sábado, 23 de julio de 2022

Turín, 1889

 Para mí fue un día normal. Quiero decir, no distinto del día anterior ni del siguiente. Hacía frío, mucho frío. Estábamos en enero, en pleno invierno. Me habían despertado antes de que amaneciera y, después de tomar una comida rápida y beber un poco de agua helada, comenzó la jornada. Pronto, el trabajo me hizo entrar en calor; no tardé en estar cubierto de sudor. Desde luego, no trataba de hacer el trabajo rápido. Ya no soy joven y sé que tengo que aguantar todo el día. A veces me ponen a trabajar con uno de esos jóvenes que creen que la tarea acabará en media hora y que, a media mañana, no pueden más. Yo iba despacio. El amo, claro, me golpeaba. Pero hacía mucho tiempo que ya no me molestaban los golpes. Durante unos instantes fingía ir más rápido y el amo, más pendiente de mirar a las mujeres que pasaban por la calle, acababa dejándome en paz. En ocasiones, el amo tropieza con un conocido y se para a charlar con él. Yo aprovecho esos momentos para descansar, sobre todo porque sé que luego al amo le entrará la prisa y yo seré el que acabaré pagando los platos rotos. Precisamente, esa mañana el amo había encontrado a un viejo amigo de infancia. Hablaron del tiempo, del Gobierno, de las políticas de Crispi. Estuvieron durante un tiempo de cháchara, lo que me puso nervioso. Cuando por fin se separaron, a mi amo, como era de esperar, le entró la prisa, así que comenzó a golpearme. ¿Y qué culpa tenía yo del retraso? Entonces ocurrió aquel extraño incidente. Un hombre que pasaba por la calle, se abrazó a mi cuello. Mi amo se quedó durante un tiempo sin saber qué hacer. Finalmente le pidió al extraño que me dejara en paz. Pero el hombre, que no paraba de llorar, no pareció entenderle. Se pasó un buen rato abrazándome y susurrándome palabras de consuelo. Pobrecillo. Comprendí que estaba como una chota. Cuando me soltó, mi amo me ordenó avanzar. Y yo avancé. Cuando el loco quedó atrás, me dio un fuerte azote, lleno de rabia y mala leche. Pero no le hice caso; no hacía nada más que pensar en aquel hombre. Su gesto me había emocionado. Por cierto, nunca volví a verle. ¿Quién sería aquel hombre que tanto amaba a los caballos?
 
Cuento para las Historias de Animales de Zenda