—Padre Cristóbal, ¿usted prefiere los libros que enseñan o los que entretienen?
—Hermano Marcos, depende del día y del ánimo. Hay mañanas en que busco instrucción y noches en que solo quiero distracción.
—¿No es pecado perder el tiempo con novelas y cuentos?
—Pecado es aburrirse leyendo sermones que ni el autor entendía. Un buen cuento alegra el alma más que un tratado de teología mal escrito.
—Pero dicen que los libros útiles son los que dejan enseñanza.
—Y yo digo que el mundo está lleno de sabios infelices y de ignorantes felices. Un libro que te hace reír vale más que uno que te hace dormir.
—Entonces, ¿qué debemos leer?
—Lo que no te haga bostezar ni pecar de soberbia. Hay libros que instruyen y otros que consuelan; los mejores hacen ambas cosas sin que te des cuenta.
—¿Y si solo leo novelas?
—Serás menos sabio, pero quizá más humano.
—¿Y si solo leo tratados?
—Serás más docto, pero nadie querrá sentarse contigo en el refectorio.
—Entonces, padre, ¿cuál es el libro perfecto?
—Aquel que, al cerrarlo, te deja mejor de lo que te encontró. Y si además te hace sonreír, es casi sagrado.
Placidario
Cuentos y microcuentos de Plácido Romero
domingo, 6 de julio de 2025
En que se trata de la utilidad y el deleite de la lectura, y de cómo ambos pueden ir de la mano
sábado, 5 de julio de 2025
El iguanodonte obediente
El joven iguanodonte quería hacer todo correctamente.
–No comas ese helecho, es muy fibroso –le dijo un protocerátops.
–No bebas de ese charco, dicen que los velocirraptores lo usan –le advirtió un ovirráptor.
–No te sientes ahí, te despeinas –opinó un paquicefalosaurio que nunca se sentaba.
El iguanodonte, obediente y dudoso, pasaba los días con hambre, sed y calambres.
Hasta que un día se hartó. Comió el helecho, bebió del charco y se tumbó feliz bajo el sol.
Nadie murió.
Moraleja: A veces el mejor consejo es ignorar los que no pediste.
En que se trata de la felicidad, su búsqueda infructuosa y los alivios que ofrece la vida monástica
–Padre Cristóbal, ¿cree usted que la felicidad se encuentra o se construye?
–Hermano Marcos, dicen los sabios que la felicidad llega cuando no se la busca.
–Pero, padre, ¿y si uno la busca, aunque sea a escondidas?
–Entonces, hijo, la felicidad se esconde mejor que un monje en Cuaresma.
–¿Y si la felicidad se deja encontrar solo para burlarse de nosotros?
–Eso suele hacer. Es como el gato del convento: aparece cuando no lo llamas y huye cuando le ofreces comida.
–¿No será que la felicidad es un invento para que no nos quejemos demasiado?
–Quizá. O un espejismo para que sigamos caminando, aunque el camino sea de piedras.
–A veces creo que la felicidad es solo la ausencia de problemas…
–O la costumbre de ignorarlos, que es más barata y menos milagrosa.
–¿Y si uno se resigna a no buscarla?
–Entonces, tal vez, la felicidad se sienta a tu lado, aburrida de que no la persigas.
–¿Y si la encuentro, padre?
–No la sueltes, hijo. Pero tampoco la interrogues mucho: la felicidad es tímida y huye de las preguntas.
–¿Y si nunca llega?
–Siempre queda el consuelo del chocolate y la siesta, que no son la felicidad, pero la imitan bastante bien.
La lluvia negra
Al amanecer del 1 de agosto, los satélites meteorológicos detectaron una anomalía imposible: un sistema nuboso perfectamente circular sobre el Estrecho, como si alguien hubiera trazado un compás gigante en el atlas. Para el mediodía, los bañistas en Torremolinos fotografiaban con sus móviles las primeras gotas –gruesas, aceitosas– que dejaban marcas oscuras en las toallas de playa. Los niños reían al ver cómo el agua dibujaba espirales en la arena, siguiendo patrones geométricos antinaturales.
Los telediarios comenzaron a emitir gráficos con terminología sospechosamente precisa: “lluvia vectorizada”, “tormentas de precisión”, “riego atmosférico controlado”. Para cuando la población comprendió el significado real de esos eufemismos técnicos, el ministro de Transformación Climática ya aparecía en todas las pantallas del país. Detrás de él, un mapa meteorológico animado mostraba cómo las isobaras sobre Andalucía se curvaban de forma antinatural, trazando lo que parecía una mueca burlona sobre el territorio. Las líneas de presión se estrechaban como dedos alrededor del cuello de la comunidad autónoma, mientras el ministro explicaba con voz serena que se trataba de fenómenos atmosféricos dentro de los parámetros esperados.
