Milena Busquets: “Escribir un libro, incluso un libro malo, es un esfuerzo titánico de concentración, de constancia y de fe en uno mismo”.
Un día llegué a Tandil y conocí a un anciano, que a falta de inteligencia se le dio por ser muy sabio. Le pregunté por los escritores una noche. Me contestó que los mejores ya están muertos, y los peores firman ejemplares.
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Mi madre nos pidió que no arruinásemos el domingo hablando de política o fútbol. Así que discutimos sobre la herencia, los errores de crianza y por qué papá saludaba con tanto entusiasmo a la vecina Marta. Terminamos en urgencias. Como siempre.
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Detenida por calentar más que el cambio climático.
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–¿Cuál es tu color favorito?
–El negro.
–¿El negro? ¿Por qué?
–Porque así, en negro, se escribe mi porvenir.
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El Gran Hermano sabía que lo mejor era ignorar a Orwell.
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COSTE ASUMIBLE
Sus asesores le dijeron que la guerra contra Irán costaría diez o doce posts críticos de Elon Musk y doscientas horas de tertulias críticas en la CNN.
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En Argüelles, tras un bombardeo, un hombre cruzó la calle envuelto en llamas. Nadie corrió a ayudarle. Algunos se alegraron: su hijo se había unido a Falange a finales del 35.
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Por principio no me gustan los hombres que me miran el escote. Hago excepciones, claro, si son guapos y ricos. A veces hasta simpáticos. El último era rico, guapo y casado. Ahora también está viudo. Qué coincidencia.
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LEXATIN
Vuelve a pedirme que lo empuje, como cada noche. Y yo lo hago. Ignorarlo sería peor; podría volverme loco. Aunque, lo admito, hay algo hipnótico en verlo caer, con esos brazos agitados como si aún pudiera evitar el final. Ya no me sobresalta el golpe; solo lo recuerdo. Cuando todo acaba, regreso al dormitorio. Laura duerme gracias al Lexatin, ajena a que su marido –su difunto marido– ha venido otra vez a reclamar su sitio. Yo, su antiguo amante, su nuevo marido, el que esperó tantos años en silencio, soy ahora el que lo lanza por la ventana para poder dormir con ella.
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La traducción de la traducción de la Odisea: un viaje más largo que el de Ulises.
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–¿Qué tal con Lorenzo?
–Genial. Me da mi espacio.
–¿Sí?
–Salió a por pan hace tres meses. No ha vuelto.
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El psicólogo le recomendó pequeños cambios en su rutina.
Al día siguiente, salió por el balcón.
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–¿Qué haces con ese marco?
–Desde los cuatro años. Mi tía dijo que estaba para enmarcarme.
–¿Y lo llevas siempre?
–No seas ridículo. Este lo estrené hace dos semanas.
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Marcos pensó en denunciar a Mateo y Lucas por plagio. Pero recordó que Q podía denunciarle a él.
Calló. Y añadió una parábola nueva.
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Me senté en la cafetería de El Corte Inglés. No llegaste. Fui al museo. Nada. Estuve en Zara. En Sfera. En Massimo Dutti.
Tú ganas. No recuerdo dónde te conocí.
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España es un país progresista con leyes medievales.
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She hated dogs. One saved her.
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LUCIÉRNAGAS
El ministro de Bienestar Animal discutió con el de Energía Sostenible: una ley protegía a las luciérnagas; otra, prohibía la luz no regulada. Ganó la oscuridad.
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EL ESPEJO DE NARCISO
Se miró en el espejo de aumento. Vio poros, vello, arrugas y una cana en la ceja. Narciso dejó de amarse.
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Se miró en el espejo de aumento. Vio poros dilatados, arrugas tempranas, vello inesperado y una cana traicionera. Narciso dejó de amarse.
