A Irene Menas
La directora del Museo Provincial de Bellas Artes nunca notó nada. Tampoco los vigilantes, ni los escasos turistas que paseaban por sus salas. Pero Clara, la conservadora jefa, llevaba meses cambiando los títulos de los cuadros.
Al principio fue por aburrimiento. Un martes lluvioso, frente al retrato anónimo de Don Miguel de Ortega, caballero calatravo, pensó: “Esto debería llamarse Hombre que espera a que ocurra algo”. Y lo cambió. Nadie dijo nada.
Luego vino el nihilismo. El paisaje costumbrista Escena de vendimia, atribuido a García Ramos, pasó a ser La inutilidad del sudor bajo el sol. El bodegón Naturaleza muerta con perdiz se convirtió en Dios ha muerto y tenemos comida para tres días.
Solo una vez estuvieron a punto de descubrirla. La directora guiaba a un grupo de becarios que trabajarían en el museo durante el verano. Les explicaba que la colección albergaba más de quinientos cuadros –en realidad eran casi setecientos, dos mil si se incluían las obras guardadas en los almacenes. La mayoría prestaba más atención a sus móviles que a las palabras de la directora del museo. Un becario, sin embargo, estaba leyendo las cartelas.
–¿Habéis visto esto? –preguntó señalando el retrato ecuestre de Fernando VII, ahora rebautizado El caballo inteligente y su mascota.
“Estos artistas y sus rarezas”, pensó la directora.
Isabel de la Torre-Mellado, exalcaldesa de Begíjar, llevaba dos años dirigiendo el museo sin haber leído ni un catálogo. Su selección para el cargo había seguido la lógica implacable de la política autonómica: cuando perdió la alcaldía, el consejero de Cultura, colega de partido, la enchufó en el Museo Provincial.
Su primera decisión como directora fue retirar de su despacho el Bodegón con sandía, de Zabaleta –obra maestra del arte giennense– para colocar en su lugar un póster enmarcado de Crepúsculo con la firma impresa de Robert Pattinson.
Clara disfrutaba especialmente con los cuadros históricos. La rendición de Bailén pasó a ser Aquí todos perdieron. El Retrato de dama con abanico se tituló Sonrisa pagada con dinero ajeno.
El anónimo Retrato de Caballero del siglo XVII pasó a llamarse Funcionario de la Consejería de Empleo esperando pacientemente su jubilación. El bodegón Naturaleza muerta con liebre, atribuida a un discípulo de Sánchez Cotán, se transformó en Compra semanal en el Covirán del Siglo de Oro.
Pero su mejor jugada fue el Paisaje de olivares contemporáneo: ahora se titulaba Subvenciones europeas en perspectiva, con un pequeño añadido en la cartela: “Esta obra participa en el Programa de Desarrollo Rural de Andalucía 2023-2027”.
El día que alguien notara algo, Clara tendría lista una sencilla explicación: “El arte no es lo que vemos, sino lo que imaginamos al verlo”. También había elaborado otra: “Estamos implementando una experiencia de deconstrucción semiótica. El título falso es el verdadero, y el verdadero era solo un borrador provisional del artista”. Pero nadie lo notó. Ni cuando el Autorretrato de Zabaleta se convirtió en Hombre que acaba de recordar que dejó el gas abierto.
Clara, embriagada por su poder clandestino, preparaba su golpe maestro: reescribir toda la colección costumbrista de la segunda mitad del siglo XIX con títulos inspirados en las canciones de Mecano.
El cuadro El baile en la alquería, de José Nogales, sería rebautizado como Mujer contra mujer... bailando jotas de Jaén. Escena de vendimia se convertiría en Maquillaje al agua, lágrimas al sol. Y su obra cumbre: el célebre Hombre acostado debajo de un olivo, de García Ramos, pasaría a llamarse Hoy no me puedo levantar.