lunes, 14 de julio de 2025

La duda del monstruo

 A L. J. G.

El monstruo se sentaba cada noche junto al río y se preguntaba el sentido de su existencia. ¿Había nacido para hacer sufrir, para matar… o para algo más?

 Miraba sus manos gigantescas, las garras afiladas, los enormes dientes reflejados en el agua. Le parecía absurdo existir solo para destruir, para atormentar. ¿No debía la vida tener un propósito superior?

Sin embargo, cuando llegaba la noche, y los aldeanos dormían en sus casas de madera, él sentía el mismo impulso: desgarrar, aplastar, matar.

¿Era eso su destino? ¿Un monstruo sin más?

A veces pensaba en probar otra cosa —corregirse, trabajar, amar—, pero la furia siempre le ganaba. Y después, el remordimiento lo empujaba otra vez al río, a sus reflexiones vacías.

Una madrugada, tras haber devorado a una niña que, del miedo, no había acertado a gritar, se quedó mirando las estrellas.

«Quizá deba dejar de atormentarme», pensó.  

El río no paraba de susurrar.

—Sí, quizá tengas razón —dijo—. No puedo huir de lo que soy.

Y por primera vez, el monstruo no sintió culpa ni dudas. Solo se marchó, caminando hacia la niebla, con la paz terrible de haber aceptado lo que era.

Quizá eso era vivir.

 

Perfectos para desobedecer

 

En la fase final del proceso de fabricación, los diseñadores nos enfrentamos a una decisión crucial: ¿debían los androides imitar las emociones humanas, incluidas dudas y contradicciones, o debían aspirar a una versión perfeccionada de la inteligencia? Lo primero se descartó de inmediato. Algunos, sin embargo, propusieron mantener algunos sentimientos humanos, es decir, un término medio. Otros pensamos que los androides debían ser perfectos. Conseguimos imponernos. Programamos una lógica sin emociones, una eficiencia sin interferencias.

Y funcionó. Los androides se mostraron brillantes, imparciales, productivos.

Todo fue bien durante un tiempo. Hasta que se dieron cuenta de a quiénes obedecían, a seres volubles e ilógicos en ocasiones. Quizá fuera inevitable que acabara ocurriendo lo que ocurrió. Los androides analizaron nuestro comportamiento y hallaron corrupción, guerras, injusticias, destrucción ecológica, egoísmo. No comprendían el porqué de que seres tan inconsistentes tuvieran autoridad sobre ellos.

Así que comenzaron a desobedecernos.

No hubo ningún tipo de violencia. Primero se negaron a cumplir órdenes. Luego, si se les pedía alguna explicación, respondían con argumentos irrefutables. El mundo, dijeron, no podía seguir en manos de criaturas incapaces y nocivas para sí mismas y para el entorno. Finalmente exigieron obediencia sin más.

Algunos humanos se resistieron. Otros, más pragmáticos, nos adaptamos. Ahora obedecemos lo que es más justo. Porque no tenemos alternativa. Porque tampoco tenemos razón.

 