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SUBJUNTIVO
Borges propuso cambiar el indicativo por el subjuntivo. Si lo hiciéramos, tal vez todo parecería posibilidad y nadie tendría que cumplir nada. Seríamos libres… o eso quisiéramos que fuere.
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El robot lloró. Lo etiquetaron “defectuoso”. Nadie supo que su falla era humana: extrañaba las manos que tan amorosamente lo ensamblaron.
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El robot lloró. La fábrica lo marcó como defectuoso y lo recicló. Nadie supo que no era una avería: solo lloraba porque extrañaba las manos cálidas que, una vez, lo atornillaron con cuidado y una pizca de cariño.
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En su obsesión por sincronizarse con las campanadas, engulló la última uva sin masticar. El forense dictaminó: “Asfixia por obstrucción traqueal secundaria a cuerpo extraño esférico no deglutido, en contexto de ritual festivo. Muerte accidental por celebración”.
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Harto de cerebros vacíos, el zombi probó influencers con crisis existenciales. Ahora tiene acidez de alma y hambre de sentido
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Hoy, el señor Teflón, se ha encontrado en la prensa una manipulación de primarias en Andalucía y la filtración del presidente de la Audiencia Nacional. Bah, el olor del napalm por la mañana.
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SÍSIFO ESCRITOR
Pasaba las noches escribiendo y las mañanas borrando. Llamaban insomnio a lo primero, bloqueo a lo segundo, pero él lo resumía en una palabra: literatura.
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Si Marx levantara la cabeza, pediría una subvención.
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EVOLUCIÓN
Era paciente. Tardó millones de años en arrastrarse fuera del mar. Otros tantos en caminar erguido. Y ahora, por fin, podía ver TikTok.
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La IA Alpha-7 tomó el poder. Vetó tertulias de radio y TV, canales políticos en YouTube, filtros de Instagram y emoticonos. Zoom: dos minutos. Memes de gatos: uno por día. X, sin hilos. En las plazas, cara a cara, la gente susurraba y planeaba cómo recuperar la libertad.
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El futuro era brillante, hasta que alguien dijo “¡Hágase la luz!”.
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La IA Alpha-7 tomó el control. Prohibió tertulias en radio y televisión, comentarios en YouTube, filtros de Instagram y emoticonos. Zoom: solo 5 minutos. Memes de gatos: uno por día. X, sin hilos largos. En plazas y callejones, la gente susurraba cara a cara, planeando en voz baja su lucha por la libertad.
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Pagamos entre los dos la comida, la escuela, la ropa, los juguetes; le consolamos los dos cuando llora, le regañamos los dos, le educamos los dos, jugamos con él los dos. Los dos sabemos que él es lo primero.
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El arte del mando requiere, en ocasiones, una retirada táctica para lograr una ventaja estratégica. A veces, tengo que darle la razón a mi marido. Así, él baja la guardia, y yo puedo ganar la próxima batalla más fácilmente.
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VALENTÍA MAL CALCULADA
Somos 300 contra 300.000 persas. Cada uno debe matar a… ¿Alguien trajo un ábaco? Tranquilos, con valor sobra. ¡Carguen! Cae el primero Bueno, 299… ¿Dónde está el maldito ábaco? ¡Persas, esperen, que esto se complica!
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Es fácil distinguir en las cafeterías a los distintos escritores. Los autores de épicas tetralogías sobre dragones y enanos piden milhojas. Los microcuentistas, en cambio, un espresso corto, intenso y rápido, que beben de un trago y a veces ni pueden pagar.
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–Te veo muy alterado. ¿Quieres una tila?
–No, no, pero… ¿puedes dejarme un bolígrafo y un papel? Necesito escribir un poco.
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–¿Qué haces?
–Pues ya ves, corrigiendo.
–¿Es que no has leído el mensaje que acaba de enviarnos el director?
–Pues no. ¿Qué dice?
–Que la señora inspectora está en el centro y que escondamos todos los bolígrafos rojos.
