Don Alonso de los Monteros siempre quiso ser capitán de barco, gritar: “¡Todo a babor!”, u: “¡Orzad, orzad!”. Desgraciadamente, don Alonso se mareaba. Incluso cruzar el Guadalimar en la barca de Diego Íñiguez le producía gran temor y angustia. Un día que había ido a la capital para arreglar un asunto en los juzgados, vio en el escaparate de un pequeño taller un majestuoso galeón dentro de una botella de cristal. Entró a preguntar. Le dijeron que los hacían bajo pedido. Don Alonso, incontinenti, encargó una goleta. Pagó los cien reales de plata que el maestro artesano fijó como precio. Al cabo de un mes su barco estaba listo. No le faltaba nada: tenía palo de mesana, velas cangrejas y de cuchillo. Era una obra admirable. Por diez maravedís, un viejo morisco le vendió una pócima que le permitiría subir a su barco siempre que quisiera. ¡Por fin había cumplido su sueño! Ahora sólo restaba a don Alonso conseguir una tripulación. Reclutar marineros treinta leguas tierra adentro sería difícil.
Microrrelato finalista del Reto Submarino de Hojalata