martes, 8 de julio de 2025

Cómo no escribir un cuento de 1.200 palabras

Cada mañana abría el archivo en blanco y lo miraba como quien se asoma a un abismo sin fondo. No había en él ni una sola palabra, pero pesaba como si estuviera lleno de piedras. Se quedaba contemplándolo durante minutos, a veces horas, esperando que algo brotara solo, como si el cursor parpadeante pudiera, por arte de magia, convertirse en la primera frase de su obra maestra.

Tenía miles de ideas. Miles, literalmente. No era una exageración de escritor frustrado. Las había ido anotando durante años: en cuadernos, en notas del móvil, en márgenes de libros, en servilletas arrugadas y correos que se enviaba a sí mismo a las tres de la madrugada. Las tenía clasificadas por temas, tonos, géneros, incluso por posibles premios literarios a los que podrían optar. Había ideas fantásticas: un robot que empieza a rezar y termina fundando su propia religión; una policía del tiempo que detiene a los ancianos por recordar demasiado; un niño que recibe un clon de perro como regalo y es visitado luego por el perro original. Viudas que se visitan, una app que predice ideas (y las roba), una Tierra donde las sentencias judiciales se dictan con emoticonos. Y una revolución dormida que se gesta en los insomnes. Cada idea era, en potencia, una historia brillante. Pero él no sabía escribir ninguna. Las ideas lo miraban desde sus fichas como alumnos superdotados esperando a un maestro que nunca llega.

¿Primera persona o tercera? Esa era la primera pregunta, y nunca pasaba de ahí. ¿Narrar con la falsa cercanía del «yo» o con la aparente objetividad del «él»? ¿Contar un cuento breve, conciso, eficaz… o lanzarse a una novela corta, más ambiciosa, más propensa al naufragio? ¿Frases cortas, punzantes, secas como piedras lanzadas al lector? ¿O frases largas, envolventes, llenas de subordinadas que imiten la forma en que pensaba, o creía pensar? ¿Palabras sencillas, para no asustar? ¿Palabras cultas, para impresionar? ¿Realismo incoherente, realismo turbio, realismo grotesco, realismo poético, realismo sin esperanza? ¿Un narrador invisible o una voz que se pareciera a la suya? Y si era eso lo que buscaba… ¿cómo sonaba exactamente su voz? ¿Era barroca o minimalista? ¿Se parecía a Antón Chejov o a Philip K. Dick? ¿O peor: era solo el eco de lecturas prestadas y no la suya propia?

Intentaba empezar. Cada día lo intentaba. A veces abría una idea al azar, como quien abre una fortuna en una galleta: «Un niño pide un perro por su cumpleaños. Le regalan un clon. El perro original llega a buscarlo». Le parecía brillante. Tenía conflicto, extrañeza, ternura. Pero, ¿cómo empezarlo? ¿Desde el deseo del niño o desde la aparición del perro? ¿Era mejor narrarlo con una mirada inocente o con la frialdad irónica de la ciencia ficción? A veces lo ensayaba en voz alta, como si contárselo a un hipotético lector invisible le ayudara a encontrar el tono. Pero tropezaba enseguida. «Todo había comenzado un día lejano en que Saturnino había decidido aprender a leer.» Esa frase le obsesionaba. Le parecía un comienzo poderoso, con resonancias fundacionales. Aunque no tenía nada que ver con el perro, ni con el clon, ni con nada. O sí. Quizá Saturnino era el nombre del niño. O del perro. O del científico que fabricó el clon. Pero entonces dudaba. ¿Era un buen nombre? ¿Saturnino? ¿No sonaba a bibliotecario jubilado o a personaje secundario de novela costumbrista? ¿Y si el lector lo rechaza desde la primera línea por culpa de un nombre mal elegido? Probó con otros: Elías, Bruno, Gaspar, Kai. Ninguno funcionaba. Cerraba el archivo. Volvía al índice de ideas. El perro se quedaba esperando su historia, como todos los demás.