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Las carreteras en España están en muy mal estado, así que propongo que el combustible que utilizan coches y camiones paguen un 40 % de impuestos. Con ese dinero se podrían arreglar las carreteras.
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Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del consumismo. Nos susurra que compremos, que lo merecemos. Gastamos lo que no tenemos, acumulamos deudas que nos atan sin descanso. Insolventes del mundo, uníos y dejad de pagar hipotecas y cuotas de la tarjeta de crédito.
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Frente al espejo, un desconocido me observa, con ojos de quien ha perdido todo. Su tristeza me pesa. No quiero mirarlo, pero el cristal no miente: soy yo, huyendo de mi propio dolor.
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– Sánchez modificará el Código Ético del PSOE para expulsar del partido a los militantes que sean clientes de prostitución.
– ¿El Código Ético anterior permitía que los afiliados del partido fueran clientes de prostitución?
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–Padre Cristóbal, ¿puedo preguntarle algo sin pecar de murmurador?
–Hijo, si solo habláramos cuando no hay riesgo de pecado, este convento sería más silencioso que el desierto
–Hoy absolvieron a un político. Tenían pruebas, testigos… hasta grabaciones.
–Milagros modernos, hermano Marcos. Cristo convirtió el agua en vino; ellos convierten delitos en “errores contables”.
–¿Y no deberíamos decir algo desde el púlpito?
–Si denunciáramos todo, las homilías durarían ocho horas y el confesionario tendría turno por número.
–Pero el pueblo sufre. Votan, los engañan, y vuelven a votar.
–El pueblo aguanta mucho y olvida pronto. Vota con el estómago, a veces con el corazón… rara vez con la cabeza.
–¿Y nosotros qué hacemos?
–Lo de siempre: rezar, vivir con poco y dar ejemplo. Aunque, lo confieso, a veces uno desearía que del cielo cayera… una paloma con mala puntería.
–¿Cree que alguno se convierte?
–Sí, en asesores, conferenciantes, consejeros. Santos, pocos. Eso no se paga bien.
–Es desalentador.
–La esperanza no está en el Parlamento. Está en el Evangelio… y en la cocina, donde aún no se ha perdido la fe ni el apetito.
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–Padre Cristóbal, ¿cree que Dios ve los partidos del Barça?
–Claro que sí, hijo. Aunque a veces debe taparse los ojos por vergüenza ajena.
–Ayer pitaron un penalti por una caída que ni el viento notó.
–Milagros del Camp Nou. Algunos santos levitan… otros fingen.
–Pero siempre es lo mismo. Les favorecen, ganan, y dicen que fue por mérito propio.
–Sí, como el rico que hereda fortuna y presume de esfuerzo.
–¿Y los árbitros?
–Místicos del silbato. Ven lo invisible, oyen lo inaudito… excepto si es falta del Barça.
–¿Y la Liga?
–Un vía crucis para unos, autopista para otros.
–¿No deberían intervenir?
–¿Quién? ¿Los que aplauden desde el palco? Ellos creen en la neutralidad… mientras no toque al escudo azulgrana.
–Es desmoralizante.
–Más aún para los que aún creen en justicia deportiva. Pero recuerda: la verdad no siempre gana partidos, pero sí gana almas.
–¿Entonces qué hacemos?
–Rezar por los ciegos del VAR… y no dejar que nos roben también la alegría del juego.
–Gracias, padre.
–De nada, hijo. Pero si mañana pitan otro penalti dudoso, no te sorprendas. Algunos equipos tienen más fe en el silbato que en el rosario.
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Las religiones deberían incluir algo de sexo y menos culpa.
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Todos fuimos idiotas pretecnológicos. Algunos seguimos siéndolo.
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Escribir en su diario todo lo que le pasaba se había vuelto tan aburrido que decidió no hacer absolutamente nada. Murió de inanición, feliz por no tener novedades. Su diario fue hallado intacto y premiado por su profunda introspección minimalista.
