El dueño de la granja en la que trabajaba le regaló un cántaro de leche. Como era una mujer con iniciativa, fue al mercado y lo vendió. Con el dinero que le dieron adquirió varios pollos. Pasó noches en vela vigilando el gallinero, pues los zorros no paraban de matar pollos. Al cabo de un par de fatigosos años, ahorró lo suficiente para comprar un cerdo. Lo engordó y, cuando llegó noviembre, pudo venderlo. Compró un ternero y una vaca. El ternero murió repentinamente, pero la vaca le daba leche que vendía en el mercado. Fue comprando más pollos. Se desvivió por cuidarlos y por seguir vendiendo leche. Compró más cerdos, que enfermaron de triquinosis. Después de sacrificarlos, ahorró durante un tiempo para comprar varios lechones. Al cabo de veinticinco años tenía una granja con seis vacas, diez cerdos y casi cien pollos y gallinas. Trabajaba de sol a sol. Ordeñaba las vacas, recogía los huevos, cuidaba los cerdos, sacrificaba los pollos e iba al mercado a venderlos. Como no había tenido tiempo de casarse ni de formar una familia, vivía sola.
Un día, cuando regresaba del establo a media noche, pensó en lo feliz que habría sido si, la primera vez que fue al mercado, hubiera tropezado y el cántaro de leche se hubiera roto.
Microrrelato publicado en Microcuento.es