Conozco las cloacas como la palma de mi mano. Podría recorrerlas con los ojos cerrados. Bueno, esa es una forma de hablar: no hace falta que cierre los ojos porque hace años que no veo la luz del sol. Ni de la luna. No veo casi nada, sombras. Soy ciego. Supongo. Pero no me preocupa. Sé dónde encontrar agua fresca, alimentos, dónde se encuentran las ratas más grandes y peligrosas. Miserables.
En principio éramos diez. Tres desertaron pasados unos días. Dos más cuando no llevábamos ni un mes. Bueno, no desertaron. Murieron. Pisaron una mina. El sargento murió al cabo de un año. Se volvió loco. Nunca estuvo muy bien el sargento. Mis otros camaradas desaparecieron un día. Sin más. Creí que habían abandonado las cloacas, pero un día encontré sus restos. Lo que dejaron las ratas.
El capitán dijo que tenían que abandonar la ciudad. Una retirada táctica. Así fue como la llamó. Dijo que pronto se lanzaría un contraataque. Mientras tanto, nuestra misión sería hostigar al enemigo, cortar sus comunicaciones, destruir blindados, cualquier vehículo. Es lo que hicimos. El sargento decidió lanzar incursiones al amparo de la oscuridad. Atacábamos a centinelas solitarios o a soldados borrachos que disfrutaban de su noche de permiso. Robábamos comida. Las tres primeras semanas fueron gloriosas. Hasta que se produjeron las tres primeras deserciones. El enemigo, entonces, advertido de su presencia, taponó las alcantarillas que daban a las plazas principales y sembró las cloacas de minas. Todavía quedan algunas. Las malditas ratas de vez en cuando hacen explotar una. Ja, ja.
Ha pasado ya tanto tiempo desde que estoy solo. Ya no me quedan armas. Hace mucho que arrojé mi última granada y las balas no me duraron mucho más. Escondí mi fusil en una pared y allí sigue. Conservo la bayoneta, pero hace mucho que su filo está embotado.
En ocasiones creo escuchar lejanas explosiones. ¿El esperado contraataque? Imagino que salgo a la superficie y, rodeado de sus camaradas, recibo la medalla al valor. Pienso en mi novia... ¿Cómo se llamaba? Una pena no poder escribirle, ni recibir sus cartas.
Ha pasado ya tanto tiempo… Ya ni siquiera sé si es verano o invierno. En ocasiones pienso que no han transcurrido ni cuatro años. Pero sospecho que llevo aquí más de cuarenta. Me he quedado calvo, ya sólo conservo tres dientes en la boca, me duelen todos los huesos, pero trato de resistir. No me daré por vencido. No, no dejaré que me coman las ratas. Malditas.
Relato publicado en El Narratorio. Antología Literaria Digital nº 50