domingo, 29 de junio de 2025

El extractor

A Luis J. Goróstegui


A los 42 años, Jan van Hoorne ya era leyenda entre los extractores: esos profesionales de élite que viajaban en el tiempo para recuperar objetos perdidos en la historia. No reliquias de museo, sino caprichos de millonarios con demasiado dinero y muy poco presente.
Van Hoorne no fallaba. Su firma era la precisión quirúrgica y una discreción tan absoluta que algunos clientes juraban que ni el tiempo se atrevía a contradecirle. Entre sus adquisiciones más notorias –aunque nunca oficialmente reconocidas– se contaba un cuenco de madera salpicado con la sangre aún oscura de Rasputín, solicitado por un oligarca ruso obsesionado con lo incorruptible; un mechón de pelo de María Antonieta, cortado la noche antes de su ejecución, hoy encerrado en un frasco de vidrio, el tesoro más preciado para una famosa actriz francesa con veleidades aristocráticas; el cuchillo con el que se suicidó Yukio Mishima, pedido por un magnate japonés del acero con gusto por lo teatral; la espada que, según los cronistas, atravesó el cuerpo de Hamza ibn Abdul–Muttalib, ahora en una sala privada en Dubái.
También consiguió, tras una operación que implicó tres falsificaciones simultáneas y una breve estadía en la corte mogola, el cinturón ceremonial del emperador Akbar, requerido por un millonario pakistaní que aseguraba descender en línea recta del propio monarca. Y no menos impresionante: una carta inédita de Lucrecia Borgia, donde hablaba –con sarcasmo– del arsénico como “el perfume de la política”; el mango de la pluma de Montaigne, encargado por una coleccionista canadiense de ensayistas muertos; y una copa de madera labrada donde se sirvió el vino en la última cena de Leonardo da Vinci con su taller –no la bíblica, la florentina– ahora en manos de un excéntrico banquero de Milán con pretensiones de renacimiento personal.
Nadie preguntaba cómo lo hacía. Solo cuándo lo entregaría. Porque si alguien podía torcer la historia como si fuera alambre, era Van Hoorne. Cada objeto, obtenido bajo condiciones extremas. Cada encargo, más audaz.
Su nuevo cliente era Yashir Mubeen, magnate de la neurotecnología, dueño de implantes que aceleraban la toma de decisiones humanas hasta los límites de la máquina. Yashir le ofreció 18 millones de euros por un único objeto: una nota escrita a mano por Jesús de Nazaret.
Van Hoorne no parpadeó. Sabía que si Jesús alguna vez había escrito algo, no quedaba rastro. Tal vez el viento lo había barrido, o la humedad disuelto en polvo las fibras del papiro. Pero no por eso iba a negarse. Aceptó.
El salto fue limpio. Palestina, año 30. Polvo, sol y vigilancia romana. Pasó semanas infiltrado entre comerciantes, peregrinos y pescadores. Observó con paciencia. Y un día, tras una curación, lo vio: Jesús, sentado bajo una higuera, escribiendo con un punzón sobre arcilla húmeda.
Van Hoorne se acercó. Se arrodilló con humildad ensayada.
–Señor, soy extranjero. He oído tus palabras y me han tocado el corazón. ¿Podrías escribir algo para mí? Para recordarlas.
Jesús lo miró largo rato. Le sonrió. Luego, con lentitud, trazó unas líneas sobre una pequeña tablilla de barro. Se la tendió.
–Aquí tienes.
Van Hoorne inclinó la cabeza.
–Gracias.
Lo selló antes de que secara del todo, lo encapsuló y desapareció esa misma noche, sin dejar más rastro que una huella en la historia que nadie leería.
Volvió. Sellada, encapsulada, escoltada, la tablilla llegó al despacho de Mubeen. Este la observó sin tocarla.
–¿Esto es? –preguntó.
–Eso es. La única escritura atribuible al Nazareno. Un proverbio, escrito en arameo.
–¿Qué dice?
Van Hoorne tradujo: “El que colecciona lo que no necesita, un día pedirá lo que no puede tener”.
Silencio. Mubeen frunció el ceño.
–¿Eso es todo?
–Eso es todo.
El magnate desvió la vista.
–Destrúyala.
Van Hoorne asintió. Sin embargo, no lo hizo.
Hay caprichos que no se pueden complacer. Y verdades que, incluso en tablillas milenarias, siguen escociendo.