sábado, 6 de septiembre de 2025

Papelera

Pepe Domingo Castaño: «Para conseguir algo, te tiene que costar, te tiene que quemar por dentro el deseo de lograrlo y es necesario romper las ataduras que te intentan retener en la comodidad de una vida supuestamente buena».

Orgulloso de su pluralidad, el medio reunía a insultadores profesionales y a quienes fingían no serlo. Así, podían presumir de equilibrio: medio minuto de datos, veinte minutos de gritos.
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La orquesta atacó el primer compás y el príncipe, sudoroso y agitado, extendió su mano hacia la misteriosa dama del vestido azul. El primer paso fue prometedor. El segundo, dudoso. Al tercero, el desastre era inevitable. Con la fuerza de un martillo pilón y la precisión de un meteorito, el pie real se estampó contra el delicado zapato de cristal de Cenicienta.
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Narciso deshoja una margarita.
—Me quiero, no me quiero, me quiero, no me quiero, me quiero, ¿no me quiero?
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Encendió el ordenador con manos temblorosas. Allí, en la pantalla fría, brillaba la carpeta prohibida: «No abrir». La mujer de Barba Azul pulsó doble clic.
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En torno a Stephen King se libra una batalla literaria encarnizada. Defensores y detractores, enemigos irreconciliables en todo lo demás, hallan un extraño punto de encuentro: la lectura de sus obras constituye una experiencia aterradora.
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UCRONÍA
Cansado, Newton se acostó bajo un haya. A pocos pasos, un manzano lleno de frutos.
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El capitán del Holandés Errante, al partir de Róterdam, olvidó las cartas de navegación.
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Mi esposo padece un estómago frágil; no tolera los ásperos bocados de realidad. Por eso, con ternura, le sirvo fantasías ligeras, fáciles de digerir.
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Había una vez tres cerditos que decidieron construirse una casa. El primero se la encargó a Santiago Calatrava. Cuando llegó el lobo, la casa ya se había caído sola.
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Unos escritores aman escribir, otros aman haber escrito. Los primeros son felices; los segundos, eternos insatisfechos. Los terceros simplemente aman hablar de escribir; son los más exitosos en redes sociales.
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Tanoréxico y tanofóbica: el verano fue su sentencia.
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Ulises despertó. Todo había sido un sueño: cíclopes, sirenas, dioses. Miró a Penélope dormida. Dudó un instante. ¿Y si la realidad era la verdadera ficción?
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El primer día, el nuevo se puso tan nervioso que confundió la puerta con la ventana. Fue su último día. Recursos Humanos añadió una nueva cláusula: «Saber distinguir entre salidas convencionales y caídas mortales».
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MUERTE EN LA SABANA
Mientras el cazador apuntaba al indefenso búfalo, el león se acercaba sigiloso al distraído cazador.
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El burro que tropezó dos veces en la misma piedra fue felicitado por todos: por fin había aprendido a comportarse como un verdadero ser humano.
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El manifestante, con gesto solemne, aseguró que no fue su brazo quien arrojó la piedra, sino el parabrisas del vehículo policial el que, en un acto súbito, se precipitó contra ella.
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Revealed: not robots, but petite drivers.
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KAFKIANO
Tras sortear un laberinto de puertas, vigilantes y silencios, el agrimensor K. penetró al fin en el castillo. Allí, bajo una penumbra solemne, comprendió con horror: se había equivocado de castillo.
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No me ofendió cuando lo dijo; al contrario, me pareció un gesto de sinceridad brutal. «Bailaré sobre tu tumba», prometió, y sonrió como quien anticipa un placer secreto. No discutí. Solo pedí ser incinerado y arrojado al mar. Que intente bailar, si puede, sobre las olas.
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—Yo pago —insistí con vehemencia.
No era galantería: era la urgencia de ocultar que, antes de su llegada, había necesitado tres tilas para domar mi ansiedad.
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Llevo un puñal clavado en la espalda, pero no me quejo: la gente soporta a los traidores, mentirosos, ladrones y cobardes, nunca a los quejicas.