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Escribir en su diario todo lo que le pasaba se había vuelto tan aburrido que decidió no hacer absolutamente nada. Murió de inanición, feliz por no tener novedades. Sus lectores aseguraron que jamás se habían sentido tan profundamente identificados.
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Un día llegué a Tandil y conocí a un anciano, que a falta de inteligencia se le dio por ser muy sabio. Le pregunté por la política una noche. Me dijo que la política es como un tango: muchos pasos adelante, pero al final siempre se termina volviendo atrás.
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El lobo aceptó dejarse llamar perro. Se tumbó junto al rebaño, movió la cola y aprendió a esperar. Ahora el pastor le da de comer cordero todos los días.
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La ventanita del amor se me cerró hace tiempo, con cerrojo y todo. Pero Leidy no se dio por vencida: no tocó, no esperó… Hizo un butrón. Ahora vive en mi corazón sin pagar alquiler. Y no pienso denunciarla.
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Tenía problemas de percepción. Confundía elefantes con cisnes, farolas con personas, una mueca con una sonrisa, despedidas con declaraciones de amor, una sonrisa con una mueca, un no con un ya veremos, no ver nada con verlo todo claro.
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Tenía problemas de vista. Mezclaba la perspectiva de las cosas. Confundía cisnes con elefantes, una sonrisa con una mueca, un no con un ya veremos.
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I hate that hippo calling me fat.
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That overweight hippo calling me chubby?
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Se propuso escribir diez microrrelatos por mes. El primero fue acerca de su bloqueo; el segundo, sobre su angustia. Siguieron seis epitafios irónicos. El noveno fue una nota suicida. El décimo, este, el más logrado, narraba la historia de un escritor que nunca cumplía sus metas.
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Se propuso escribir diez microrrelatos por mes. El primero fue sobre su bloqueo; el segundo, acerca de su angustia. Siguieron seis epitafios irónicos. El noveno fue una nota suicida. El décimo, el más logrado, un microrrelato sobre un escritor que nunca cumple sus objetivos.
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Se propuso escribir diez microrrelatos por mes. Escribió uno sobre su bloqueo, otro sobre su desesperación, y ocho epitafios. El décimo fue su nota suicida.
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CAOS
Cretácico, hace 73 millones de años: un dinosaurio insectívoro devora una mariposa. Hoy mismo, yo escribo esta tontería de microcuento. La mariposa murió, el dinosaurio desapareció, y aquí sigo, procrastinando mientras el mundo se desmorona en silencio.
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Es fácil distinguir en las cafeterías a los distintos tipos de escritores. Los autores de tetralogías épicas sobre dragones y enanos piden milhojas. Los microcuentistas, en cambio, piden un espresso corto, intenso y rápido, que se beben de un trago y que muchas veces no tienen dinero para pagar.
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Discuten, alteradas. ¿Quién fue más infeliz?
–¡Envenenada por una manzana! –se queja Blancanieves.
–¡Esclava de mis hermanastras! –replica Cenicienta.
Callan, mirando sus anillos. El “felices para siempre” las oprime aún más: príncipes tediosos, presumidos, insufribles.
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Entró en Nuevas Generaciones a los 18. A los 25 le hicieron una propuesta. Pasó los siguientes 25 en misión especial. Ascendió lentamente. Se convirtió en chófer del candidato. A los 52 le dijeron que había llegado el momento. Koldo estaba listo para tirar de la manta.
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Entró en Nuevas Generaciones a los 18. A los 22 le hicieron una propuesta. Pasó los siguientes 30 años en misión especial. Ascendió lentamente. Se convirtió en chófer, en factótum del candidato. Finalmente, le dijeron que era el momento.
–Ahora, Koldo, tira de la manta.