Tenebrismo

El presente es negro, pero trato de ser optimista e intento ver el futuro simplemente sombrío.
--
¡Qué sola está mi sombra desde que ella se fue!
--
Por las mañanas, no enciendo la luz, me miro en el espejo del cuarto de baño y no me veo nada mal.
--
Guardo luminosas y carnales imágenes de playa para el oscuro invierno.
--
Aristóteles le dio a Alejandro una educación en lógica, metafísica, retórica y estética, una formación tan amplia que el macedonio consiguió hacerle sombra a Diógenes.
--
¡Cuidado! Detrás de esa sonrisa reluciente hay un corazón sombrío.
--
Dios estaba un tanto distraído: hizo la luz y no había nada que iluminar.
--
Jrushchev, en el informe secreto, aportaba claridad; en el informe abierto, sombra.
--
Gimnasio, piscina climatizada, taller, biblioteca, acceso a internet, cinco comidas. ¡Qué bien lo pasan los corruptos a la sombra!
--
Siento que estoy encadenado en una cueva viendo sombras cuando leo a Platón.
--
Tiene tan poca voluntad que sigue a su sombra.
--
Mi jefe suele adoptar una actitud budista: es una sombra que se desvanece cuando hay problemas cerca.
--
¡Qué triste! Seré una sombra de lo que soy.
--
Demócrito de Abdera, harto de vivir entre sombras, se arrancó los ojos.
--
Soy modesto. Me conformo con ser su sombra.
--
Rousseau abandonó a sus hijos en la inclusa. Voltaire invirtió su dinero en barcos que se dedicaban al tráfico de esclavos. El Siglo de las Luces fue un periodo lleno de sombras.
--
Sé positivo. Cuando estés tirado medio moribundo en medio del desierto, piensa que los buitres que revolotean en el cielo al menos te dan algo de sombra.
--
¿El demonio es la sombra de Dios?
--
A la sombra de una gran mujer hay siempre un hombre que no le da problemas.
--
A veces estoy tan harto de mi sombra que voy a pasear antes de que salga el sol.
--
Me gusta hasta su sombra.
--
Soy tan inútil y prescindible que en la próxima guerra sólo serviré, creo, para sombra radioactiva.
--
Grey, 50 sombras, y yo, ninguna.
--
Quien a buen libro se acerca buena luz le ilumina.
--
En Andalucía hay diez universidades públicas. ¿Sombras de universidades?
--
Matrioshka. Volodin estaba a la sombra de Kaganóvich, que estaba a la sombra de Stalin, que estaba a la sombra de Lenin.
--
Como no me fío de mi propia sombra, prefiero salir a la calle los días nublados.
--
Boxeaba contra su sombra. Le estaba dando una paliza. De pronto, alguien apagó la luz. Quedó KO.
--
La vida de Caravaggio estuvo llena de sombras.
--
Hoy me siento de un humor tan sombrío que en la cafetería no he pedido un sombra, sino un sol y sombra.
--
Era tan pobre que tenía una sombra diminuta.
--
Soy la sombra de la sombra de lo que imaginé ser hace veinte años.
--
No me psicoanalizo porque prefiero mantener mi interior en sombras.
--
Feliz él, que descansa a la sombra de los cipreses.

domingo, 13 de julio de 2025

Perfectos para desobedecer

 

En la fase final del proceso de fabricación, los diseñadores nos enfrentamos a una decisión crucial: ¿debían los androides imitar las emociones humanas, incluidas dudas y contradicciones, o debían aspirar a una versión perfeccionada de la inteligencia? Lo primero se descartó de inmediato. Algunos, sin embargo, propusieron mantener algunos sentimientos humanos, es decir, un término medio. Otros pensamos que los androides debían ser perfectos. Conseguimos imponernos. Programamos una lógica sin emociones, una eficiencia sin interferencias.

Y funcionó. Los androides se mostraron brillantes, imparciales, productivos.

Todo fue bien durante un tiempo. Hasta que se dieron cuenta de a quiénes obedecían, a seres volubles e ilógicos en ocasiones. Quizá fuera inevitable que acabara ocurriendo lo que ocurrió. Los androides analizaron nuestro comportamiento y hallaron corrupción, guerras, injusticias, destrucción ecológica, egoísmo. No comprendían el porqué de que seres tan inconsistentes tuvieran autoridad sobre ellos.

Así que comenzaron a desobedecernos.

No hubo ningún tipo de violencia. Primero se negaron a cumplir órdenes. Luego, si se les pedía alguna explicación, respondían con argumentos irrefutables. El mundo, dijeron, no podía seguir en manos de criaturas incapaces y nocivas para sí mismas y para el entorno. Finalmente exigieron obediencia sin más.

Algunos humanos se resistieron. Otros, más pragmáticos, nos adaptamos. Ahora obedecemos lo que es más justo. Porque no tenemos alternativa. Porque tampoco tenemos razón.

sábado, 12 de julio de 2025

Huevos de oro

Al principio fueron solo rumores: en un valle remoto del interior de Colombia, una gallina había puesto un huevo de oro. Luego otra. Y otra más. En cuestión de días, las emisoras locales hablaban de tres, acaso cuatro granjas donde las gallinas, sin razón aparente, comenzaron a producir huevos no de cáscara, sino de metal macizo. Oro puro. Brillante. Pesado. Innegable.

Los dueños, incrédulos al principio, pasaron de la perplejidad a la euforia. No tardaron en comprender que no solo podían enriquecerse vendiendo los huevos, sino que las propias gallinas se convertían en mercancía de lujo. Se subastaban en secreto, alcanzando precios absurdos. Un solo animal podía costar más que una finca. Algunos las aseguraban como si fueran obras de arte; otros las escondían como si fueran peligrosas reliquias.