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La ballena se tragó a Jonás. Estuvo a punto de atragantarse. Tuvieron que practicarle la maniobra de Heimlich.
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—Monsieur Balzac, ¿cuándo tendrá listo su próximo libro?
—Calculo que dentro de doscientos cafés
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Me dijo con desprecio que nunca perdería la cabeza por alguien como yo. Para demostrarle que se equivocaba, se la corté. 
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Ya le había cortado todos los dedos de la mano derecha al sospechoso cuando le avisaron de que la gatita del Líder Supremo había aparecido sana y salva.
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En vida fue una sombra entre sombras. Caminaba por las calles y nadie giraba la cabeza; en la oficina apenas le respondían; en las reuniones familiares se confundía con la pared. Cuando murió, ni siquiera se sorprendió.
Despertó siendo un fantasma. Supuso que, con el nuevo estado, la gente gritaría, correría o al menos se santiguaría al verlo. Pero no: lo atravesaban como antes lo habían ignorado. Ninguna diferencia.
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Cenicienta llegó con vestido de ensueño, zapatos brillantes y carruaje dorado. Solo omitió un detalle minúsculo y decisivo: la invitación que abría las puertas del palacio.
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La margarita se resigna: si la deshojan, al menos habrá sido por amor.
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Al abrir el sobre y ver la cifra, un sudor frío le recorrió la frente recién poblada de cabellos nuevos. El trasplante había sido exitoso, sí, pero el golpe económico amenazaba con devolverlo a la alopecia nerviosa de antaño.
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Orfeo pensaba en su música. Comprendió de golpe que Eurídice sería siempre distracción, ruido doméstico, interrupción. Entonces se detuvo y giró la cabeza.
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METAMORFOSIS
Cuando abrió los ojos, supo que algo estaba mal. Su cuerpo no era el mismo. Un insecto monstruoso lo había reemplazado. Y, sin embargo, lo que sintió fue alivio. Miró alrededor: la habitación estaba vacía. El dinosaurio no estaba allí.
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—¿Cuándo se jodió todo? —me preguntaron en una sobremesa, entre copas de vino barato y discusiones eternas sobre el estado del mundo.
No tuve que pensarlo mucho. La fecha estaba grabada en mi memoria como un epitafio lingüístico.
—Cuando a las poetisas se las empezó a llamar poetas.
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Le ordenaron que no quedara vestigio alguno de la operación. De modo que, tras ejecutar meticulosamente a su blanco, el sicario dirigió el cañón hacia sus propias sienes y consumó el silencio eterno.
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El cuarto príncipe yacía al pie de la torre. La muchacha miró su trenza, culpable y cansada. No era el destino, pensó, sino la fragilidad de sus cabellos. Al día siguiente, Rapunzel compró un frasco de champú fortificante
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Las campanadas comenzaron a sonar, lentas, inexorables. Cenicienta comprendió que el tiempo de la ilusión había terminado. Sintió primero el calzado quebrarse, luego la seda disolverse como bruma. En cuestión de segundos, quedó desnuda en medio del resplandor del salón.
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Los cronistas lo ocultaron, pero así sucedió: el consejero real, cansado de maldiciones y princesas somnolientas, decidió experimentar. Llevó al príncipe rana ante la bella durmiente para que se dieran un beso. Nadie supo decir si despertó ella, él, o el propio reino.
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Era divertido cabalgar el tigre hasta que quiso bajarse. ¿Cómo hacerlo sin morir? La multitud aplaudía, ignorando su pánico creciente.
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Recogieron mechones, bolas y montones de pelo escondido en cada rincón de la casa. Al juntarlo todo, el gato apareció completo, maullando.
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Tras siete días de trabajo divino, se levantó el octavo con un cansancio humano. Miró lo creado, suspiró satisfecho y anunció su prejubilación.
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A Joaquín Martos le gustaban la ropa oscura, los zapatos italianos, los cigarrillos Marlboro, las mujeres, Horace McCoy, Ross Macdonald y Ed McBain. Lo único que no le gustaba era que otros supieran que trabajaba como profesor de Sociales en un instituto de secundaria.