A veces pensaba que era mejor rendirse. Que las ideas hablaran solas. Que se escribieran por sí mismas, sin intervención autoral. «El autor debe callar cuando su obra empieza a hablar», recordaba. Nietzsche tenía razón. Pero su obra no decía nada. No tenía voz. Ni balbuceaba. Era él quien hablaba sin parar. Con sí mismo, con su reflejo en el microondas, con las ideas, con sus dudas. Un monólogo continuo, interior y exterior, que no encontraba traducción al lenguaje de la ficción. Había días en que incluso soñaba con los argumentos. Los veía desfilar como soldados en una guerra en la que él era el único sin armas. Al despertar, los anotaba para no olvidarlos. Pero a veces prefería no soñar. Temía que en cualquier momento apareciera la policía del sueño, esa que él mismo había inventado en una nota breve: «El gobierno prohíbe soñar. Los insomnes lideran la revolución dormida.» Imaginaba su detención por insumisión onírica, por exceso de ensoñaciones no autorizadas. Y sin embargo, seguía soñando. Como si escribir no fuera otra cosa que aplazar la detención. O provocarla del todo.

Miraba el archivo. Había conseguido escribir doscientas palabras, lo cual, en su universo, ya era una especie de milagro. Pero las releía y sentía que eran falsas, infladas, cobardes. No era eso lo que quería decir. O sí, pero no así. Las borraba sin remordimiento, como quien rompe una nota de suicidio mal redactada. Se hacía un café. El tercero del día. El primero, para despertarse. El segundo, para sentarse a escribir. El tercero, para asumir que no escribiría nada. Regresaba con la taza humeante, como si llevar algo en las manos pudiera justificar su regreso. Volvía a abrir el archivo. Otra vez el vacío. Otra vez el cursor, parpadeando como un reproche mudo. Cada palabra que probaba parecía abrir una bifurcación, una pérdida. Si escribía «ella», descartaba la posibilidad de un «él», con todo lo que eso implicaba. Si decía «llovía», ya no podía hacer sol. Cada decisión era un asesinato de alternativas. Poner una coma era cerrarle la puerta al punto. Usar adjetivos era traicionar la economía. Ser sobrio era parecer simple. Ser barroco, pedante. El estilo no era una elección, sino una cárcel sin barrotes, invisible pero inquebrantable, construida con sus propias dudas.

Un día, en un arranque de desesperada lucidez, pensó en escribir sobre un escritor que no escribe. No era una idea nueva, desde luego, pero al menos era honesta. Un hombre lleno de argumentos, pero vacío de páginas. Un acumulador de ficciones, como esos ancianos que no tiran ni las botellas vacías «por si acaso». Empezó a bosquejar una escena: el personaje abría un archivo, lo borraba, se hacía un café. Dudó. ¿No sería eso demasiado autorreferencial? ¿Demasiado meta? ¿Demasiado cliché postmoderno con crisis de identidad? Pero también pensó: ¿y qué más da? ¿Importaba si era demasiado transparente, demasiado circular, demasiado él? Tal vez lo único sincero que podía hacer era rendirse al espejo. O romperlo del todo.

Decidió que ese personaje, su personaje, tendría un archivo lleno de ideas. Una por línea. Algunas absurdas: «Los ricos se mudan a la Luna; los pobres alquilan sus sombras como entretenimiento lunar». Otras, brillantes: «Los libros no leídos desaparecen». El hombre las ordenaba, las clasificaba, les ponía títulos posibles, estructuras hipotéticas. A veces las combinaba entre sí, como si mezclarlas les diera vida. Pero nunca escribía. No porque no supiera cómo, sino porque tenía la sensación de que, en cuanto lo hiciera, las arruinaría. Que escribirlas sería traicionarlas. Como si las ideas, al pasar a palabras, envejecieran. Como si fueran más puras cuanto más inalcanzables.

Escribió una frase más: «Y un día, sin darse cuenta, escribió un cuento sobre un hombre que no sabía escribir cuentos».

Le pareció una frase adecuada. Incluso buena. Dudó si borrarla. Cerró el archivo.

Y no lo guardó.