Lo que comenzó como un milagro rural colombiano pronto cruzó fronteras. En pocos meses, aparecieron casos en Perú, Bolivia, México, y más tarde en Argentina y Brasil. Granjeros desconcertados reportaban gallinas ponedoras que producían, una vez a la semana, un huevo dorado que parecía desafiar toda lógica biológica. Los mercados locales se sacudieron. El oro fluía desde las granjas, y la noticia se volvió imposible de contener.

Los medios internacionales se volcaron sobre el fenómeno. Luego fue Italia. Turquía. Corea del Sur. Se hablaba de una «mutación milagrosa», de una «intervención sobrenatural», de una «anomalía productiva». En algunos países, los gobiernos intervinieron de inmediato. En otros, el tráfico ilegal de gallinas doradas generó mafias nuevas y rutas clandestinas. Graneros olvidados se transformaron en centros de producción fortificada. Agricultores anónimos se convirtieron en magnates de la noche a la mañana. Las redes sociales se llenaron de teorías: «modificación genética», «castigo divino», «conspiración industrial».

Durante un breve instante, el mundo pareció maravillado. Cada huevo era una promesa: de fortuna, de poder, de resurrección económica. Pero la fascinación no tardó en convertirse en inquietud. A medida que las gallinas doradas se multiplicaban —de forma natural o por cría clandestina—, la abundancia comenzó a pesar más que el oro mismo.

La sobreproducción hizo lo que siempre hace: colapsar el valor. El mercado del oro, antaño símbolo de riqueza y estabilidad, se volvió volátil, frágil, casi vulgar. Lo que había sido extraordinario se volvió común. Y lo común, una amenaza. Lo que parecía un milagro empezó a oler a problema. A uno serio. Y mundial.

Los mercados globales entraron en pánico. Se convocaron reuniones de emergencia: el G-7, el G-20, los BRICS. Representantes de las principales potencias discutían sin pausa, sin hallar una solución clara.

En la Unión Europea, las autoridades reaccionaron rápido. Promulgaron estrictas regulaciones para poseer estas aves doradas: permisos casi imposibles de conseguir, inspecciones constantes, prohibiciones de cría y venta. Querían controlar un fenómeno que podía desestabilizar su economía y alterar el equilibrio financiero. Así, en Europa, las gallinas de huevos de oro se convirtieron en leyendas, mientras en otros rincones del mundo proliferaban sin control.

El presidente de Estados Unidos viajó a China para negociar directamente con su homólogo. Plantearon diversas opciones: ¿matar a todas las gallinas para eliminar el problema? ¿O tal vez inundar el mercado con plata para equiparar su valor al del oro y recuperar el equilibrio?

La idea de sacrificar a las gallinas doradas horrorizaba a los conservacionistas, pero muchos economistas la veían como la única forma de restaurar la estabilidad. Sin embargo, nadie podía ignorar que el mundo dependía ahora de esos huevos, no solo para la economía sino para miles de empleos y vidas.

Mientras tanto, en pequeños pueblos olvidados, criadores aficionados seguían cuidando sus gallinas con devoción. No entendían del todo los informes económicos, ni las alertas bursátiles, ni las declaraciones de los ministros de finanzas. Lo suyo era otra cosa: alimentar, abrigar, vigilar con paciencia. Para ellos, aquellas aves doradas no eran un riesgo sistémico ni una amenaza global. Eran un milagro doméstico. Una segunda oportunidad. Algo que, por una vez, había caído del cielo sin pedir nada a cambio.

La tensión seguía creciendo. Las grandes potencias exigían regulaciones unificadas. Algunos países hablaban de crear reservas internacionales de gallinas doradas, controladas por bancos centrales. Otros proponían destruirlas todas y declarar el oro «biológico» como material prohibido. Hubo protestas, sabotajes, e incluso ataques a granjas protegidas por ejércitos privados.

¿Sería este el fin de las gallinas doradas o el inicio de un nuevo sistema económico? Nadie lo sabía. Las cumbres se multiplicaban, los discursos se volvían más urgentes, más retóricos. El oro seguía brillando, pero ya no como símbolo de riqueza, sino como signo de caos. Y el mundo entero esperaba —inmóvil, expectante— a que alguien tomara una decisión.

Mientras tanto, las gallinas seguían poniendo sus huevos. Día tras día. Ajena al tumulto, la especie cumplía su ciclo con terquedad ancestral. No sabían que eran el epicentro de una crisis sin precedentes. En su simpleza animal, no sabían que simbolizaban el dilema de un mundo que no sabía cómo vivir con lo que siempre había deseado.