Despertó con la boca pastosa, la casaca arrugada y un tambor batallando en sus sienes. Se incorporó en su tienda de campaña, buscó a tientas la petaca (vacía) y masculló:
–¿Dónde estamos?
Su ayudante, erguido como un mástil prusiano, respondió sin emoción:
–Señor, en Leipzig. La batalla ha concluido. Victoria.
Blücher parpadeó.
–¿Victoria? ¿Nuestra?
–Sí, excelencia. Los franceses se han batido en retirada.
Frunció el ceño. No recordaba haber dado una sola orden coherente. En realidad, no recordaba casi nada desde hacía tres días, salvo que llovía y que alguien le había traído un caballo equivocado.
El ciclo se repitió en Ligny, con menos gloria. Luego, en Wavre.
Los diarios de Berlín hablaban de su energía arrolladora, de su bravura, de su sentido táctico casi místico. Le llamaban Marschall Vorwärts, el Mariscal Adelante. Los salones lo ovacionaban. Los diplomáticos le sonreían.
En Waterloo despertó como siempre: con sed, con resaca, con un tambor en la cabeza. Salió de la tienda tambaleándose. El ayudante aguardaba.
–¿Otra vez? –gruñó Blücher.
–Sí, excelencia. Victoria. Bonaparte ha sido derrotado.
–¿Y cómo demonios hemos logrado eso?
–Usted cargó con la caballería, señor.
–¿Yo?
–Sí. Aunque algo antes… me vomitó encima.
Más tarde, en los banquetes que los vencedores celebraron en París, cuando le preguntaban, él alzaba su copa de aguardiente y decía:
–Yo solo sé… que el emperador cayó.
Y así, entre brumas alcohólicas y victorias incomprensibles, pasó a la historia.
Su nombre: Gebhard Leberecht von Blücher.
Lo aclamaban por su genio. Él solo lamentaba no recordar ni una sola carga.