El joven entró en la biblioteca de su tío, que era inmensa. Era todo un privilegio que le dejara utilizarla. Horacio, Séneca, Tito Livio, Tácito, Montaigne, Corneille, La Bruyère, Saint-Simon, Voltaire, Buffon. Ninguno de los grandes autores había caído en el olvido. Sin embargo, al joven sólo le interesaba un volumen recién salido de la imprenta imperial. Durante años, se había sentido impresionado por el estilo de los clásicos. Sin embargo, apenas llegó a sus manos aquel libro, se quedó maravillado. Le gustaba su estilo directo y preciso.
Con confianza lo sacó de un anaquel y empezó a leerlo.
–¿Qué hacéis, sobrino?
La condesa Daru había entrado en la biblioteca para coger, quizá, una novelita frívola del abate Prévost. El joven miró el collar que llevaba su tía y vislumbró su promisorio escote.
–Decidme, que leéis.
–Señora, estoy estudiando el Código Civil –respondió Henri Beyle.