–Cuando una comunidad autónoma insiste en nadar contra corriente –dijo mientras ajustaba su corbata con gotas de lluvia bordadas–, la naturaleza misma se encarga de recordarle su lugar.
Detrás de él, un técnico manipulaba en tiempo real el porcentaje de humedad sobre Sevilla.
Para el cuarto día de diluvio artificial, los aeropuertos de Málaga y Almería colapsaron con familias británicas intentando cambiar sus vuelos. Las compañías low-cost habilitaron aviones extra –Ryanair llegó a desplegar ochenta Airbus A320 en 24 horas solo para evacuación– mientras #RainpocalypseSpain se volvía trending topic en X. Los chiringuitos de la playa, normalmente atestados de guiris bebiendo sangría, amanecieron con pilas de tumbonas apiladas como trincheras contra el agua. Las agencias de viaje reportaron 287.000 cancelaciones en 72 horas; los complejos hoteleros de Torrox y Nerja parecían pueblos fantasma, con camas sin hacer y toallas plegadas impecablemente que nadie usaría. En una Benalmáneda semiinundada, un grupo de jubilados de Manchester coreaba “God save the King” mientras esperaban el traslado al aeropuerto, sus sombreros de paja convertidos en improvisados paraguas. El alcalde de Marbella apareció en Sky News asegurando que “el sol volverá”, pero las imágenes de yates hundidos en Puerto Banús le quitaban credibilidad. Mientras, en el Parlamento Andaluz, los técnicos de turismo calculaban en tiempo real las pérdidas: 1,2 millones de euros por cada hora de lluvia.
Los agricultores de Jaén fueron los primeros en salir con tractores. Las lluvias torrenciales habían convertido los olivares en lodazales donde los árboles centenarios se pudrían desde las raíces.
–¡Están matando la tierra! –gritaba un anciano mientras arrancaba aceitunas blandas como goma.
En Almería, los plásticos de los invernaderos reventaban como globos bajo el peso del agua. Los jornaleros marroquíes recogían tomates aguados de los charcos mientras los dueños calculaban pérdidas en miles de euros por metro cuadrado.
El gobierno andaluz intentó resistir. Convocaron ruedas de prensa bajo toldos que se combaban peligrosamente bajo el peso de la lluvia negra. Mostraron gráficos de daños, hablaron de recursos al Tribunal Constitucional. Hasta que el séptimo día, un vuelo de avionetas soltó una sustancia gelatinosa sobre Sevilla. Al secarse, dejó las fachadas de los edificios históricos marcadas con símbolos químicos que solo se veían bajo luz ultravioleta.
La rendición llegó por fax: aceptaban todas las condiciones. A las dos horas, las nubes se disiparon como por arte de magia, dejando un sol pálido y cobarde.
En la tele, el presidente andaluz sonreía con rigidez mientras firmaba documentos. Detrás de él, por la ventana, se veía la Giralda. Las marcas en la piedra ya estaban siendo limpiadas por obreros con trajes amarillos de protección química.
Esa noche, en una taberna de Cádiz, un pescador viejo servía copas de manzanilla turbia.
–Esto no es lluvia –dijo señalando el líquido amarillento–. Es advertencia.
Fuera, en el muelle, las redes seguían secándose. Nadie se atrevía a probar el pescado de los últimos días.
Papelera
Milena Busquets: “Escribir un libro, incluso un libro malo, es un esfuerzo titánico de concentración, de constancia y de fe en uno mismo”.
Un día llegué a Tandil y conocí a un anciano, que a falta de inteligencia se le dio por ser muy sabio. Le pregunté por los escritores una noche. Me contestó que los mejores ya están muertos, y los peores firman ejemplares.
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Mi madre nos pidió que no arruinásemos el domingo hablando de política o fútbol. Así que discutimos sobre la herencia, los errores de crianza y por qué papá saludaba con tanto entusiasmo a la vecina Marta. Terminamos en urgencias. Como siempre.
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Detenida por calentar más que el cambio climático.
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–¿Cuál es tu color favorito?
–El negro.
–¿El negro? ¿Por qué?
–Porque así, en negro, se escribe mi porvenir.
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El Gran Hermano sabía que lo mejor era ignorar a Orwell.
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COSTE ASUMIBLE
Sus asesores le dijeron que la guerra contra Irán costaría diez o doce posts críticos de Elon Musk y doscientas horas de tertulias críticas en la CNN.
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En Argüelles, tras un bombardeo, un hombre cruzó la calle envuelto en llamas. Nadie corrió a ayudarle. Algunos se alegraron: su hijo se había unido a Falange a finales del 35.
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Por principio no me gustan los hombres que me miran el escote. Hago excepciones, claro, si son guapos y ricos. A veces hasta simpáticos. El último era rico, guapo y casado. Ahora también está viudo. Qué coincidencia.