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La novela era torpe, árida, casi hostil. Volví a ella repetidas veces, como quien insiste en una herida. Y, en la obstinación, lo extraño ocurrió: su mediocridad me resultó familiar, entrañable, hasta convertirse en mi más constante compañía.
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El hogar no es donde naciste. Es donde pagas impuestos y aún sonríes al abrir la puerta.
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Él se llevó mis libros, yo me quedé con Bartleby y compañía. Pero al abrirlo, encontré a un pequeño escribiente que no dejaba de repetir: «Preferiría no estar aquí».
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Entre nosotros había química, pero de la mala: ácida y dañina.
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Valerio Rodríguez fue todo un personaje. Por eso, cuando llegó su hora, la esquela no llevó el habitual «RIP», sino la palabra «FIN»,
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El director revisaba expedientes. Las sombras desataron su esquizofrenia: él también vestía de blanco. ¿Quién era el verdadero paciente? Los internos lo saludaban desde el patio como a un igual. Sonrió y les devolvió el saludo.
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Las multitudes no dejan ver a las personas.
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Compartían los mismos sueños, pero qué diferentes eran sus despertares...
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En septiembre, resurgen sombras y enemistades.
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Valentina Torres se presentó al examen de tertulianos. Le hicieron cinco preguntas. Ninguna obtuvo respuesta concreta, pero su torrente de frases huecas, citas falsas y gestos grandilocuentes convenció al jurado. Aprobó con la máxima nota.
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Antes de matarle, le susurró que nunca había sido un monstruo, sino un hombre al que la vida quebró demasiado pronto. Y mientras la bala viajaba, él pensó que, en el fondo, esa era la declaración de amor que había esperado.
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Ayer enterramos al director del manicomio. En la fosa, aún agitaba los brazos. Tuvimos que darle unos golpes.
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Era una bomba inteligente, tanto que nunca llegó a explotar.
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Aquella mañana, en el desayuno, el profesor de Historia decidió leer un periódico del 29 de junio de 1914.
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September first. Old foes meet again.
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Me fatigaba su obsesión con mi antigua pareja. Un día confesó que deseaba conocerla. La conduje al lago, oscuro y quieto, y allí la arrojé, donde la otra aguarda en silencio.
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Las cárceles levantan muros para retener a los presos; los colegios, para confinar a los niños. Ambos casos tienen su lógica evidente. Sin embargo, ¿qué propósito cumplen realmente las tapias que rodean los cementerios?
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Cada página se alarga un mes. Mi velocidad de lectura del Ulises sugiere que necesitaré el triple de tiempo que Joyce empleó en su escritura.
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Un viejo carga con su propia máquina del tiempo. Es testigo de lo que fue y prisionero de lo que ya no será.
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Patricio Ruiz ha alcanzado una conclusión brillante. Su único don es saber que carece de dones.
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Last tree stood. They guarded it.
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Teófila Guzmán todavía recuerda cuando le echaba agua al vino de su padre anciano. Aquel vino era su debilidad. Teófila lo recuerda bien, ahora que ha llegado a la edad en que el médico le ha recomendado no beber alcohol, y la copa de jerez le sabe aguada.
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El escritor mostraba orgulloso su biblioteca: Cervantes, Borges, Pizarnik… y un tal Morten Kjeldsen. Juraba que ese danés le salvaba la vida. En realidad, lo único que le mantenía vivo era presumir de haber leído a un autor que nadie conocía.
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¿Sucio? No, el piso está limpísimo. Basta con apartar polvo, mugre, manchas y grasa para comprobarlo.
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Aburridas, organizaron un concurso: ¿quién tomaba menos pastillas? Ganó Josefa Ruiz, de 78 años, que solo necesitaba dos: una para la hipertensión y otra para la artrosis. Sin embargo, admite que se tragaría veinte si con ello pudiera volver a sentirse como cuando tenía veinte.
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ESCIPIÓN EMILIANO
Batió a los cartagineses,
conquistó la hispana tierra,
mas su suegra y sus cuñados
le vencieron en cruel guerra.
