jueves, 26 de junio de 2025

El lector de Shakespeare

A los dieciocho años leyó Romeo y Julieta. Fue una revelación. No por la historia –que ya conocía desde el colegio–, sino por las palabras. “¡Qué forma de decir las cosas!”, pensó. Se prometió entonces que un día leería todas las obras de Shakespeare.

El propósito era noble. El método, menos. Sacó de la biblioteca municipal las Obras completas traducidas por Luis Astrana Marín. Un tomo enorme, de pastas verdes, con las páginas amarillentas. Se lanzó sobre Hamlet, con asombro y esfuerzo. Lo terminó. Luego, llegaron los estudios, los amigos, las fiestas. No hubo tiempo para más.

A los veintinueve, en plena crisis de los casi treinta, lo intentó de nuevo. Sacó el mismo tomo –más gastado aún– y leyó Ricardo III. La crueldad y la ambición del jorobado le fascinaron. Pero después vinieron el trabajo, los viajes, una relación absorbente: Shakespeare volvió a quedar atrás.

Cansado de depender de bibliotecas, se regaló por su treinta y cinco cumpleaños la edición en varios volúmenes de Astrana Marín, encuadernada en piel, papel biblia. Con solemnidad abrió La tempestad. Leía por las noches. Sin embargo, la rutina, las prisas y el cansancio fueron cubriendo la historia de Próspero de polvo.

A los cuarenta, graduado en la Escuela Oficial de Idiomas, decidió atreverse con Shakespeare en versión original. En Londres, compró un volumen de las Complete Works, papel biblia, flexible. Empezó con Otelo, diccionario en mano. Tras las primeras escenas, lo cerró. Demasiado esfuerzo.

Para animarse, adquirió el libro de Harold Bloom sobre Shakespeare. Nunca pasó de las primeras páginas.

A los cincuenta y cuatro, recién divorciado, las hijas con su ex, los fines de semana largos y vacíos le ofrecieron tiempo, al fin. Se llevó las Obras completas a la playa. Bajo la sombrilla, con el rumor del mar, leyó Coriolano, El mercader de Venecia, y empezó Enrique V. Por un momento creyó que esta vez sí lo conseguiría.

De vuelta a casa, con renovado entusiasmo, compró traducciones más modernas. El proyecto seguía vivo.

Al jubilarse, se prometió leer todas las obras en orden. Empezó bien: Ricardo II, El rey Juan. Pero un ingreso inesperado en el hospital –dos meses en cama– interrumpió la empresa.

Había leído Macbeth durante un otoño gris, y Antonio y Cleopatra en un viaje a Italia que no fue como esperaba. Había hojeado Medida por medida sin encontrarle el tono, y Mucho ruido y pocas nueces le había parecido menos ligera de lo que el título prometía.

En un intento de variar, abrió Noche de reyes, pero pronto la cerró. Le resultaba ajena. Más tarde, Como gustéis le arrancó una sonrisa fugaz, una noche de insomnio.

Llegó a empezar Tito Andrónico, pero la crudeza lo desanimó. El cuento de invierno se le quedó a medias, lo mismo que Cimbelino, que guardó con un punto de remordimiento.

Alguna vez hojeó Pericles, príncipe de Tiro, pero no logró adentrarse. Los dos hidalgos de Verona y Trabajos de amor perdidos esperaban turno en la estantería. También Enrique IV, que había comprado en una edición ilustrada que nunca llegó a abrir.

Después vinieron los problemas de vista. Leer le fatigaba. Probó audiolibros, pero no le convencían: las voces, los ritmos, no eran suyos.

A los ochenta, pidió a la mujer ecuatoriana que le cuidaba:

–Lea un poco de El rey Lear.

Ella leyó, con acento suave. Al poco él dijo:

–Déjelo. No siga.

Ella pensó que la historia era demasiado triste.

Él no le explicó nada. Solo miró por la ventana, como buscando algo que ya no estaba allí.