jueves, 2 de julio de 2020

Microcuentos

–¿Por qué estáis siempre besándoos?
–Porque no tenemos nada que decirnos.
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La Muerte tenía prisa. Tuvimos que jugárnosla a cara o cruz.
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Me disparó una hipérbole. Me defendí con un oxímoron. Me soltó una sinestesia. Le arrojé un pleonasmo. Se protegió con una ironía. Le lancé una elipsis, que le dejó desarmado.
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Sufre insomnio. Se ha peleado con la mujer de sus sueños.
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Si Pedro no hubiera negado a Jesús, otro gallo cantaría.
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Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró convertido en un Volkswagen Tipo 1.
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–¿Hay alguna ley que no haya violado?
–La ley de la gravedad.
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Jugábamos al ajedrez cuando sucedió una desgracia: la Muerte se comió un peón y se atragantó.
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Por fin, después de muerto, consiguió convertirse en el alma de la fiesta.
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La policía me pidió que reconstruyera el crimen. No entiendo por qué me acusa ahora de dos asesinatos.
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Hace tres semanas que su madre no se echa a llorar cuando le lleva comida, ni le pide que salga de la habitación. El hikikomori empieza a pensar que pasa algo extraño.
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Julieta sale al balcón y le grita a Romeo que se meta en casa.
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Sorprendido, exclamó:
–¡Que me parta un rayo!
Y un rayo partió a Aladino.
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–¿Tienes sentido del humor?
–Creo que sí.
–¿Me prestas un poco?
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–¿Cómo lleva el confinamiento, señor Van Gogh? ¿No teme volverse loco encerrado en esta habitación?
–¿Volverme loco, señora Angers? Pero si ya lo estaba antes de todo esto.
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ÚLTIMA HORA
Jesús de Nazaret, que se encontraba en el Monte de los Olivos, ha sido detenido por saltarse el confinamiento.
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Cae una manzana. Newton la coge, la limpia con la manga, le da un bocado y sigue pensando cómo convertir el plomo en oro.
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Lector, esperas que el asesino sea lord Wimpole, que es un viejo resentido, el mayordomo, cuyo pasado es tenebroso, o la señorita Cullands, esa solterona vengativa. Pero te equivocas. Quien ha asesinado a la pobre Margaret Fisher has sido tú, que lees esta novela de detectives.
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Le grité y me gritó. Me acerqué a ella y ella se acercó a mí y siguió gritándome. Estaba tan guapa. La besé y me besó. Fue en ese preciso instante cuando empezó todo.
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Estimado señor, me dirijo a usted con el objeto de cocina que le clavaré en el cuello si no me entrega ahora mismo la recaudación de la caja.
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–En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
–¿En el paraíso? ¿Y no podríamos vernos en alguna taberna?
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–¿Por qué la dejaste?
–No se volcaba en la relación.
–No quería avanzar a la fase horizontal, ¿no?
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–Le diste un sopapo.
–Peor. Le di un beso.
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Lo que Yavé no sospechaba era que todos los que construían la Torre de Babel hablaban el lenguaje universal de las matemáticas.
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Cállate, Sancho. Aquí el único ingenioso soy yo.
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–Mi carro me lo robaron, de noche cuando dormía.
–No se queje, hombre. Ya me gustaría a mí tener un sueño tan profundo como el suyo.
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El visir desoyó al califa. El califa desolló al visir.
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A Julie se le había olvidado que mañana es su cumpleaños: 14 años ya. Sólo espera que los otros no se acuerden, pues no hay nada que celebrar. Pronto morirá. Como Yann. Como Fred. Como Toinette. Dentro de una semana o de unos meses. La Gran Epidemia no perdona a ningún adulto.
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GANÓ
El suicida jugó a la ruleta rusa. Perdió.
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Tarareo la canción y aplaudo. Aplaudo con ganas. Aplaudo con entusiasmo. Aplaudo a rabiar, como todas las noches, a la vecina de enfrente, que hoy también lleva una escandalosa négligée.
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–Hacéis muy mala pareja.
–Al contrario, nos complementamos muy bien. Cada una de nosotras ve en la otra aquello en lo que no queremos convertirnos.
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–El coronel no tiene quien le escriba.
–Yo le escribí para decirle que no estaba bien criar gallos de pelea. Y no me respondió.
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Había una vez unas perdices que no querían que acabara el cuento.
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–¿Has vendido la piel de oso antes de cazarlo?
–Sí.
–Pero eso es muy imprudente.
–Para el que me la ha comprado.
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Llegaron a un acuerdo: podrían seguir adorando a Tláloc, pero tendrían que llamarlo San Isidro Labrador.
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Aquellos que entraban en el Consejo eran cegados. Así no les distraía la contemplación del sufrimiento y la miseria que causaban las medidas por ellos propuestas.
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–Era muy empalagoso.
–¿Exceso de besos?
–Exceso de versos.