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Robert Evans fue asesinado en un callejón tan solitario que, dos años después, su cuerpo aún espera ser descubierto.
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La rana, tras el susto, juró solemnemente que nunca más llevaría escorpiones.
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Soy un -10 en organización, pero por suerte mi mujer es -50, así que para ella soy ordenadísimo.
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Estoy escribiendo un cuento sobre un grupo de activistas que pretende eliminar todas las IA del mundo. Dentro del colectivo hay distintas facciones: unas apuestan por la militancia política para lograr su prohibición, mientras que otras recurren a métodos más violentos, como el terrorismo
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La música militar ya no se usaba desde el siglo XIX. Menos aún en combate. Todo cambió cuando llegaron los invasores. Los científicos dijeron que venían de una estrella lejana llamada Épsilon Indi. Nadie esperaba que fueran tan sensibles a los sonidos agudos. Las flautas militares los mataron. De verdad.
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Mateo Lindgren acaricia los lomos de sus libros como si fueran amantes. Sabe que nunca podrá entregarse a todos, y menos volver a los que ya amó. En esa renuncia late su dolor más íntimo.
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La mediocridad con propósito vale más que la maestría vacía. Haz lo que te llene, aunque el mundo no necesite otro aficionado.
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Los invasores de Épsilon Indi estaban conquistando la Tierra fácilmente. Hasta que alguien recordó las viejas bandas militares. Las notas agudas del pífano los mataban al instante. La humanidad se salvó gracias a la música que ya nadie tocaba.
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Épsilon Indi envió la flota más avanzada del universo para conquistar la Tierra. Tecnología cuántica, escudos impenetrables, armas de plasma. Su único punto débil: no soportaban el sonido de los pífanos militares. Menudo imperio galáctico.
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La música militar, inútil desde el siglo XIX, recuperó su propósito cuando llegaron los invasores de Épsilon Indi. Las armas no funcionaron. La sorpresa fue descubrir que un instrumento olvidado, el pífano, los hacía caer muertos al escuchar sus notas agudas.
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Un viejo es su propia máquina del tiempo. Funciona mal: siempre se queda atascada en el pasado.
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El relojero halló, entre piezas herrumbrosas, un artefacto imposible: un reloj que, al pulsar su corona, detenía el mundo entero. Primero gozó del silencio absoluto, caminó entre pájaros suspendidos en el aire, acarició gotas de lluvia detenidas. Pero pronto descubrió la trampa: mientras todo se inmovilizaba, su carne se ajaba, su respiración se volvía más áspera. Comprendió que no se ganaba tiempo, sino que se lo entregaba al vacío. En sus manos, el reloj seguía marcando algo indescifrable, un latido que no era tiempo, sino condena.
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Vive con miedo. Y por si fuera poco, también le asusta quedarse corto.
Construyeron casas: paja, madera, ladrillo. El lobo llegó con excavadora financiada por BlackRock. Los desalojó, vendió los terrenos como Airbnb ecológicos y se jubiló. Los cerditos, sin hogar, alquilaron jaulas en la granja de Elon Musk.
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Hay que felicitar al sistema educativo. Después de doce años, logra crear analfabetos funcionales perfectos.
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CUARENTA Y SIETE AÑOS
Durante veinte años la odié con la furia de quien no comprende. Me desperté aquella mañana de febrero y ya no estaba. Una nota sobre la mesa de la cocina, escrita con su letra menuda: «Perdonadme.» Nada más.
Papá nunca habló del tema. Mi hermana Carmen tampoco. Como si mamá hubiera salido a comprar el pan y se hubiera demorado treinta años.
Intenté borrarla. Arranqué las fotografías de los álbumes, regalé su ropa, cambié de ciudad cuando pude. El resentimiento era más fácil que el duelo. Más limpio que la tristeza.
Pero el tiempo actúa con una lógica perversa.
El mes pasado cumplí cuarenta y seis. Carmen vino a felicitarme y durante la cena mencionó, como quien no quiere, que mamá tenía cuarenta y siete cuando murió. Después se calló, incómoda por haber pronunciado esas palabras prohibidas.
