El primer duelo acabó resultando el más complicado de ganar. Hubo momentos en que se vio superado. Con la espalda apoyada contra el muro, llegó a esperar el ataque final. Su oponente, sin embargo, cometió el error de subestimarle. Aprovechando que había bajado un instante la guardia, consiguió lanzarle una estocada en el cuello y acabar con él.
El segundo duelista, que era muy corpulento, trató de vencerle sólo con la fuerza bruta. El joven espadachín se defendió serenamente, como le había enseñado su padre, y esperó la mejor ocasión, que inevitablemente llegó. Cuando hundió la espada en el pecho del gigante, éste murió con un terrible estertor.
El tercer enfrentamiento fue el más largo. Su rival se mantenía a la defensiva, sin arriesgar. El joven advirtió que su oponente no podía disimular cierto nerviosismo; sin duda estaba afectado por la muerte de sus amigos. Esperó pacientemente hasta que encontró su oportunidad: lanzó una finta, amagó y le clavó el estoque en el ojo.
Cuando vio tendidos en el suelo los cuerpos de sus contrincantes, D’Artagnan pensó que no se iban a creer en Gascuña que había derrotado a Athos, Porthos y Aramis, famosos mosqueteros del rey.