Al amanecer del 1 de agosto, los satélites meteorológicos detectaron una anomalía imposible: un sistema nuboso perfectamente circular sobre el Estrecho, como si alguien hubiera trazado un compás gigante en el atlas. Para el mediodía, los bañistas en Torremolinos fotografiaban con sus móviles las primeras gotas –gruesas, aceitosas– que dejaban marcas oscuras en las toallas de playa. Los niños reían al ver cómo el agua dibujaba espirales en la arena, siguiendo patrones geométricos antinaturales.
Los telediarios comenzaron a emitir gráficos con terminología sospechosamente precisa: “lluvia vectorizada”, “tormentas de precisión”, “riego atmosférico controlado”. Para cuando la población comprendió el significado real de esos eufemismos técnicos, el ministro de Transformación Climática ya aparecía en todas las pantallas del país. Detrás de él, un mapa meteorológico animado mostraba cómo las isobaras sobre Andalucía se curvaban de forma antinatural, trazando lo que parecía una mueca burlona sobre el territorio. Las líneas de presión se estrechaban como dedos alrededor del cuello de la comunidad autónoma, mientras el ministro explicaba con voz serena que se trataba de fenómenos atmosféricos dentro de los parámetros esperados.
–Cuando una comunidad autónoma insiste en nadar contra corriente –dijo mientras ajustaba su corbata con gotas de lluvia bordadas–, la naturaleza misma se encarga de recordarle su lugar.
Detrás de él, un técnico manipulaba en tiempo real el porcentaje de humedad sobre Sevilla.
Para el cuarto día de diluvio artificial, los aeropuertos de Málaga y Almería colapsaron con familias británicas intentando cambiar sus vuelos. Las compañías low-cost habilitaron aviones extra –Ryanair llegó a desplegar ochenta Airbus A320 en 24 horas solo para evacuación– mientras #RainpocalypseSpain se volvía trending topic en X. Los chiringuitos de la playa, normalmente atestados de guiris bebiendo sangría, amanecieron con pilas de tumbonas apiladas como trincheras contra el agua. Las agencias de viaje reportaron 287.000 cancelaciones en 72 horas; los complejos hoteleros de Torrox y Nerja parecían pueblos fantasma, con camas sin hacer y toallas plegadas impecablemente que nadie usaría. En una Benalmáneda semiinundada, un grupo de jubilados de Manchester coreaba “God save the King” mientras esperaban el traslado al aeropuerto, sus sombreros de paja convertidos en improvisados paraguas. El alcalde de Marbella apareció en Sky News asegurando que “el sol volverá”, pero las imágenes de yates hundidos en Puerto Banús le quitaban credibilidad. Mientras, en el Parlamento Andaluz, los técnicos de turismo calculaban en tiempo real las pérdidas: 1,2 millones de euros por cada hora de lluvia.
Los agricultores de Jaén fueron los primeros en salir con tractores. Las lluvias torrenciales habían convertido los olivares en lodazales donde los árboles centenarios se pudrían desde las raíces.
–¡Están matando la tierra! –gritaba un anciano mientras arrancaba aceitunas blandas como goma.
En Almería, los plásticos de los invernaderos reventaban como globos bajo el peso del agua. Los jornaleros marroquíes recogían tomates aguados de los charcos mientras los dueños calculaban pérdidas en miles de euros por metro cuadrado.
El gobierno andaluz intentó resistir. Convocaron ruedas de prensa bajo toldos que se combaban peligrosamente bajo el peso de la lluvia negra. Mostraron gráficos de daños, hablaron de recursos al Tribunal Constitucional. Hasta que el séptimo día, un vuelo de avionetas soltó una sustancia gelatinosa sobre Sevilla. Al secarse, dejó las fachadas de los edificios históricos marcadas con símbolos químicos que solo se veían bajo luz ultravioleta.
La rendición llegó por fax: aceptaban todas las condiciones. A las dos horas, las nubes se disiparon como por arte de magia, dejando un sol pálido y cobarde.
En la tele, el presidente andaluz sonreía con rigidez mientras firmaba documentos. Detrás de él, por la ventana, se veía la Giralda. Las marcas en la piedra ya estaban siendo limpiadas por obreros con trajes amarillos de protección química.
Esa noche, en una taberna de Cádiz, un pescador viejo servía copas de manzanilla turbia.
–Esto no es lluvia –dijo señalando el líquido amarillento–. Es advertencia.
Fuera, en el muelle, las redes seguían secándose. Nadie se atrevía a probar el pescado de los últimos días.