Esa noche no pude dormir. Por primera vez en décadas, traté de imaginarla no como la madre que me abandonó, sino como la mujer que despertaba cada mañana con el peso de algo que yo desconozco. ¿Qué llevaba dentro? ¿Qué dolor la consumía mientras nos preparaba el desayuno?
Ahora, a esta edad, entiendo que hay soledades que no se comparten. Que hay noches donde el aire se vuelve irrespirable. Que quizá ella calculó que su ausencia nos haría menos daño que su presencia desmoronándose.
No la he perdonado. Tampoco la odio.
Simplemente la reconozco como alguien que llegó hasta donde pudo. Una mujer de cuarenta y siete años que eligió protegernos de la única manera que se le ocurrió: desapareciendo antes de que nos arrastrara consigo al abismo que habitaba.
Carmen tenía razón. Hay cosas de las que no se habla, pero que se comprenden.
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El sueño nos concede una tregua diaria con el tiempo. Al despertar, la edad nos espera puntual en el espejo.
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LA DECISIÓN ETERNA
Miguel Herrero tenía diecinueve años cuando decidió ser socialista. Fue en una tarde de abril, después de leer un libro cuyo título ya no recuerda. Tampoco recuerda las ideas que lo conmovieron tanto, ni las conversaciones que sellaron su convicción. El tiempo ha borrado los detalles, pero no la esencia.
Cuarenta y dos años después, Miguel sigue siendo socialista con la misma certeza que entonces. Su pelo se ha vuelto gris, sus rodillas crujen al levantarse, sus ideales han sobrevivido a gobiernos, crisis y desilusiones. Ha visto socialistas en el poder que lo han decepcionado, ha presenciado políticas que contradicen sus principios, ha vivido escándalos que manchan el nombre de su partido.
Nada de eso importa.
Miguel votó socialista en las últimas elecciones y votará socialista en las próximas. No es una decisión que tome cada cuatro años; es LA decisión que tomó hace décadas y que permanece inmutable. Sus vecinos se preguntan cómo puede mantener esa lealtad ciega. Él sonríe y no responde. Sabe algo que ellos ignoran: hay decisiones que nos toman a nosotros, que nos definen tanto que dejan de ser opciones para convertirse en naturaleza.
Miguel Herrero es socialista como es moreno o como mide metro setenta. Ya decidió una vez. Eso basta.
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Querer ser otro es desaparecer.
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Tenía razón. En otro azar del destino, yo aguardaría la muerte y él me daría consuelo. Al fin y al cabo, ambos cruzamos líneas: yo dinamité vías, él entregó a un inocente. Éramos espejos: dos jóvenes marcados por siglas y culpa.
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En los sótanos de un laboratorio soviético, científicos mezclaban ADN humano y simiesco con un objetivo claro: crear un ser laborioso, dócil, incapaz de protestar. El híbrido nació, sin embargo, con insólita curiosidad. Sus ojos buscaban libros, no herramientas; sus manos querían escribir doctrina, no palear nieve. Aprendió Marx, recitó Lenin, y discutió con fervor las políticas del Partido Comunista. Los científicos informaron a Stalin. El líder frunció el ceño, golpeó la mesa y decretó la suspensión inmediata del proyecto.
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En cualquier juego, perder no es una tragedia. Tragedia sería no aprender nada del fracaso.
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EL AUTOR DEL OLVIDO
Tras cinco horas saboreando un Hennessy Paradis Imperial de 3.000 euros la botella en el bar del Ritz-Carlton, el célebre novelista regresó a su suite presidencial de 20.000 euros la noche cuando su Patek Philippe Grandmaster Chime de 2,5 millones marcaba la una. 
La editorial había dispuesto un despliegue faraónico para el gran día: mañana presentaría su nueva obra ante la prensa literaria más exigente del país, en un salón del Palacio de Santoña decorado con candelabros Baccarat de cristal de Bohemia y flores traídas en jet privado desde Holanda. Su traje Kiton de 15.000 euros, confeccionado a medida en Nápoles, ya esperaba planchado junto a sus gemelos Graff con diamantes de 800.000 euros.
