miércoles, 25 de junio de 2025

Los libros que se desvanecen

Terenciano Mauro: “Cada libro tiene su destino”.


En la biblioteca del barrio, donde la luz caía oblicua sobre los estantes polvorientos, los libros tenían su propio sistema de vida y muerte. Si eran leídos, respiraban. Si nadie los tocaba en años, empezaban a desaparecer. Nadie entendía por qué. Nadie, excepto Diego.

Desde que se jubiló, Diego iba cada tarde a leer. Pero no escogía los libros que aún ardían de fama: Crimen y castigo, Madame Bovary, Moby Dick, Cumbres Borrascosas, Los hermanos Karamázov, Drácula, La isla del tesoro… Esos no necesitaban ayuda. Nadie olvida a Dostoievski, a Flaubert, a Emily Brontë, a Stevenson o a Stoker.

Pero los libros de Marie Corelli, tan leída en su tiempo, estaban a punto de desvanecerse. También La hija de Jephthah, de E. Marlitt; El cardenal, de Henryk Sienkiewicz; La mujer de blanco, de Wilkie Collins –menos citado cada año–. Obras de Hall Caine, de George Gissing, de Ouida. Títulos que un día ocuparon escaparates y discusiones de cafés, y hoy yacían dormidos, borrándose poco a poco.

Diego los leía con paciencia, como quien cuida flores marchitas. Sabía que con cada lectura les daba un poco más de tiempo. Pero también él empezaba a sentir el peso de los años. Ya no leía durante horas como al principio. A veces, se quedaba mirando una página sin avanzar. Y algunas tardes, dudaba.

–¿Y si me equivoqué? –pensaba–. ¿Y si debí haber pasado mis últimos años leyendo a los grandes, los eternos? ¿Y si esto que intento no sirve para nada?

Porque en el fondo sabía que no podía salvarlos a todos. Cada semana, encontraba un espacio vacío en los estantes, como una lápida sin nombre. Nadie recordaba qué libro había allí.

Un día, dejó caer de las manos una novela de Sarah Grand. No volvió a abrirla. Al día siguiente, el libro desapareció.

Pero esa misma tarde, una estudiante curiosa, aburrida de leer siempre lo mismo, encontró un volumen olvidado y extraño: Obras selectas, de George du Maurier. Lo abrió por azar. Leyó una frase. Luego otra. Y se la llevó a casa.

En la penumbra de la biblioteca, Diego sintió que algo se sostenía. Tal vez no todo estaba perdido.