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LEXATIN
Vuelve a pedirme que lo empuje, como cada noche. Y yo lo hago. Ignorarlo sería peor; podría volverme loco. Aunque, lo admito, hay algo hipnótico en verlo caer, con esos brazos agitados como si aún pudiera evitar el final. Ya no me sobresalta el golpe; solo lo recuerdo. Cuando todo acaba, regreso al dormitorio. Laura duerme gracias al Lexatin, ajena a que su marido –su difunto marido– ha venido otra vez a reclamar su sitio. Yo, su antiguo amante, su nuevo marido, el que esperó tantos años en silencio, soy ahora el que lo lanza por la ventana para poder dormir con ella.
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La traducción de la traducción de la Odisea: un viaje más largo que el de Ulises.
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–¿Qué tal con Lorenzo?
–Genial. Me da mi espacio.
–¿Sí?
–Salió a por pan hace tres meses. No ha vuelto.
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El psicólogo le recomendó pequeños cambios en su rutina.
Al día siguiente, salió por el balcón.
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–¿Qué haces con ese marco?
–Desde los cuatro años. Mi tía dijo que estaba para enmarcarme.
–¿Y lo llevas siempre?
–No seas ridículo. Este lo estrené hace dos semanas.
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Marcos pensó en denunciar a Mateo y Lucas por plagio. Pero recordó que Q podía denunciarle a él.
Calló. Y añadió una parábola nueva.
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Me senté en la cafetería de El Corte Inglés. No llegaste. Fui al museo. Nada. Estuve en Zara. En Sfera. En Massimo Dutti.
Tú ganas. No recuerdo dónde te conocí.
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España es un país progresista con leyes medievales.
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She hated dogs. One saved her.
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LUCIÉRNAGAS
El ministro de Bienestar Animal discutió con el de Energía Sostenible: una ley protegía a las luciérnagas; otra, prohibía la luz no regulada. Ganó la oscuridad.
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EL ESPEJO DE NARCISO
Se miró en el espejo de aumento. Vio poros, vello, arrugas y una cana en la ceja. Narciso dejó de amarse.
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Se miró en el espejo de aumento. Vio poros dilatados, arrugas tempranas, vello inesperado y una cana traicionera. Narciso dejó de amarse.
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SUBJUNTIVO
Borges propuso cambiar el indicativo por el subjuntivo. Si lo hiciéramos, tal vez todo parecería posibilidad y nadie tendría que cumplir nada. Seríamos libres… o eso quisiéramos que fuere.
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El robot lloró. Lo etiquetaron “defectuoso”. Nadie supo que su falla era humana: extrañaba las manos que tan amorosamente lo ensamblaron.
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El robot lloró. La fábrica lo marcó como defectuoso y lo recicló. Nadie supo que no era una avería: solo lloraba porque extrañaba las manos cálidas que, una vez, lo atornillaron con cuidado y una pizca de cariño.
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En su obsesión por sincronizarse con las campanadas, engulló la última uva sin masticar. El forense dictaminó: “Asfixia por obstrucción traqueal secundaria a cuerpo extraño esférico no deglutido, en contexto de ritual festivo. Muerte accidental por celebración”.
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Harto de cerebros vacíos, el zombi probó influencers con crisis existenciales. Ahora tiene acidez de alma y hambre de sentido
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Hoy, el señor Teflón, se ha encontrado en la prensa una manipulación de primarias en Andalucía y la filtración del presidente de la Audiencia Nacional. Bah, el olor del napalm por la mañana.
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SÍSIFO ESCRITOR
Pasaba las noches escribiendo y las mañanas borrando. Llamaban insomnio a lo primero, bloqueo a lo segundo, pero él lo resumía en una palabra: literatura.
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Si Marx levantara la cabeza, pediría una subvención.
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EVOLUCIÓN
Era paciente. Tardó millones de años en arrastrarse fuera del mar. Otros tantos en caminar erguido. Y ahora, por fin, podía ver TikTok.
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La IA Alpha-7 tomó el poder. Vetó tertulias de radio y TV, canales políticos en YouTube, filtros de Instagram y emoticonos. Zoom: dos minutos. Memes de gatos: uno por día. X, sin hilos. En las plazas, cara a cara, la gente susurraba y planeaba cómo recuperar la libertad.
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El futuro era brillante, hasta que alguien dijo “¡Hágase la luz!”.
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La IA Alpha-7 tomó el control. Prohibió tertulias en radio y televisión, comentarios en YouTube, filtros de Instagram y emoticonos. Zoom: solo 5 minutos. Memes de gatos: uno por día. X, sin hilos largos. En plazas y callejones, la gente susurraba cara a cara, planeando en voz baja su lucha por la libertad.
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Pagamos entre los dos la comida, la escuela, la ropa, los juguetes; le consolamos los dos cuando llora, le regañamos los dos, le educamos los dos, jugamos con él los dos. Los dos sabemos que él es lo primero.