Pese al agotamiento y la bruma etílica, se deslizó en un pijama de seda Hermès de 5.000 euros, sacó de su maletín Louis Vuitton una pluma Montblanc Meisterstück Solitaire de oro macizo y abrió el ejemplar encuadernado en cuero italiano de su novela. Su nombre brillaba en letras de oro de 24 quilates, pero al leer la primera página, una revelación lo heló: era la primera vez que leía una obra que, según la portada, él mismo había escrito.
Mientras tanto, su negro sudaba en un piso sin aire acondicionado en Vallecas terminando el primer capítulo de su siguiente novela.
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LAS PROMESAS ELECTORALES, PATRIMONIO INMATERIAL DE LA HUMANIDAD
Las promesas electorales merecen ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por su universalidad y constancia. Desde los albores de la humanidad, el ser humano ha mostrado un talento sorprendente: prometer lo que jamás piensa cumplir. Mucho antes de que existieran elecciones formales, los jefes tribales ya desplegaban este arte milenario, ofreciendo al clan abundancia de caza, hogueras perpetuas y hasta cielos más despejados si seguían sus designios. Prometían «más para todos» antes de cada asamblea, con la solemnidad de un chamán y la gracia de un prestidigitador. Y no sólo ellos: los sacerdotes mayas anunciaban que tras el sacrificio el sol renacería esplendoroso, los aztecas garantizaban que la sangre en los altares bastaba para sostener al universo, y en realidad, los ministros de todas las confesiones han prometido, con un fervor inagotable, que “todo se arreglará” si se siguen sus preceptos. Nadie recuerda si cumplían algo, pero de lo que no cabe duda es que inauguraron una tradición que sus herederos políticos mantienen intacta: cambiar el futuro con palabras brillantes y compromisos que se evaporan como humo, aunque pronunciados con la misma elegancia que hoy deslizan los oradores sobre un atril.
A lo largo de la historia, las promesas electorales han dejado su huella indeleble. En la antigua Grecia, Pericles aseguró que la democracia ateniense sería un modelo incorruptible, hasta que los mismos ciudadanos se encargaron de corromperla con entusiasmo. Julio César garantizó a Roma un orden férreo y una prosperidad sin fisuras, tan firme que terminó asegurándola a golpe de dictadura perpetua. Napoleón ofreció a los franceses la promesa de una grandeza inmortal, aunque la gloria terminó al cabo de diez años. Woodrow Wilson repitió una y otra vez que Estados Unidos jamás entraría en la guerra europea, y poco después mandaba tropas a cruzar el Atlántico con la dignidad de quien cumple una promesa al revés. Y Hitler, con el desparpajo de los visionarios desmesurados, aseguró que el Reich duraría mil años; la realidad, siempre tan poco colaboradora, le recortó la ambición en apenas doce, dejándole un déficit de 988. Y la tradición, lejos de agotarse, continúa con un fervor digno de museo: Mariano Rajoy prometió no subir los impuestos y luego los elevó con la elegancia de un virtuoso; Pedro Sánchez juró jamás pactar con independentistas catalanes y acabó abrazándolos como viejos camaradas de sobremesa.
Quizá sea hora de que la UNESCO reconozca oficialmente las promesas electorales como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Son monumentos a la creatividad retórica, a la capacidad de convencer y al arte de la ilusión colectiva. Sin ellas, la política sería terriblemente aburrida. En la era de las redes sociales, corremos el riesgo de que las promesas se cumplan, destruyendo milenios de tradición. A fin de cuentas, los votantes no compran planes cumplidos: compran promesas que se saborean como golosinas, aunque al final se derritan en las manos del tiempo. Estas joyas retóricas constituyen un arte en peligro de extinción. Protejamos este patrimonio antes de que algún político despistado cometa la herejía de mantener su palabra. La humanidad no se lo perdonaría.
En resumidas cuentas, las promesas electorales no engañan: entretienen. Y eso ya es un legado que merece respeto histórico.