jueves, 18 de julio de 2019

El campo del hambre

A Pilar

El ominoso graznido de la sirena sobresaltó a DF-73. Abrieron las contraventanas y la luz terminó de despertar a los internos.

–¡Vamos! ¡Vamos! –gritó una voz–. ¡A las duchas!

Algunos habían dormido desnudos, por lo que bastó que se pusieran las chanclas; otros internos se quitaron rápidos la ropa. No había mucho tiempo. DF-73 se situó detrás de BR-34. Era sorprendente que siguiera tan gordo como siempre; no parecía haber perdido ni un gramo de grasa. Era cierto que siempre estaba eludiendo la marcha y, probablemente, sobornaba a alguno de los guardianes para conseguir comida.

Cuando se estaba acercando a las duchas, DF-73 se enjabonó: sólo les dejaban quince segundos bajo el chorro de agua. Los primeros días no le daba tiempo a restregarse y enjuagarse: salía todo lleno de espuma. Nunca se había duchado con agua fría, pero poco a poco se había ido acostumbrado. Si les dejaran otro rato de ducha por la noche, cuando regresaban de la marcha, aquello le parecería el paraíso.

–¡Vamos! ¡Vamos! –gritó una voz.

Los internos tuvieron que vestirse apresuradamente y hacer la cama. No había que dejar ninguna arruga, pues eso suponía ser sancionado: dos vueltas más al circuito y perderse la comida.

BR-34 estaba hablando con uno de los guardianes.

–Necesito ir a la enfermería. No me encuentro bien.

–Dígaselo al comandante.

–Me duele mucho la barriga.

Cuando salieron, las internas ya estaban en la puerta del comedor. Buscó con la mirada a su mujer, pero no la vio. El uniforme hacía que todas se parecieran. A los hombres les habían rapado al entrar mientras que a las mujeres les dejaban llevar el pelo corto. Le hubiera gustado acercarse para preguntarle cómo estaba, aunque sabía que no estaba permitido. Le hablaría por la noche, en el patio.

Al entrar en el comedor les entregaron una escudilla. Alguien se quejó de que la suya no estaba muy limpia: DF-73 no entendía por qué algunos se empeñaban en conservar los privilegios que disfrutaban fuera del campo.

–¿Qué nos pondrán hoy? –preguntó BD-02.

Era uno de los veteranos.

–A ver si hundes la cuchara en el fondo del puchero –pidió KJ-84 al cocinero.

DF-73 no dijo nada. Se conformó con la sopa aguada que le sirvieron y el trozo de pan. Había algunos que lo devoraban en el desayuno, pero él había aprendido a guardar la mitad para la marcha. No podía soportar horas y horas pensando en el hambre.

En casa solía pedirle a Mónica que comprara pan de leña en una panadería que había cerca de la oficina. Aquí, en el campo, le daba igual el color oscuro de ese pan, su sabor. Los primeros días había sentido molestias en la boca, pero ya se había habituado. Hasta pensó que lo acabaría echando de menos.

Algunos se tomaban la sopa de un sorbo, incluso antes de sentarse. DF-73 había aprendido a tomársela lentamente. Troceaba el pan y lo mojaba lentamente. Casi siempre, empero, tenía que acabar rápido, pues los que ya habían acabado le lanzaban miradas caquécticas.

–¡Vamos! ¡Vamos! Hay que acabar.

DF-73 arrojó la escudilla al tonel, con las demás. Se sentía fortalecido y de buen humor, con ánimos para soportar la marcha.

–¡A formar!

Todas las mañanas, antes de la partida, se hacía recuento. Podía durar diez, quince minutos. Cada interno tenía un puesto asignado, de manera que incluso sin tener que responder a la llamada del guardián encargado del recuento era fácil saber quién faltaba. Desde que llegaron al campo, habían desaparecido una decena de internos: simplemente no habían podido soportarlo.

DF-73 no vio a BR-34, que debía colocarse a su derecha. Lo había conseguido: la enfermería. Por eso no lograba adelgazar.

–¡Adelante!

Comenzaba la marcha. DF-73 había tratado de calcular qué distancia tenían que recorrer. Solían tardar dos horas en llegar al aserradero, pero como tenían que subir y bajar, atravesar la sierra, creía que no serían más allá de quince kilómetros. La distancia era más corta de la que él recorría todos los días para llegar al trabajo, pero, a no ser que encontrara dificultades con el tráfico, no solía llevarle más allá de veinte minutos. Desde luego, nunca se le hubiera ocurrido hacerla a pie.

Durante la marcha los guardianes permitían que se rompiera la formación, que cada interno fuera a su ritmo: muchos no estaban acostumbrados a caminar, no caminaban más de cien metros al día antes de llegar al campo.

Los primeros kilómetros atravesaban un bosque de pinos de repoblación. Había algo antinatural en aquellas hileras de árboles, todos a la misma distancia, todos del mismo tamaño. Alguien dijo una vez que había visto un jabalí, pero DF-73 no había llegado a ver ni una ardilla. LR-32, que no perdía el humor, dijo una vez que se escondían de los internos: algunos estaban tan hambrientos que podían devorarlas crudas.

La fila comenzó a alargarse. Tuvieron que apartarse para dejar pasar un tractor. Algunos lugareños solían mostrarse hostiles, se burlaban, pero el tractorista, sin duda acostumbrado a la presencia de los internos, ni siquiera les hizo caso.

DF-73 sintió que algo le rozaba la mano. ¡Mónica!

–¿Cómo estás? –le susurró.

Ella no respondió. Parecía cansada. DF-73 lanzó una mirada alrededor, pero no vio a ningún guardián. Era mejor que no les vieran juntos. La observó durante un rato y se dio cuenta de que tenía la frente cubierta de arrugas; no se había dado cuenta de que las tenía. Mónica había perdido tres, cuatro kilos: se le marcaban los pómulos, tenía las mejillas hundidas, estaba demacrada. Menos mal que no les dejaban espejos.

–¿Tienes hambre? He guardado un trozo de pan.

–Estoy bien –dijo ella.

Siguieron caminando juntos, en silencio.

–¿Quieres el pan?

–No. No tengo hambre.

–¡DF-73 y GT-67, guarden silencio! –gritó un guardián detrás de ellos.

DF-73 esperó un poco para seguir hablando.

–Vamos. Pronto acabará. Seguro que luego guardarás buenos recuerdos de todo esto. Hasta te estás bronceando: parecerá que has ido a la playa.