 




lunes, 7 de julio de 2025

De los que opinan sin pudor y de los que callan con sabiduría

 —Padre Cristóbal, ¿cree usted que es pecado no tener opinión?
—En estos tiempos, hermano Marcos, es casi delito. Al que no opina, lo acusan de tibio… o de sospechoso.
—Pero hay quien opina sin saber nada.
—Eso se llama ser contemporáneo.
—Hoy en la plaza discutían de política, fútbol, guerra y vacunas… todo en el mismo café.
—Con café en la mano, todos se creen sabios. Lástima que no viene con dosis de humildad.
—¿Y nosotros qué hacemos? ¿Callamos?
—No siempre. A veces hablar es necesario… pero otras, el silencio evangeliza más que un sermón.
—Me cuesta callar cuando escucho disparates.
—El que siempre corrige termina solo. Y con úlcera.
—¿Entonces hay que dejar que digan barbaridades?
—No, Marcos. Pero escoge bien tus batallas. No toda tontería merece respuesta. Algunas se ahogan solas.
—Entonces, ¿tener opinión es bueno?
—Tenerla, sí. Soltarla siempre, no. Hay opiniones que se deberían confesar antes de compartir.
—Gracias, padre.
—Anda, Marcos, y recuerda: el que habla poco, se equivoca menos… y duerme mejor.

domingo, 6 de julio de 2025

En que se trata de la utilidad y el deleite de la lectura, y de cómo ambos pueden ir de la mano

 —Padre Cristóbal, ¿usted prefiere los libros que enseñan o los que entretienen?
—Hermano Marcos, depende del día y del ánimo. Hay mañanas en que busco instrucción y noches en que solo quiero distracción.
—¿No es pecado perder el tiempo con novelas y cuentos?
—Pecado es aburrirse leyendo sermones que ni el autor entendía. Un buen cuento alegra el alma más que un tratado de teología mal escrito.
—Pero dicen que los libros útiles son los que dejan enseñanza.
—Y yo digo que el mundo está lleno de sabios infelices y de ignorantes felices. Un libro que te hace reír vale más que uno que te hace dormir.
—Entonces, ¿qué debemos leer?
—Lo que no te haga bostezar ni pecar de soberbia. Hay libros que instruyen y otros que consuelan; los mejores hacen ambas cosas sin que te des cuenta.
—¿Y si solo leo novelas?
—Serás menos sabio, pero quizá más humano.
—¿Y si solo leo tratados?
—Serás más docto, pero nadie querrá sentarse contigo en el refectorio.
—Entonces, padre, ¿cuál es el libro perfecto?
—Aquel que, al cerrarlo, te deja mejor de lo que te encontró. Y si además te hace sonreír, es casi sagrado.

sábado, 5 de julio de 2025

El iguanodonte obediente

 El joven iguanodonte quería hacer todo correctamente.
–No comas ese helecho, es muy fibroso –le dijo un protocerátops.
–No bebas de ese charco, dicen que los velocirraptores lo usan –le advirtió un ovirráptor.
–No te sientes ahí, te despeinas –opinó un paquicefalosaurio que nunca se sentaba.
El iguanodonte, obediente y dudoso, pasaba los días con hambre, sed y calambres.
Hasta que un día se hartó. Comió el helecho, bebió del charco y se tumbó feliz bajo el sol.
Nadie murió.
Moraleja: A veces el mejor consejo es ignorar los que no pediste.

En que se trata de la felicidad, su búsqueda infructuosa y los alivios que ofrece la vida monástica

 –Padre Cristóbal, ¿cree usted que la felicidad se encuentra o se construye?
–Hermano Marcos, dicen los sabios que la felicidad llega cuando no se la busca.
–Pero, padre, ¿y si uno la busca, aunque sea a escondidas?
–Entonces, hijo, la felicidad se esconde mejor que un monje en Cuaresma.
–¿Y si la felicidad se deja encontrar solo para burlarse de nosotros?
–Eso suele hacer. Es como el gato del convento: aparece cuando no lo llamas y huye cuando le ofreces comida.
–¿No será que la felicidad es un invento para que no nos quejemos demasiado?
–Quizá. O un espejismo para que sigamos caminando, aunque el camino sea de piedras.
–A veces creo que la felicidad es solo la ausencia de problemas…
–O la costumbre de ignorarlos, que es más barata y menos milagrosa.
–¿Y si uno se resigna a no buscarla?
–Entonces, tal vez, la felicidad se sienta a tu lado, aburrida de que no la persigas.
–¿Y si la encuentro, padre?
–No la sueltes, hijo. Pero tampoco la interrogues mucho: la felicidad es tímida y huye de las preguntas.
–¿Y si nunca llega?
–Siempre queda el consuelo del chocolate y la siesta, que no son la felicidad, pero la imitan bastante bien.

