Cada mañana abría el archivo en blanco y lo miraba como quien se asoma a un abismo sin fondo. No había en él ni una sola palabra, pero pesaba como si estuviera lleno de piedras. Se quedaba contemplándolo durante minutos, a veces horas, esperando que algo brotara solo, como si el cursor parpadeante pudiera, por arte de magia, convertirse en la primera frase de su obra maestra.
Tenía miles de ideas. Miles, literalmente. No era una exageración de escritor frustrado. Las había ido anotando durante años: en cuadernos, en notas del móvil, en márgenes de libros, en servilletas arrugadas y correos que se enviaba a sí mismo a las tres de la madrugada. Las tenía clasificadas por temas, tonos, géneros, incluso por posibles premios literarios a los que podrían optar. Había ideas fantásticas: un robot que empieza a rezar y termina fundando su propia religión; una policía del tiempo que detiene a los ancianos por recordar demasiado; un niño que recibe un clon de perro como regalo y es visitado luego por el perro original. Viudas que se visitan, una app que predice ideas (y las roba), una Tierra donde las sentencias judiciales se dictan con emoticonos. Y una revolución dormida que se gesta en los insomnes. Cada idea era, en potencia, una historia brillante. Pero él no sabía escribir ninguna. Las ideas lo miraban desde sus fichas como alumnos superdotados esperando a un maestro que nunca llega.
¿Primera persona o tercera? Esa era la primera pregunta, y nunca pasaba de ahí. ¿Narrar con la falsa cercanía del «yo» o con la aparente objetividad del «él»? ¿Contar un cuento breve, conciso, eficaz… o lanzarse a una novela corta, más ambiciosa, más propensa al naufragio? ¿Frases cortas, punzantes, secas como piedras lanzadas al lector? ¿O frases largas, envolventes, llenas de subordinadas que imiten la forma en que pensaba, o creía pensar? ¿Palabras sencillas, para no asustar? ¿Palabras cultas, para impresionar? ¿Realismo incoherente, realismo turbio, realismo grotesco, realismo poético, realismo sin esperanza? ¿Un narrador invisible o una voz que se pareciera a la suya? Y si era eso lo que buscaba… ¿cómo sonaba exactamente su voz? ¿Era barroca o minimalista? ¿Se parecía a Antón Chejov o a Philip K. Dick? ¿O peor: era solo el eco de lecturas prestadas y no la suya propia?
Intentaba empezar. Cada día lo intentaba. A veces abría una idea al azar, como quien abre una fortuna en una galleta: «Un niño pide un perro por su cumpleaños. Le regalan un clon. El perro original llega a buscarlo». Le parecía brillante. Tenía conflicto, extrañeza, ternura. Pero, ¿cómo empezarlo? ¿Desde el deseo del niño o desde la aparición del perro? ¿Era mejor narrarlo con una mirada inocente o con la frialdad irónica de la ciencia ficción? A veces lo ensayaba en voz alta, como si contárselo a un hipotético lector invisible le ayudara a encontrar el tono. Pero tropezaba enseguida. «Todo había comenzado un día lejano en que Saturnino había decidido aprender a leer.» Esa frase le obsesionaba. Le parecía un comienzo poderoso, con resonancias fundacionales. Aunque no tenía nada que ver con el perro, ni con el clon, ni con nada. O sí. Quizá Saturnino era el nombre del niño. O del perro. O del científico que fabricó el clon. Pero entonces dudaba. ¿Era un buen nombre? ¿Saturnino? ¿No sonaba a bibliotecario jubilado o a personaje secundario de novela costumbrista? ¿Y si el lector lo rechaza desde la primera línea por culpa de un nombre mal elegido? Probó con otros: Elías, Bruno, Gaspar, Kai. Ninguno funcionaba. Cerraba el archivo. Volvía al índice de ideas. El perro se quedaba esperando su historia, como todos los demás.