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El arte del mando requiere, en ocasiones, una retirada táctica para lograr una ventaja estratégica. A veces, tengo que darle la razón a mi marido. Así, él baja la guardia, y yo puedo ganar la próxima batalla más fácilmente.
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VALENTÍA MAL CALCULADA
Somos 300 contra 300.000 persas. Cada uno debe matar a… ¿Alguien trajo un ábaco? Tranquilos, con valor sobra. ¡Carguen! Cae el primero Bueno, 299… ¿Dónde está el maldito ábaco? ¡Persas, esperen, que esto se complica!
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Es fácil distinguir en las cafeterías a los distintos escritores. Los autores de épicas tetralogías sobre dragones y enanos piden milhojas. Los microcuentistas, en cambio, un espresso corto, intenso y rápido, que beben de un trago y a veces ni pueden pagar.
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–Te veo muy alterado. ¿Quieres una tila?
–No, no, pero… ¿puedes dejarme un bolígrafo y un papel? Necesito escribir un poco.
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–¿Qué haces?
–Pues ya ves, corrigiendo.
–¿Es que no has leído el mensaje que acaba de enviarnos el director?
–Pues no. ¿Qué dice?
–Que la señora inspectora está en el centro y que escondamos todos los bolígrafos rojos.
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Las carreteras en España están en muy mal estado, así que propongo que el combustible que utilizan coches y camiones paguen un 40 % de impuestos. Con ese dinero se podrían arreglar las carreteras.
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Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del consumismo. Nos susurra que compremos, que lo merecemos. Gastamos lo que no tenemos, acumulamos deudas que nos atan sin descanso. Insolventes del mundo, uníos y dejad de pagar hipotecas y cuotas de la tarjeta de crédito.
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Frente al espejo, un desconocido me observa, con ojos de quien ha perdido todo. Su tristeza me pesa. No quiero mirarlo, pero el cristal no miente: soy yo, huyendo de mi propio dolor.
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– Sánchez modificará el Código Ético del PSOE para expulsar del partido a los militantes que sean clientes de prostitución.
– ¿El Código Ético anterior permitía que los afiliados del partido fueran clientes de prostitución?
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–Padre Cristóbal, ¿puedo preguntarle algo sin pecar de murmurador?
–Hijo, si solo habláramos cuando no hay riesgo de pecado, este convento sería más silencioso que el desierto
–Hoy absolvieron a un político. Tenían pruebas, testigos… hasta grabaciones.
–Milagros modernos, hermano Marcos. Cristo convirtió el agua en vino; ellos convierten delitos en “errores contables”.
–¿Y no deberíamos decir algo desde el púlpito?
–Si denunciáramos todo, las homilías durarían ocho horas y el confesionario tendría turno por número.
–Pero el pueblo sufre. Votan, los engañan, y vuelven a votar.
–El pueblo aguanta mucho y olvida pronto. Vota con el estómago, a veces con el corazón… rara vez con la cabeza.
–¿Y nosotros qué hacemos?
–Lo de siempre: rezar, vivir con poco y dar ejemplo. Aunque, lo confieso, a veces uno desearía que del cielo cayera… una paloma con mala puntería.
–¿Cree que alguno se convierte?
–Sí, en asesores, conferenciantes, consejeros. Santos, pocos. Eso no se paga bien.
–Es desalentador.
–La esperanza no está en el Parlamento. Está en el Evangelio… y en la cocina, donde aún no se ha perdido la fe ni el apetito.
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–Padre Cristóbal, ¿cree que Dios ve los partidos del Barça?
–Claro que sí, hijo. Aunque a veces debe taparse los ojos por vergüenza ajena.
–Ayer pitaron un penalti por una caída que ni el viento notó.
–Milagros del Camp Nou. Algunos santos levitan… otros fingen.
–Pero siempre es lo mismo. Les favorecen, ganan, y dicen que fue por mérito propio.
–Sí, como el rico que hereda fortuna y presume de esfuerzo.
–¿Y los árbitros?
–Místicos del silbato. Ven lo invisible, oyen lo inaudito… excepto si es falta del Barça.
–¿Y la Liga?
–Un vía crucis para unos, autopista para otros.
–¿No deberían intervenir?
–¿Quién? ¿Los que aplauden desde el palco? Ellos creen en la neutralidad… mientras no toque al escudo azulgrana.
–Es desmoralizante.
–Más aún para los que aún creen en justicia deportiva. Pero recuerda: la verdad no siempre gana partidos, pero sí gana almas.
–¿Entonces qué hacemos?
–Rezar por los ciegos del VAR… y no dejar que nos roben también la alegría del juego.
–Gracias, padre.
–De nada, hijo. Pero si mañana pitan otro penalti dudoso, no te sorprendas. Algunos equipos tienen más fe en el silbato que en el rosario.
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Las religiones deberían incluir algo de sexo y menos culpa.
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Todos fuimos idiotas pretecnológicos. Algunos seguimos siéndolo.