La lluvia negra

Al amanecer del 1 de agosto, los satélites meteorológicos detectaron una anomalía imposible: un sistema nuboso perfectamente circular sobre el Estrecho, como si alguien hubiera trazado un compás gigante en el atlas. Para el mediodía, los bañistas en Torremolinos fotografiaban con sus móviles las primeras gotas –gruesas, aceitosas– que dejaban marcas oscuras en las toallas de playa. Los niños reían al ver cómo el agua dibujaba espirales en la arena, siguiendo patrones geométricos antinaturales.

Los telediarios comenzaron a emitir gráficos con terminología sospechosamente precisa: “lluvia vectorizada”, “tormentas de precisión”, “riego atmosférico controlado”. Para cuando la población comprendió el significado real de esos eufemismos técnicos, el ministro de Transformación Climática ya aparecía en todas las pantallas del país. Detrás de él, un mapa meteorológico animado mostraba cómo las isobaras sobre Andalucía se curvaban de forma antinatural, trazando lo que parecía una mueca burlona sobre el territorio. Las líneas de presión se estrechaban como dedos alrededor del cuello de la comunidad autónoma, mientras el ministro explicaba con voz serena que se trataba de fenómenos atmosféricos dentro de los parámetros esperados.

–Cuando una comunidad autónoma insiste en nadar contra corriente –dijo mientras ajustaba su corbata con gotas de lluvia bordadas–, la naturaleza misma se encarga de recordarle su lugar.

Detrás de él, un técnico manipulaba en tiempo real el porcentaje de humedad sobre Sevilla.

Para el cuarto día de diluvio artificial, los aeropuertos de Málaga y Almería colapsaron con familias británicas intentando cambiar sus vuelos. Las compañías low-cost habilitaron aviones extra –Ryanair llegó a desplegar ochenta Airbus A320 en 24 horas solo para evacuación– mientras #RainpocalypseSpain se volvía trending topic en X. Los chiringuitos de la playa, normalmente atestados de guiris bebiendo sangría, amanecieron con pilas de tumbonas apiladas como trincheras contra el agua. Las agencias de viaje reportaron 287.000 cancelaciones en 72 horas; los complejos hoteleros de Torrox y Nerja parecían pueblos fantasma, con camas sin hacer y toallas plegadas impecablemente que nadie usaría. En una Benalmáneda semiinundada, un grupo de jubilados de Manchester coreaba “God save the King” mientras esperaban el traslado al aeropuerto, sus sombreros de paja convertidos en improvisados paraguas. El alcalde de Marbella apareció en Sky News asegurando que “el sol volverá”, pero las imágenes de yates hundidos en Puerto Banús le quitaban credibilidad. Mientras, en el Parlamento Andaluz, los técnicos de turismo calculaban en tiempo real las pérdidas: 1,2 millones de euros por cada hora de lluvia.

Los agricultores de Jaén fueron los primeros en salir con tractores. Las lluvias torrenciales habían convertido los olivares en lodazales donde los árboles centenarios se pudrían desde las raíces.

–¡Están matando la tierra! –gritaba un anciano mientras arrancaba aceitunas blandas como goma.

En Almería, los plásticos de los invernaderos reventaban como globos bajo el peso del agua. Los jornaleros marroquíes recogían tomates aguados de los charcos mientras los dueños calculaban pérdidas en miles de euros por metro cuadrado.

El gobierno andaluz intentó resistir. Convocaron ruedas de prensa bajo toldos que se combaban peligrosamente bajo el peso de la lluvia negra. Mostraron gráficos de daños, hablaron de recursos al Tribunal Constitucional. Hasta que el séptimo día, un vuelo de avionetas soltó una sustancia gelatinosa sobre Sevilla. Al secarse, dejó las fachadas de los edificios históricos marcadas con símbolos químicos que solo se veían bajo luz ultravioleta.

La rendición llegó por fax: aceptaban todas las condiciones. A las dos horas, las nubes se disiparon como por arte de magia, dejando un sol pálido y cobarde.

En la tele, el presidente andaluz sonreía con rigidez mientras firmaba documentos. Detrás de él, por la ventana, se veía la Giralda. Las marcas en la piedra ya estaban siendo limpiadas por obreros con trajes amarillos de protección química.

Esa noche, en una taberna de Cádiz, un pescador viejo servía copas de manzanilla turbia.

–Esto no es lluvia –dijo señalando el líquido amarillento–. Es advertencia.

Fuera, en el muelle, las redes seguían secándose. Nadie se atrevía a probar el pescado de los últimos días.