martes, 15 de julio de 2025

Real Decreto

 

El rey se sentó frente a su escritorio de madera oscura, labrado siglos atrás por artesanos que trabajaron con la paciencia del viejo esplendor. Era una pieza única, tallada en caoba traída de América cuando el país aún se permitía el lujo de ser próspero. Las vetas parecían contener la memoria de un imperio, y bajo la lámpara, el brillo suave del barniz envejecido daba a la sala un aire de gravedad antigua. Con gesto contenido, el rey desplegó las hojas escritas a mano. Era tarde. La luz cálida bañaba el silencio solemne de la estancia. Releyó el discurso por tercera vez esa noche.

En los últimos años —decía la introducción—, la polarización política se ha vuelto intolerable. Las discusiones ya no son debates, sino guerras verbales que dividen a hermanos, vecinos, regiones. Los casos de corrupción se han multiplicado como los charcos tras la lluvia. Los impuestos han subido, pero los servicios al ciudadano no han mejorado. La sanidad se resiente, la educación se debilita, las pensiones se tambalean.

La inseguridad, escribió con trazo firme, ha crecido hasta instalarse en el corazón de las ciudades. Hay más robos, más violencia, más miedo.

Por eso, continuaba el texto, y por el bien del pueblo al que juré proteger, he decidido asumir de nuevo el poder soberano que mis antepasados, en un gesto de confianza, entregaron a los representantes del pueblo.

Ya no habrá más elecciones.

Los partidos políticos serán disueltos.

A partir de ahora, el rey gobernará directamente, con la ayuda de un consejo de ministros preparados, justos e incorruptibles. Su única prioridad: el bienestar del pueblo.

El rey se detuvo. Subrayó la palabra «prioridad» y la cambió por «misión sagrada». Añadió un adjetivo aquí, una pausa allá. Eliminó una frase que sonaba demasiado dura. Luego releyó todo de nuevo, en voz baja, entonando cada palabra con la cadencia que imaginaba para una transmisión solemne. Le agradó lo que oyó. El mensaje era claro, firme, necesario.

Pero no era aún el momento. O quizá seguía temiendo las consecuencias.

Doblando con cuidado las hojas, las guardó en el cajón secreto de su escritorio, aquel que solo él podía abrir con una llave minúscula que llevaba colgada al cuello. Lo cerró con un gesto mecánico, como si sellara un futuro que aún no debía ser desatado.

Lo volveré a revisar —pensó— dentro de unas semanas, o unos meses.

Cuando todo esté más claro.

Cuando el país toque fondo.

Cuando, al fin, me lo pidan.

Se levantó, cruzó la sala sin hacer ruido y salió, dejando tras de sí el eco de un país dormido, sin saber cuán cerca estaba de despertar en otro tiempo.

En otro reino.