fácil explicar lo que sucedió. Llegaban noticias desde la retaguardia que eran imposibles de creer. Los camaradas habían sido detenidos y el partido, disuelto.
Fue entonces cuando decidí pasarme al otro bando.
Una noche sin luna, cuando tenía que estar vigilando la tierra de nadie, me adentré en el campo. Acostumbrado a pasar desapercibido, atravesé las líneas fascistas, y hubiera llegado más allá si no me hubiera encontrado con los carlistas. No entiendo muy bien por qué o por quién luchan los boinas rojas en esta guerra. No, no lo sé. Probablemente, me hubieran interrogado rápidamente y me hubieran ahorcado si no hubiera sido por Ederra. Fue Ederra la que me salvó. No sé qué vio en mí, pero era algo que le hizo decirse que yo merecía la pena ser salvado.