A veces pensaba que era mejor rendirse. Que las ideas hablaran solas. Que se escribieran por sí mismas, sin intervención autoral. «El autor debe callar cuando su obra empieza a hablar», recordaba. Nietzsche tenía razón. Pero su obra no decía nada. No tenía voz. Ni balbuceaba. Era él quien hablaba sin parar. Con sí mismo, con su reflejo en el microondas, con las ideas, con sus dudas. Un monólogo continuo, interior y exterior, que no encontraba traducción al lenguaje de la ficción. Había días en que incluso soñaba con los argumentos. Los veía desfilar como soldados en una guerra en la que él era el único sin armas. Al despertar, los anotaba para no olvidarlos. Pero a veces prefería no soñar. Temía que en cualquier momento apareciera la policía del sueño, esa que él mismo había inventado en una nota breve: «El gobierno prohíbe soñar. Los insomnes lideran la revolución dormida.» Imaginaba su detención por insumisión onírica, por exceso de ensoñaciones no autorizadas. Y sin embargo, seguía soñando. Como si escribir no fuera otra cosa que aplazar la detención. O provocarla del todo.
Miraba el archivo. Había conseguido escribir doscientas palabras, lo cual, en su universo, ya era una especie de milagro. Pero las releía y sentía que eran falsas, infladas, cobardes. No era eso lo que quería decir. O sí, pero no así. Las borraba sin remordimiento, como quien rompe una nota de suicidio mal redactada. Se hacía un café. El tercero del día. El primero, para despertarse. El segundo, para sentarse a escribir. El tercero, para asumir que no escribiría nada. Regresaba con la taza humeante, como si llevar algo en las manos pudiera justificar su regreso. Volvía a abrir el archivo. Otra vez el vacío. Otra vez el cursor, parpadeando como un reproche mudo. Cada palabra que probaba parecía abrir una bifurcación, una pérdida. Si escribía «ella», descartaba la posibilidad de un «él», con todo lo que eso implicaba. Si decía «llovía», ya no podía hacer sol. Cada decisión era un asesinato de alternativas. Poner una coma era cerrarle la puerta al punto. Usar adjetivos era traicionar la economía. Ser sobrio era parecer simple. Ser barroco, pedante. El estilo no era una elección, sino una cárcel sin barrotes, invisible pero inquebrantable, construida con sus propias dudas.
Un día, en un arranque de desesperada lucidez, pensó en escribir sobre un escritor que no escribe. No era una idea nueva, desde luego, pero al menos era honesta. Un hombre lleno de argumentos, pero vacío de páginas. Un acumulador de ficciones, como esos ancianos que no tiran ni las botellas vacías «por si acaso». Empezó a bosquejar una escena: el personaje abría un archivo, lo borraba, se hacía un café. Dudó. ¿No sería eso demasiado autorreferencial? ¿Demasiado meta? ¿Demasiado cliché postmoderno con crisis de identidad? Pero también pensó: ¿y qué más da? ¿Importaba si era demasiado transparente, demasiado circular, demasiado él? Tal vez lo único sincero que podía hacer era rendirse al espejo. O romperlo del todo.
Decidió que ese personaje, su personaje, tendría un archivo lleno de ideas. Una por línea. Algunas absurdas: «Los ricos se mudan a la Luna; los pobres alquilan sus sombras como entretenimiento lunar». Otras, brillantes: «Los libros no leídos desaparecen». El hombre las ordenaba, las clasificaba, les ponía títulos posibles, estructuras hipotéticas. A veces las combinaba entre sí, como si mezclarlas les diera vida. Pero nunca escribía. No porque no supiera cómo, sino porque tenía la sensación de que, en cuanto lo hiciera, las arruinaría. Que escribirlas sería traicionarlas. Como si las ideas, al pasar a palabras, envejecieran. Como si fueran más puras cuanto más inalcanzables.
Escribió una frase más: «Y un día, sin darse cuenta, escribió un cuento sobre un hombre que no sabía escribir cuentos».
Le pareció una frase adecuada. Incluso buena. Dudó si borrarla. Cerró el archivo.
Y no lo guardó.