sábado, 25 de septiembre de 2021

En buena lid

Jorge Luis Borges: “Como el otro, este juego es infinito”.

Don Pedro se volvió y le dijo:
–Espérame aquí.
Hernán asintió. Cogió la brida y ayudó al comendador, que ya no era joven, a descabalgar. 
–Espérame aquí –repitió don Pedro.
Era algo que el joven no estaba dispuesto a hacer.
En cinco ocasiones, a la amanecida, había cabalgado don Pedro Núñez de Cardeñosa, comendador de Alcaudete, hacia la frontera. Rumores corrían entre los sirvientes de lo que iba a hacer allí. Unos aseguran que exploraba el territorio por orden del rey don Alfonso. Otros afirmaban que reñía una batalla aplazada con un agareno. Algunos sospechan que tenía amores con una pastorcilla. Esa vez, sin embargo, Hernán sabría la verdad.
El joven escudero ató el alazán a unos matorrales y le acarició el lomo.
–No te muevas –le dijo, repitiendo las palabras de don Pedro.
Si alguien aparecía por allí, un vagabundo o un morisco, podría robar el caballo. Contempló, colgado de la silla, el escudo adornado con la cruz de Calatrava. ¿Serviría para disuadir al ladrón? Lanzó un vistazo alrededor. No había nada. Matorrales. Arbustos. Jaramagos. Ningún ruido, salvo el canto de los pájaros. Aquel lugar, tan cercano a la frontera, estaba desierto. A pesar de todo, Hernán dudó unos instantes. Finalmente venció la curiosidad.
Siguió el camino que había tomado el caballero, tratando de orientarse. Pensó que se había perdido cuando vio el manto blanco a unos cincuenta pasos. Hernán sabía que el caballero era corto de vista, por lo que corrió para acercarse más. 
Tuvo que refrenar su carrera cuando escuchó el relincho de un caballo. Se ocultó detrás de un matorral y aferró el puñal que llevaba al cinto. Pasaron unos instantes antes de atreverse a levantar la cabeza. Vio a don Pedro ayudar a un canoso agareno a bajar de hermoso ruano. 
Hernán se arrastró por el suelo tratando de acercarse a ellos. En todo momento esperó sentir el chocar de los aceros, pero nada de eso ocurrió. Pronto estuvo tan cerca que pudo escucharles. No entendió lo que decían: estaban hablando en algarabía. 
El joven levantó la cabeza y advirtió que el moro había sacado una mesilla de un capacho que estaba colgado en la silla. Los hombres se habían sentado en sendas piedras, uno enfrente del otro y parecían meditar. Aquello desconcertó al muchacho. 
De vez en cuando, uno de ellos movía un objeto que había encima de la mesa mientras el otro se acariciaba el mentón. Aquello duró hasta bien pasada tercia. Hernán seguía sin entender nada. 
De repente, don Pedro tocó una de las piezas que había encima de la minúscula mesa. El moro hizo algo extraño. Se levantó e hizo una inclinación de cabeza. A continuación, comenzó a guardarlo todo. Hernán supo que, lo que fuera que estuvieran haciendo, había acabado. Con la cabeza gacha se dirigió al sitio donde había dejado el caballo.
No tuvo que esperar mucho antes de que llegara su amo. Caminaba de prisa y parecía de buen ánimo.
–Dame agua, Hernán –le pidió al muchacho.
Luego montó el caballo y se alejaron de allí. El joven escudero sorprendió varias veces a don Pedro canturreando un viejo romance. 

Relato para el Certamen Historias de la Historia de Zenda