Al principio fueron solo rumores: en un valle remoto
del interior de Colombia, una gallina había puesto un huevo de oro. Luego otra.
Y otra más. En cuestión de días, las emisoras locales hablaban de tres, acaso
cuatro granjas donde las gallinas, sin razón aparente, comenzaron a producir
huevos no de cáscara, sino de metal macizo. Oro puro. Brillante. Pesado.
Innegable.
Los dueños, incrédulos al principio, pasaron de la
perplejidad a la euforia. No tardaron en comprender que no solo podían
enriquecerse vendiendo los huevos, sino que las propias gallinas se convertían
en mercancía de lujo. Se subastaban en secreto, alcanzando precios absurdos. Un
solo animal podía costar más que una finca. Algunos las aseguraban como si
fueran obras de arte; otros las escondían como si fueran peligrosas reliquias.
Lo que comenzó como un milagro rural colombiano
pronto cruzó fronteras. En pocos meses, aparecieron casos en Perú, Bolivia,
México, y más tarde en Argentina y Brasil. Granjeros desconcertados reportaban
gallinas ponedoras que producían, una vez a la semana, un huevo dorado que
parecía desafiar toda lógica biológica. Los mercados locales se sacudieron. El
oro fluía desde las granjas, y la noticia se volvió imposible de contener.
Los medios internacionales se volcaron sobre el
fenómeno. Luego fue Italia. Turquía. Corea del Sur. Se hablaba de una «mutación
milagrosa», de una «intervención sobrenatural», de una «anomalía productiva».
En algunos países, los gobiernos intervinieron de inmediato. En otros, el
tráfico ilegal de gallinas doradas generó mafias nuevas y rutas clandestinas.
Graneros olvidados se transformaron en centros de producción fortificada.
Agricultores anónimos se convirtieron en magnates de la noche a la mañana. Las
redes sociales se llenaron de teorías: «modificación genética», «castigo
divino», «conspiración industrial».
Durante un breve instante, el mundo pareció
maravillado. Cada huevo era una promesa: de fortuna, de poder, de resurrección
económica. Pero la fascinación no tardó en convertirse en inquietud. A medida
que las gallinas doradas se multiplicaban —de forma natural o por cría
clandestina—, la abundancia comenzó a pesar más que el oro mismo.
La sobreproducción hizo lo que siempre hace:
colapsar el valor. El mercado del oro, antaño símbolo de riqueza y estabilidad,
se volvió volátil, frágil, casi vulgar. Lo que había sido extraordinario se
volvió común. Y lo común, una amenaza. Lo que parecía un milagro empezó a oler
a problema. A uno serio. Y mundial.
Los mercados globales entraron en pánico. Se
convocaron reuniones de emergencia: el G-7, el G-20, los BRICS. Representantes
de las principales potencias discutían sin pausa, sin hallar una solución
clara.
En la Unión Europea, las autoridades reaccionaron
rápido. Promulgaron estrictas regulaciones para poseer estas aves doradas:
permisos casi imposibles de conseguir, inspecciones constantes, prohibiciones
de cría y venta. Querían controlar un fenómeno que podía desestabilizar su
economía y alterar el equilibrio financiero. Así, en Europa, las gallinas de
huevos de oro se convirtieron en leyendas, mientras en otros rincones del mundo
proliferaban sin control.
El presidente de Estados Unidos viajó a China para
negociar directamente con su homólogo. Plantearon diversas opciones: ¿matar a
todas las gallinas para eliminar el problema? ¿O tal vez inundar el mercado con
plata para equiparar su valor al del oro y recuperar el equilibrio?
La idea de sacrificar a las gallinas doradas
horrorizaba a los conservacionistas, pero muchos economistas la veían como la
única forma de restaurar la estabilidad. Sin embargo, nadie podía ignorar que
el mundo dependía ahora de esos huevos, no solo para la economía sino para
miles de empleos y vidas.
Mientras tanto, en pequeños pueblos olvidados,
criadores aficionados seguían cuidando sus gallinas con devoción. No entendían
del todo los informes económicos, ni las alertas bursátiles, ni las declaraciones
de los ministros de finanzas. Lo suyo era otra cosa: alimentar, abrigar,
vigilar con paciencia. Para ellos, aquellas aves doradas no eran un riesgo
sistémico ni una amenaza global. Eran un milagro doméstico. Una segunda
oportunidad. Algo que, por una vez, había caído del cielo sin pedir nada a
cambio.
La tensión seguía creciendo. Las grandes potencias
exigían regulaciones unificadas. Algunos países hablaban de crear reservas
internacionales de gallinas doradas, controladas por bancos centrales. Otros
proponían destruirlas todas y declarar el oro «biológico» como material
prohibido. Hubo protestas, sabotajes, e incluso ataques a granjas protegidas
por ejércitos privados.
¿Sería este el fin de las gallinas doradas o el
inicio de un nuevo sistema económico? Nadie lo sabía. Las cumbres se
multiplicaban, los discursos se volvían más urgentes, más retóricos. El oro
seguía brillando, pero ya no como símbolo de riqueza, sino como signo de caos.
Y el mundo entero esperaba —inmóvil, expectante— a que alguien tomara una
decisión.
Mientras tanto, las gallinas seguían poniendo sus
huevos. Día tras día. Ajena al tumulto, la especie cumplía su ciclo con
terquedad ancestral. No sabían que eran el epicentro de una crisis sin
precedentes. En su simpleza animal, no sabían que simbolizaban el dilema de un
mundo que no sabía cómo vivir con lo que siempre había deseado.