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Escribir en su diario todo lo que le pasaba se había vuelto tan aburrido que decidió no hacer absolutamente nada. Murió de inanición, feliz por no tener novedades. Su diario fue hallado intacto y premiado por su profunda introspección minimalista.
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Escribir en su diario todo lo que le pasaba se había vuelto tan aburrido que decidió no hacer absolutamente nada. Murió de inanición, feliz por no tener novedades. Sus lectores aseguraron que jamás se habían sentido tan profundamente identificados.
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Un día llegué a Tandil y conocí a un anciano, que a falta de inteligencia se le dio por ser muy sabio. Le pregunté por la política una noche. Me dijo que la política es como un tango: muchos pasos adelante, pero al final siempre se termina volviendo atrás.
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El lobo aceptó dejarse llamar perro. Se tumbó junto al rebaño, movió la cola y aprendió a esperar. Ahora el pastor le da de comer cordero todos los días.
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La ventanita del amor se me cerró hace tiempo, con cerrojo y todo. Pero Leidy no se dio por vencida: no tocó, no esperó… Hizo un butrón. Ahora vive en mi corazón sin pagar alquiler. Y no pienso denunciarla.
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Tenía problemas de percepción. Confundía elefantes con cisnes, farolas con personas, una mueca con una sonrisa, despedidas con declaraciones de amor, una sonrisa con una mueca, un no con un ya veremos, no ver nada con verlo todo claro.
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Tenía problemas de vista. Mezclaba la perspectiva de las cosas. Confundía cisnes con elefantes, una sonrisa con una mueca, un no con un ya veremos.
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I hate that hippo calling me fat.
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That overweight hippo calling me chubby?
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Se propuso escribir diez microrrelatos por mes. El primero fue acerca de su bloqueo; el segundo, sobre su angustia. Siguieron seis epitafios irónicos. El noveno fue una nota suicida. El décimo, este, el más logrado, narraba la historia de un escritor que nunca cumplía sus metas.
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Se propuso escribir diez microrrelatos por mes. El primero fue sobre su bloqueo; el segundo, acerca de su angustia. Siguieron seis epitafios irónicos. El noveno fue una nota suicida. El décimo, el más logrado, un microrrelato sobre un escritor que nunca cumple sus objetivos.
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Se propuso escribir diez microrrelatos por mes. Escribió uno sobre su bloqueo, otro sobre su desesperación, y ocho epitafios. El décimo fue su nota suicida.
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CAOS
Cretácico, hace 73 millones de años: un dinosaurio insectívoro devora una mariposa. Hoy mismo, yo escribo esta tontería de microcuento. La mariposa murió, el dinosaurio desapareció, y aquí sigo, procrastinando mientras el mundo se desmorona en silencio.
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Es fácil distinguir en las cafeterías a los distintos tipos de escritores. Los autores de tetralogías épicas sobre dragones y enanos piden milhojas. Los microcuentistas, en cambio, piden un espresso corto, intenso y rápido, que se beben de un trago y que muchas veces no tienen dinero para pagar.
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Discuten, alteradas. ¿Quién fue más infeliz?
–¡Envenenada por una manzana! –se queja Blancanieves.
–¡Esclava de mis hermanastras! –replica Cenicienta.
Callan, mirando sus anillos. El “felices para siempre” las oprime aún más: príncipes tediosos, presumidos, insufribles.
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Entró en Nuevas Generaciones a los 18. A los 25 le hicieron una propuesta. Pasó los siguientes 25 en misión especial. Ascendió lentamente. Se convirtió en chófer del candidato. A los 52 le dijeron que había llegado el momento. Koldo estaba listo para tirar de la manta.
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Entró en Nuevas Generaciones a los 18. A los 22 le hicieron una propuesta. Pasó los siguientes 30 años en misión especial. Ascendió lentamente. Se convirtió en chófer, en factótum del candidato. Finalmente, le dijeron que era el momento.
–Ahora, Koldo, tira de la manta.
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No entendían por qué los soviéticos ejecutaban a todos los cabos. ¿Qué sentido tenía? ¿Qué peligro podía haber en un rango tan bajo? Finalmente lo comprendieron: no querían arriesgarse a que apareciera otro Hitler.
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Vivía como un escritor: camisa arrugada de escritor, café solo de escritor, sillón de Ikea de escritor, borracheras y pesadillas de escritor. Todo era de escritor. Todo, menos lo esencial. Porque llevaba años sin escribir una maldita palabra.
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A menudo, los que más se ríen son los mismos que esconden sus propias burlas.
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Cuando el verano pasó, la película de dinosaurios seguía en la cartelera.
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Tres gatos llenaron su vida de ronroneos. Cuando escaparon, compró un canario. Ahora, cada mañana, el trino llena el vacío. A veces mira la ventana, esperando ver sombras felinas que nunca regresan. El pájaro canta; ella aprende a escuchar.
