sábado, 29 de noviembre de 2025

La torpeza compartida

A Aurelio Pérez le faltaban, según sus propios cálculos —que repetía como una letanía sin fe—, unos ocho años para la jubilación. O nueve, si el Gobierno cambiaba otra vez la norma. Era conserje en un edificio administrativo donde casi nada pedía su presencia y, sin embargo, lo necesitaban siempre para cosas sin nombre: dar paso, abrir cortesía, firmar la llegada de un paquete. Esa clase de servicio que se ejecuta sin testigos y sin aplausos, como tirar de una cuerda vieja que siempre responde y nunca recibe un agradecimiento directo, a lo sumo un «qué haríamos sin usted» dicho de pasada, casi sin mirarlo.

Él, que de joven había soñado con tocar la guitarra, se veía ahora vigilando puertas automáticas con sensores caprichosos. Tenía cincuenta y seis años, pero había días en los que se sentía mucho más joven y otros en los que la cifra parecía un error a la baja. Lo más extraño era que, siendo un hombre práctico, todavía se sorprendía —y hasta se enternecía consigo mismo— al pensar que quería aprender algo tan frágil y tan inútil como un instrumento. Una guitarrilla de iniciación, por ejemplo, aunque su reverencia fuese hacia Paco de Lucía, Sabicas, Vicente Amigo; y más atrás, hacia los dedos irrepetibles de Andrés Segovia, Tárrega o Yepes. Él mismo sabía que no era razonable.

Decidió apuntarse a la escuela municipal un día de febrero, sin anuncio previo. Dos veces por semana, de siete a ocho. El horario le pareció una especie de frontera aliviadora, como si estuviese entrando en otra vida paralela que solo necesitaba una hora para existir. Nada más.

Los adolescentes que compartían clase con él tenían el don de no valorar su facilidad natural. Algunos tocaban una bulería o un estudio sencillo con el desparpajo de quien aprieta un interruptor. Otros se reían al desafinar, como si la música no les exigiera nada. Él, en cambio, afinaba y desafinaba con idéntica concentración, como quien se asoma a un pozo para asegurarse de que sigue allí el agua.

***

Podría decirse —pero no conviene asegurarlo— que su vocación había tardado demasiado en aparecer. Aunque quizá no era vocación, sino esa necesidad soterrada de hacer algo que importe sin importar a nadie. El profesor, un joven llamado Julián que no alcanzaba los treinta, lo miraba con una mezcla de respeto sincero y desconcierto. Sabía, por experiencia breve, que quienes se iniciaban tan tarde traían consigo una especie de gravedad que solo se encuentra en quienes ya han esperado demasiado.

En ocasiones, Aurelio sentía que el propio relato de su vida comenzaba a escribirse desde fuera, como si alguien estuviese siguiendo sus pasos para entender algo que él todavía no había comprendido. No sabía de dónde le venía esa sospecha, quizá de la manera en que las luces del aula se reflejaban en las tapas de las guitarras, como espejos diminutos donde una imagen no terminaba de situarse en su sitio. O tal vez porque, al mirarse a sí mismo en el cristal de la puerta, creía ver una figura que iba y venía, distinta según el día.

En cualquier caso, siguió asistiendo.

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Después de un año, logró tocar piezas sencillas. Apenas nada, si se comparaba con los prodigios que veía en vídeos o escuchaba en grabaciones antiguas. Pero a veces, en mitad de un arpegio torpe, le parecía que el mundo hacía un silencio especial para oír ese ruido mínimo. A veces, también —y esto le producía cierto pudor—, notaba que algo dentro encajaba por primera vez.

No avanzaba rápido. No avanzaba despacio. Avanzaba como avanzan las cosas que no tienen prisa porque ya han aceptado que el destino no es la meta, sino el transcurso.

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Una tarde, al terminar la clase, Julián se acercó a él.

—Te he visto más suelto —dijo, después de un instante de duda—. No sé si lo notas.

Aurelio no sabía si lo notaba. Podía haber respondido que sí, que se sentía mejor, que ya no se le enredaban los dedos. Pero prefirió encogerse de hombros. Sentía que cualquier afirmación lo comprometería con un resultado que no estaba dispuesto a perseguir.

—A veces. Otras no —contestó.

Julián sonrió y recogió las partituras. Eso fue todo. Pero Aurelio caminó hasta casa con la extraña impresión de que alguien —no Julián, sino otro— había anotado aquella brevísima conversación en un cuaderno invisible.

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Podría interrumpir aquí esta historia y confesar que Aurelio se parece demasiado a quien escribe. No en los detalles visibles: yo no soy conserje, aunque mi trabajo tenga esa misma cualidad de marcha funcionarial; tampoco tengo exactamente su edad, aunque la jubilación empiece a insinuarse como un faro a lo lejos. Lo que compartimos es más simple y más difícil: la necesidad de hacer algo que no sirve para nada, pero que, si no se hace, parece que falta el aire. Él toca la guitarra a trompicones. Yo escribo a trompicones. A veces bien, por accidente; otras, con apenas un puñado de frases que no encuentran su forma.

Somos, en cierto modo, compañeros. Alguien podría decir, incluso, que nuestros dedos buscan la misma nota.

No insistiré en esto. El cuento no trata de mí. O sí, pero no del modo convencional. Continúo.

***

Con el paso de los meses, Aurelio comprendió que nunca sería un virtuoso. No llegaría a la rapidez de Paco de Lucía; nunca ejecutaría la pulcritud sobrenatural de Segovia; no haría llorar una granadina como Sabicas. No solo eso: sabía que ni siquiera se acercaría a los adolescentes de su clase cuando éstos decidieran tomárselo en serio. Pero esa carencia, que al principio le producía un temblor de derrota, acabó dándole una serenidad inesperada.

Hay quienes se alivian al descubrir que no serán imprescindibles. A Aurelio le ocurrió así. Como si la música, al no reclamarle excelencia, le ofreciera a cambio un espacio que antes no tenía: un modesto refugio donde cada tropezón sonoro fuese una celebración discreta.

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Los días de clase estaban compuestos de pequeños rituales: la luz pálida entrando entre las persianas, el olor a folios húmedos, el rumor de los pedales de batería de un aula cercana. A veces, mientras afinaba, pensaba que ese sonido —la cuerda tensándose hasta encajar— tenía más sentido que cualquier otra cosa del día.

En su trabajo, en cambio, los ruidos eran mecánicos, civilizadores: el zumbido del fluorescente, el pitido de la puerta, la impresora regurgitando documentos sin historia. A menudo, mientras sellaba la entrada de un proveedor, imaginaba que los acordes aprendidos estaban muy lejos. Pero bastaba con apoyar un dedo invisible sobre un mástil imaginario para que regresaran.

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Hubo una noche especialmente fría —algo de marzo, quizá— en la que, al llegar a casa, dejó la guitarra en el sofá y se quedó un rato mirándola. No buscaba nada, solo una confirmación. La guitarra no dijo nada. Se limitó a estar ahí, como suele estar todo lo que vale la pena: a la espera de ser tocado sin pedir explicaciones.

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Aquí debería ir un final, pero no encuentro uno. Y tampoco creo que Aurelio lo busque. Hay vidas que no se cierran, solo continúan con su ruido ínfimo, sin reclamar aplauso. Quizá mañana avance un compás más, quizá vuelva a equivocarse, quizá yo escriba un párrafo que no tenga vergüenza de mostrar. O quizá ninguno de los dos.

Lo único seguro es que —siempre que podamos— seguiremos tocando. Aunque sea despacio. Aunque nadie lo oiga. Aunque la historia, en realidad, no cuente nada.