A L. J. G.
El monstruo se sentaba cada noche junto al río y se preguntaba el sentido de su existencia. ¿Había nacido para hacer sufrir, para matar… o para algo más?
Miraba sus manos gigantescas, las garras afiladas, los enormes dientes reflejados en el agua. Le parecía absurdo existir solo para destruir, para atormentar. ¿No debía la vida tener un propósito superior?
Sin embargo, cuando llegaba la noche, y los aldeanos dormían en sus casas de madera, él sentía el mismo impulso: desgarrar, aplastar, matar.
¿Era eso su destino? ¿Un monstruo sin más?
A veces pensaba en probar otra cosa —corregirse, trabajar, amar—, pero la furia siempre le ganaba. Y después, el remordimiento lo empujaba otra vez al río, a sus reflexiones vacías.
Una madrugada, tras haber devorado a una niña que, del miedo, no había acertado a gritar, se quedó mirando las estrellas.
«Quizá deba dejar de atormentarme», pensó.
El río no paraba de susurrar.
—Sí, quizá tengas razón —dijo—. No puedo huir de lo que soy.
Y por primera vez, el monstruo no sintió culpa ni dudas. Solo se marchó, caminando hacia la niebla, con la paz terrible de haber aceptado lo que era.
Quizá eso era vivir.