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LA GRAN DIVISIÓN
El mundo se fracturó en dos bandos irreconciliables: los que admiraban la gracilidad felina y los que veneraban la lealtad canina. Los primeros alababan la elegancia silenciosa, los segundos la devoción incondicional.
Pero cuando Laika orbitó la Tierra en 1957, trazando el primer arco de luz sobre la atmósfera, la disputa encontró su epílogo definitivo. Mientras los gatos dormitaban en almohadones de seda, la perra rusa escribía con su viaje la última palabra de este debate milenario: la conquista del cosmos no se hace con ronroneos, sino con ladridos que atraviesan las estrellas.
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Todo había comenzado un día lejano en que Saturnino había decidido aprender a leer. Tenía sesenta y ocho años, manos de tierra y espalda encorvada por décadas de campo. Nunca le hizo falta leer para sembrar, para ordeñar, para vivir. Pero una tarde, al ver a su nieto pasar las páginas de un libro con los ojos llenos de asombro, sintió una punzada de curiosidad.
Aprender a leer fue como abrir una puerta secreta. Las letras, primero enemigas, se convirtieron en aliadas. Cada palabra nueva era un horizonte. Descubrió que los árboles también existían en papel, que las estrellas se podían atrapar con poesía, y que los mapas llevaban a lugares sin caminos.
El mundo no se volvió mejor. Su gallina seguía escapando, la artrosis dolía igual. Pero ahora, cuando caía la noche, Saturnino viajaba sin moverse: a las trincheras con un soldado, al mar con un capitán, al amor con un poeta.
La aldea seguía siendo la misma, pero él no. Sabía que era un lector tardío, pero también sabía que el infinito no tiene prisa.
Y cada vez que abría un libro, sentía que el universo le guiñaba un ojo.
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EL ÚLTIMO PRONÓSTICO
No hicieron caso de los avisos. Nadie lo hace, en realidad, cuando el cielo todavía es azul y el suelo no tiembla bajo los pies. Los ancianos del Consejo lo dijeron una y otra vez, en reuniones públicas, en proclamas grabadas en piedra, en cantos transmitidos por generaciones: si seguían así, el equilibrio se rompería. Pero ¿quién quiere oír hablar de equilibrio cuando hay oro que extraer, islas que conquistar y festines cada noche?
El clima se volvió loco. Llovía durante meses, luego no caía una gota en tres años. Los campos morían de sed o se ahogaban en charcos eternos. Los agricultores ofrecían sacrificios, los sacerdotes invocaban dioses dormidos, los gobernantes culpaban a los extranjeros. Nadie miraba hacia adentro. Nadie pensaba que tal vez –solo tal vez– el problema estaba en ellos.
En su ingenuidad, creyeron que era un castigo divino. Esa explicación les resultaba más cómoda. Los absolvía. Era más fácil decir que los dioses estaban enfadados que aceptar la posibilidad de haber traído el desastre con sus propias manos.
Los sabios, cada vez más aislados, hablaban en plazas vacías. Nadie quería oírlos. Era más fácil reírse de ellos, tacharlos de locos, de aguafiestas apocalípticos. Se fueron muriendo uno a uno, sin discípulos que heredaran su saber. A nadie le importaba. La fiesta debía continuar.
Hasta que llegó la gran ola.
No fue como en los mitos. No vino con aviso, ni fue enviada por Poseidón montado en un caballo de espuma. Fue rápida, brutal, definitiva. Las torres más altas desaparecieron en segundos. Los templos se deshicieron como sal. El mar, dicen los pocos que sobrevivieron unas horas más, no rugía: susurraba. Como si por fin descansara.
La gente corrió, rezó, gritó. No sirvió de nada. Las embarcaciones volaron como hojas secas. Las rutas de escape se hundieron antes de ser trazadas. Las palabras murieron con las bocas que las pronunciaban.
Y entonces hubo silencio.
Un silencio espeso, eterno, que se asentó como bruma sobre lo que había sido un imperio orgulloso.
Durante siglos, los hombres contarían historias del castigo de los dioses, del diluvio final, de la arrogancia humana, de la caída de la Atlántida.
