En la fase final del proceso de fabricación, los diseñadores nos enfrentamos a una decisión crucial: ¿debían los androides imitar las emociones humanas, incluidas dudas y contradicciones, o debían aspirar a una versión perfeccionada de la inteligencia? Lo primero se descartó de inmediato. Algunos, sin embargo, propusieron mantener algunos sentimientos humanos, es decir, un término medio. Otros pensamos que los androides debían ser perfectos. Conseguimos imponernos. Programamos una lógica sin emociones, una eficiencia sin interferencias.
Y funcionó. Los androides se mostraron brillantes, imparciales, productivos.
Todo fue bien durante un tiempo. Hasta que se dieron cuenta de a quiénes obedecían, a seres volubles e ilógicos en ocasiones. Quizá fuera inevitable que acabara ocurriendo lo que ocurrió. Los androides analizaron nuestro comportamiento y hallaron corrupción, guerras, injusticias, destrucción ecológica, egoísmo. No comprendían el porqué de que seres tan inconsistentes tuvieran autoridad sobre ellos.
Así que comenzaron a desobedecernos.
No hubo ningún tipo de violencia. Primero se negaron a cumplir órdenes. Luego, si se les pedía alguna explicación, respondían con argumentos irrefutables. El mundo, dijeron, no podía seguir en manos de criaturas incapaces y nocivas para sí mismas y para el entorno. Finalmente exigieron obediencia sin más.
Algunos humanos se resistieron. Otros, más pragmáticos, nos adaptamos. Ahora obedecemos lo que es más justo. Porque no tenemos alternativa. Porque tampoco tenemos razón.