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No entendían por qué los soviéticos ejecutaban a todos los cabos. ¿Qué sentido tenía? ¿Qué peligro podía haber en un rango tan bajo? Finalmente lo comprendieron: no querían arriesgarse a que apareciera otro Hitler.
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Vivía como un escritor: camisa arrugada de escritor, café solo de escritor, sillón de Ikea de escritor, borracheras y pesadillas de escritor. Todo era de escritor. Todo, menos lo esencial. Porque llevaba años sin escribir una maldita palabra.
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A menudo, los que más se ríen son los mismos que esconden sus propias burlas.
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Cuando el verano pasó, la película de dinosaurios seguía en la cartelera.
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Tres gatos llenaron su vida de ronroneos. Cuando escaparon, compró un canario. Ahora, cada mañana, el trino llena el vacío. A veces mira la ventana, esperando ver sombras felinas que nunca regresan. El pájaro canta; ella aprende a escuchar.
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LA GRAN DIVISIÓN
El mundo se fracturó en dos bandos irreconciliables: los que admiraban la gracilidad felina y los que veneraban la lealtad canina. Los primeros alababan la elegancia silenciosa, los segundos la devoción incondicional.
Pero cuando Laika orbitó la Tierra en 1957, trazando el primer arco de luz sobre la atmósfera, la disputa encontró su epílogo definitivo. Mientras los gatos dormitaban en almohadones de seda, la perra rusa escribía con su viaje la última palabra de este debate milenario: la conquista del cosmos no se hace con ronroneos, sino con ladridos que atraviesan las estrellas.
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Todo había comenzado un día lejano en que Saturnino había decidido aprender a leer. Tenía sesenta y ocho años, manos de tierra y espalda encorvada por décadas de campo. Nunca le hizo falta leer para sembrar, para ordeñar, para vivir. Pero una tarde, al ver a su nieto pasar las páginas de un libro con los ojos llenos de asombro, sintió una punzada de curiosidad.
Aprender a leer fue como abrir una puerta secreta. Las letras, primero enemigas, se convirtieron en aliadas. Cada palabra nueva era un horizonte. Descubrió que los árboles también existían en papel, que las estrellas se podían atrapar con poesía, y que los mapas llevaban a lugares sin caminos.
El mundo no se volvió mejor. Su gallina seguía escapando, la artrosis dolía igual. Pero ahora, cuando caía la noche, Saturnino viajaba sin moverse: a las trincheras con un soldado, al mar con un capitán, al amor con un poeta.
La aldea seguía siendo la misma, pero él no. Sabía que era un lector tardío, pero también sabía que el infinito no tiene prisa.
Y cada vez que abría un libro, sentía que el universo le guiñaba un ojo.
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EL ÚLTIMO PRONÓSTICO
No hicieron caso de los avisos. Nadie lo hace, en realidad, cuando el cielo todavía es azul y el suelo no tiembla bajo los pies. Los ancianos del Consejo lo dijeron una y otra vez, en reuniones públicas, en proclamas grabadas en piedra, en cantos transmitidos por generaciones: si seguían así, el equilibrio se rompería. Pero ¿quién quiere oír hablar de equilibrio cuando hay oro que extraer, islas que conquistar y festines cada noche?
El clima se volvió loco. Llovía durante meses, luego no caía una gota en tres años. Los campos morían de sed o se ahogaban en charcos eternos. Los agricultores ofrecían sacrificios, los sacerdotes invocaban dioses dormidos, los gobernantes culpaban a los extranjeros. Nadie miraba hacia adentro. Nadie pensaba que tal vez –solo tal vez– el problema estaba en ellos.
En su ingenuidad, creyeron que era un castigo divino. Esa explicación les resultaba más cómoda. Los absolvía. Era más fácil decir que los dioses estaban enfadados que aceptar la posibilidad de haber traído el desastre con sus propias manos.