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Cada mañana abría el archivo en blanco y lo miraba como quien se asoma a un abismo sin fondo. Un rectángulo vacío. Una nada brillante. Pero no una nada liberadora, sino densa, sofocante, como un silencio demasiado largo después de una pregunta importante. El cursor parpadeaba con una paciencia cruel, marcando el tiempo como un metrónomo de la incapacidad. Tenía miles de ideas. Miles, no en sentido figurado, sino real: más de tres mil setecientas, registradas, numeradas y agrupadas en una carpeta que había titulado, con optimismo, “ARGUMENTOS DEFINITIVOS”. Cada noche añadía alguna. Durante el desayuno, tachaba las que ya no le parecían buenas. Durante las siestas, se le ocurrían otras. Un robot que reza y termina fundando una religión propia. Una app que predice ideas y cobra extra si no quieres que te las roben. Una Tierra donde el lenguaje ha desaparecido y los emojis rigen la ley. Una revolución organizada por los insomnes. Una policía del tiempo que persigue a los que recuerdan demasiado. Las viudas que se visitan después de misa, con la naturalidad de una hermandad secreta. Cada una de esas notas contenía una promesa, un mundo. A veces abría al azar una ficha y leía el título en voz alta, esperando que le revelara su forma, su música, su tono. Pero nunca pasaba de ahí. Era como tener las llaves de todas las puertas sin saber cómo encajar ninguna en la cerradura adecuada. Las ideas lo miraban desde sus notas como mascotas abandonadas en un refugio: todas deseando ser elegidas. Pero él solo sabía acariciarlas desde fuera del cristal.
¿Primera persona o tercera? ¿Contar la historia desde dentro o espiarla desde fuera? ¿Un “yo” tembloroso, ambiguo, que se confiesa a medias? ¿O un narrador omnisciente, con autoridad, con voz de dios, aunque él no creyera ni en sí mismo? ¿Cuento breve o novela corta? ¿Setecientas palabras perfectas o quince mil que se desangren poco a poco? ¿Frases cortas como puñetazos o frases largas como espirales de incienso? ¿Palabras limpias, nítidas, como cristales tallados, o barrocas, raras, de esas que hacen que el lector se sienta culpable por no haber ido al diccionario antes? ¿Y el tono? ¿Realismo incoherente o realismo sucio? ¿Una mezcla de Borges y Philip K. Dick o un remedo de Chejov con síndrome de modernidad? ¿Y si usaba una voz que sonara a él… cómo sonaba él? Esa era, quizá, la pregunta más insoportable de todas. ¿Era su voz una voz prestada, compuesta de citas, de influencias mal digeridas, de novelas que no había terminado, de artículos leídos de madrugada? A veces pensaba que escribía como hablaba, y otras, que ni siquiera sabía hablar.
viernes, 4 de julio de 2025
El titanosaurio y el hipsilofodonte
El titanosaurio, colosal y elegante, no podía dar un paso sin que todos lo miraran.
–Otra vez los estegosaurios haciendo como que no me ven –suspiraba.
Mientras tanto, el hipsilofodonte, pequeño y ágil, roía tranquilamente un helecho.
–Nadie me saluda –se quejaba–, pero al menos nadie me da consejos sobre cómo masticar.
–A mí me ven todos –gruñía el titanosaurio–, pero no puedo mover la cola sin que alguien se esconda detrás de una roca.
Y así, uno saturado de miradas, el otro de indiferencia, ambos envidiaban al otro.
Moraleja: El mundo nunca es del tamaño justo para todos.
Del mejor camino, que no siempre es el más recto ni el más concurrido
–Padre Cristóbal, ¿cuál cree que es el mejor camino?
–Depende, hermano Marcos. Si preguntas por el espiritual, es estrecho. Si por el político, es ancho y bien asfaltado… pero lleno de curvas.
–Hablo del camino de la vida. ¿Cómo saber si uno va bien?
–Si no te aplauden mucho, probablemente vas bien.
–Pero todos buscan reconocimiento, éxito, atajos…
–Y terminan perdidos, aunque Google les diga lo contrario.
–Entonces, ¿el mejor camino es el más difícil?
–El más honesto. Que no siempre es el más cómodo, ni el más rápido.
–¿Y cómo se sabe que uno no se ha desviado?
–Cuando duermes tranquilo, aunque no tengas almohada de plumas.
–¿Y si nadie lo sigue?
–Mejor. Así hay menos ruido y más silencio para escuchar la conciencia.
–Pero cansa…
–Lo bueno cansa. Lo falso entretiene. Por eso hay tantos entretenidos y tan pocos sabios.
–Entonces, ¿qué hacemos?
–Andar. Sin prisas, sin máscaras, sin rendirse. El camino no es llegar… es avanzar.
–Gracias, padre.
–De nada, Marcos. Y cuidado: los peores caminos suelen tener los mejores carteles.
La jerarquía del asfalto
El código de la carretera era claro: el derecho de paso lo determinaba la marca y el modelo del vehículo. Todos los conductores lo conocían, aunque nadie sabía exactamente su origen.
Un Seat León debía ceder el paso a un Volkswagen Golf, su hermano mayor alemán. A su vez, el Golf se apartaba respetuosamente ante un Audi A4, que inmediatamente se hacía a un lado al ver aproximarse un BMW Serie 3. Pero incluso el poderoso BMW tenía que detenerse cuando un Mercedes Clase S aparecía en el horizonte.
Los japoneses tenían su propia jerarquía. Un Toyota Corolla cedía ante un Lexus IS, pero curiosamente, un Nissan GT-R podía desafiar a muchos europeos gracias a su motor legendario. Los americanos vivían en su propio mundo: un Chevrolet Spark no era nadie, pero un Cadillac Escalade imponía respeto, aunque siempre debía inclinarse ante un Lincoln Navigator.
