jueves, 17 de julio de 2025

El amor también envejece

Cincuenta años juntos. Medio siglo de despertares compartidos, de camas frías a ratos, de silencios largos y de rutinas que se aprendieron de memoria. Medio siglo de cuchillos que ya no cortan, de tazas con las asas rotas, de discusiones pequeñas que, con el tiempo, adquirieron el peso de viejas guerras. Disputas por cosas nimias: la forma de tender la cama, el exceso de sal en la sopa, la ventana abierta por la noche. Cosas que no importaban, pero que, en la repetición, se volvían montañas.

A veces se miran y no terminan de reconocerse. Él, encorvado, con los ojos velados por cataratas y las manos temblorosas que ya no pueden sostener bien la pluma. Ella, más lenta ahora, más frágil, camina como si cada paso se pensara antes de ser dado. Sus cuerpos cambiaron; el amor también. Pero siguen ahí. No como antes, sino como ahora. Juntos, no por costumbre, sino por memoria. Por lealtad a lo que fueron. Por terquedad, quizás. Por amor, aunque ya no lo digan.

Nadie creía en ellos. Ni sus familias —enemigas por tradición, por orgullo, por viejas heridas— ni sus amigos —que los tachaban de imprudentes, de jóvenes sin juicio—. El mundo no les ofrecía un lugar. Una vez, el destino intentó arrancarlos el uno del otro con violencia. Sangre, llanto, desesperación. Fue entonces cuando eligieron lo imposible: aferrarse como náufragos, como únicos sobrevivientes de un naufragio que nadie más vio. Huyeron. De la tragedia, de la culpa, de los que dictaban cómo debía vivirse o morirse. De su patria. Del veneno.

Fingieron morir para poder vivir. Cambiaron nombres, idiomas, costumbres. Se convirtieron en otros para poder seguir siendo ellos. Dejaron atrás una historia de muerte y escribieron, a escondidas, una de amor. No perfecta. No gloriosa. Pero suya.

Y vivieron. Primero con pasión desbordada, como si el tiempo fuera un enemigo al que había que ganarle cada caricia, cada noche sin dormir. Se amaron con urgencia, con hambre, como quienes saben que podrían perderlo todo en cualquier momento. Luego, vino la rutina, los días iguales. Más tarde, la paciencia. Aprendieron a esperarse, a tolerarse, a entender los silencios del otro sin necesidad de palabras.

Tuvieron que cambiar de nombre, de idioma, de historia. Aprendieron a pronunciarse el uno al otro en otra lengua, sin perderse. Él dejó de escribir versos —decía que ya no tenía derecho a firmarlos—, aunque a veces, en las tardes grises, murmura uno de memoria, como quien enciende una vela en la oscuridad. Ella ya no habla de amor —le parece una palabra gastada—, pero le pone una rama de albahaca al guiso porque sabe que a él le recuerda a su infancia. Y eso basta.

Celebran las bodas de oro en casa, sin invitados. Sin brindis, sin discursos. Solo ellos dos. Él ha salido por la mañana y ha regresado con un pequeño ramo de flores de saldo, elegidas con cuidado entre lo poco que quedaba en el puesto del mercado. Ella ha horneado pan por primera vez en años; le ha quedado un poco crudo, por la falta de costumbre, pero la casa se ha llenado de ese aroma cálido que invita a quedarse.

Se sientan uno frente al otro, en las mismas sillas de siempre, y beben vino barato en antiguas copas de cristal fino. Ya no se besan. Ni falta hace. Se miran. Largo. Con esa complicidad silenciosa de quienes han envejecido juntos, testigos únicos de lo que fueron cuando aún creían que la eternidad cabía en una promesa.

—¿Aún recuerdas cómo empezó todo? —pregunta él, con una sonrisa que se le queda a medias, torcida por el tiempo.

Ella lo mira, suspira, y en sus ojos cansados asoma una chispa intacta.

—¿Cómo olvidarlo? Tú, bajo el balcón. Yo, jurando que no te amaba.

—Y el cura, el veneno, el frío de la tumba…

—Y nuestra segunda vida.

Él asiente. No dicen más. Ella le acaricia la mano, con torpeza, como si la piel ajena fuera un territorio ya conocido, pero al que se vuelve después de muchos años. Se quedan así un rato, en silencio, mientras cae la tarde como un telón suave.

Luego, él se levanta con esfuerzo, con ese gesto obstinado que no ha perdido, y le ofrece la mano. La obliga a levantarse a ella, que protesta en broma, aunque en el fondo lo esperaba. Bailan. Torpes, lentos, con los pies confundidos y el ritmo olvidado. Pero bailan. Porque el cuerpo aún recuerda lo que el alma no olvida.

Y cuando los vecinos los ven a través de la ventana, piensan que son dos viejos solitarios que se hacen compañía. Nadie imagina que esos dos ancianos fueron alguna vez leyenda. Que él fue Romeo. Que ella sigue siendo Julieta. Y que el amor, aunque cansado y sin drama, aún les tiembla dentro del pecho.