Los sabios, cada vez más aislados, hablaban en plazas vacías. Nadie quería oírlos. Era más fácil reírse de ellos, tacharlos de locos, de aguafiestas apocalípticos. Se fueron muriendo uno a uno, sin discípulos que heredaran su saber. A nadie le importaba. La fiesta debía continuar.
Hasta que llegó la gran ola.
No fue como en los mitos. No vino con aviso, ni fue enviada por Poseidón montado en un caballo de espuma. Fue rápida, brutal, definitiva. Las torres más altas desaparecieron en segundos. Los templos se deshicieron como sal. El mar, dicen los pocos que sobrevivieron unas horas más, no rugía: susurraba. Como si por fin descansara.
La gente corrió, rezó, gritó. No sirvió de nada. Las embarcaciones volaron como hojas secas. Las rutas de escape se hundieron antes de ser trazadas. Las palabras murieron con las bocas que las pronunciaban.
Y entonces hubo silencio.
Un silencio espeso, eterno, que se asentó como bruma sobre lo que había sido un imperio orgulloso.
Durante siglos, los hombres contarían historias del castigo de los dioses, del diluvio final, de la arrogancia humana, de la caída de la Atlántida.
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Cada mañana abría el archivo en blanco y lo miraba como quien se asoma a un abismo sin fondo. Un rectángulo vacío. Una nada brillante. Pero no una nada liberadora, sino densa, sofocante, como un silencio demasiado largo después de una pregunta importante. El cursor parpadeaba con una paciencia cruel, marcando el tiempo como un metrónomo de la incapacidad. Tenía miles de ideas. Miles, no en sentido figurado, sino real: más de tres mil setecientas, registradas, numeradas y agrupadas en una carpeta que había titulado, con optimismo, “ARGUMENTOS DEFINITIVOS”. Cada noche añadía alguna. Durante el desayuno, tachaba las que ya no le parecían buenas. Durante las siestas, se le ocurrían otras. Un robot que reza y termina fundando una religión propia. Una app que predice ideas y cobra extra si no quieres que te las roben. Una Tierra donde el lenguaje ha desaparecido y los emojis rigen la ley. Una revolución organizada por los insomnes. Una policía del tiempo que persigue a los que recuerdan demasiado. Las viudas que se visitan después de misa, con la naturalidad de una hermandad secreta. Cada una de esas notas contenía una promesa, un mundo. A veces abría al azar una ficha y leía el título en voz alta, esperando que le revelara su forma, su música, su tono. Pero nunca pasaba de ahí. Era como tener las llaves de todas las puertas sin saber cómo encajar ninguna en la cerradura adecuada. Las ideas lo miraban desde sus notas como mascotas abandonadas en un refugio: todas deseando ser elegidas. Pero él solo sabía acariciarlas desde fuera del cristal.
¿Primera persona o tercera? ¿Contar la historia desde dentro o espiarla desde fuera? ¿Un “yo” tembloroso, ambiguo, que se confiesa a medias? ¿O un narrador omnisciente, con autoridad, con voz de dios, aunque él no creyera ni en sí mismo? ¿Cuento breve o novela corta? ¿Setecientas palabras perfectas o quince mil que se desangren poco a poco? ¿Frases cortas como puñetazos o frases largas como espirales de incienso? ¿Palabras limpias, nítidas, como cristales tallados, o barrocas, raras, de esas que hacen que el lector se sienta culpable por no haber ido al diccionario antes? ¿Y el tono? ¿Realismo incoherente o realismo sucio? ¿Una mezcla de Borges y Philip K. Dick o un remedo de Chejov con síndrome de modernidad? ¿Y si usaba una voz que sonara a él… cómo sonaba él? Esa era, quizá, la pregunta más insoportable de todas. ¿Era su voz una voz prestada, compuesta de citas, de influencias mal digeridas, de novelas que no había terminado, de artículos leídos de madrugada? A veces pensaba que escribía como hablaba, y otras, que ni siquiera sabía hablar.