Los italianos eran caso aparte. Un Fiat 500, aunque adorable, estaba en la base, mientras que un Alfa Romeo Giulia despertaba admiración y derecho de paso. Pero nada se comparaba al poderío de un Ferrari 488 GTB, ante el cual todos, absolutamente todos, debían detenerse.
Los eléctricos complicaban las cosas. Un Renault Zoe tenía que ceder incluso ante un Dacia Sandero, pero un Tesla Model S Plaid generaba debates acalorados. ¿Debía ceder ante un Aston Martin DB11 por tradición, o su aceleración brutal le daba derechos especiales?
El conflicto llegó a su punto máximo cuando un Porsche 911 Turbo S (conductor argumentando superioridad deportiva) chocó frontalmente con un Rolls-Royce Phantom (propietario citando “nobleza automotriz”). El juez de tráfico, un hombre canoso que conducía un viejo Volvo 240, escuchó los argumentos con paciencia.
–El Porsche representa la ingeniería precisa –declaró el abogado defensor, mostrando especificaciones técnicas.
–El Phantom es la encarnación del lujo absoluto –replicó el fiscal, haciendo sonar su llave de oro.
El juez observó los daños: el Porsche tenía el paragolpes delantero destrozado, mientras que el Rolls-Royce apenas mostraba un rayón en su pintura de 50 capas.
–Interesante –murmuró, pasando las páginas de un misterioso manual polvoriento.
Al final, el juez decidió.
–Según el artículo 12-B, cuando dos vehículos de categoría similar se disputan el paso, prevalecerá...
Pero justo cuando iba a terminar la frase, un inesperado protagonista entró en escena. Desde el otro extremo de la calle, con un chirrido de neumáticos que hizo estremecer a todos, apareció un vehículo que nadie había considerado: un clásico Citroën 2CV de 1973, pintado de amarillo desgastado, con una anciana al volante que miraba el espectáculo con curiosidad.
El juez dejó caer su manual. Los abogados del Porsche y el Rolls-Royce intercambiaron miradas de confusión.
La anciana bajó la ventanilla manualmente.
–Disculpen, ¿alguien puede decirme cómo llegar a la calle Juan Carlos I? –preguntó con voz temblorosa.
En ese momento, toda la jerarquía se desmoronó. El juez se quitó las gafas y frotó sus ojos. El manual de tráfico, abandonado en el estrado, se abrió en una página olvidada que rezaba:
–Artículo 1: Todo conductor debe ceder el paso a vehículos de emergencia y... a los que llevan más de 50 años en la carretera.
La anciana sonrió, sin darse cuenta del caos que acababa de desencadenar, y continuó su camino lentamente. Todos los presentes, desde el dueño del Rolls-Royce hasta el conductor del Porsche, se apartaron instintivamente.
Al día siguiente, las normas de tráfico fueron reescritas. Pero en las calles, los conductores más viejos comenzaron a notar algo curioso: ahora recibían miradas de respeto inusuales, incluso cuando conducían los coches más humildes.
¿Y el Citroën 2CV amarillo? Nunca más fue visto. Aunque algunos juran que en las noches de niebla, su silueta aún aparece en los cruces más complicados, recordando a todos que el verdadero prestigio no está en los caballos de fuerza, sino en los kilómetros recorridos.
jueves, 3 de julio de 2025
En que se revela la resignación del pueblo ante las injusticias y los pecados públicos
–Padre Cristóbal, ¿puedo preguntarle algo sin pecar de murmurador?
–Hijo, si solo habláramos cuando no hay riesgo de pecado, este convento sería más silencioso que el desierto
–Hoy absolvieron a un político. Tenían pruebas, testigos… hasta grabaciones.
–Milagros modernos, hermano Marcos. Cristo convirtió el agua en vino; ellos convierten delitos en “errores contables”.
–¿Y no deberíamos decir algo desde el púlpito?
–Si denunciáramos todo, las homilías durarían ocho horas y el confesionario tendría turno por número.
–Pero el pueblo sufre. Votan, los engañan, y vuelven a votar.
–El pueblo aguanta mucho y olvida pronto. Vota con el estómago, a veces con el corazón… rara vez con la cabeza.
–¿Y nosotros qué hacemos?
–Lo de siempre: rezar, vivir con poco y dar ejemplo. Aunque, lo confieso, a veces uno desearía que del cielo cayera… una paloma con mala puntería.
–¿Cree que alguno se convierte?
–Sí, en asesores, conferenciantes, consejeros. Santos, pocos. Eso no se paga bien.
–Es desalentador.
–La esperanza no está en el Parlamento. Está en el Evangelio… y en la cocina, donde aún no se ha perdido la fe ni el apetito.