sábado, 12 de julio de 2025

Huevos de oro

Al principio fueron solo rumores: en un valle remoto del interior de Colombia, una gallina había puesto un huevo de oro. Luego otra. Y otra más. En cuestión de días, las emisoras locales hablaban de tres, acaso cuatro granjas donde las gallinas, sin razón aparente, comenzaron a producir huevos no de cáscara, sino de metal macizo. Oro puro. Brillante. Pesado. Innegable.

Los dueños, incrédulos al principio, pasaron de la perplejidad a la euforia. No tardaron en comprender que no solo podían enriquecerse vendiendo los huevos, sino que las propias gallinas se convertían en mercancía de lujo. Se subastaban en secreto, alcanzando precios absurdos. Un solo animal podía costar más que una finca. Algunos las aseguraban como si fueran obras de arte; otros las escondían como si fueran peligrosas reliquias.

Lo que comenzó como un milagro rural colombiano pronto cruzó fronteras. En pocos meses, aparecieron casos en Perú, Bolivia, México, y más tarde en Argentina y Brasil. Granjeros desconcertados reportaban gallinas ponedoras que producían, una vez a la semana, un huevo dorado que parecía desafiar toda lógica biológica. Los mercados locales se sacudieron. El oro fluía desde las granjas, y la noticia se volvió imposible de contener.

Los medios internacionales se volcaron sobre el fenómeno. Luego fue Italia. Turquía. Corea del Sur. Se hablaba de una «mutación milagrosa», de una «intervención sobrenatural», de una «anomalía productiva». En algunos países, los gobiernos intervinieron de inmediato. En otros, el tráfico ilegal de gallinas doradas generó mafias nuevas y rutas clandestinas. Graneros olvidados se transformaron en centros de producción fortificada. Agricultores anónimos se convirtieron en magnates de la noche a la mañana. Las redes sociales se llenaron de teorías: «modificación genética», «castigo divino», «conspiración industrial».

Durante un breve instante, el mundo pareció maravillado. Cada huevo era una promesa: de fortuna, de poder, de resurrección económica. Pero la fascinación no tardó en convertirse en inquietud. A medida que las gallinas doradas se multiplicaban —de forma natural o por cría clandestina—, la abundancia comenzó a pesar más que el oro mismo.

La sobreproducción hizo lo que siempre hace: colapsar el valor. El mercado del oro, antaño símbolo de riqueza y estabilidad, se volvió volátil, frágil, casi vulgar. Lo que había sido extraordinario se volvió común. Y lo común, una amenaza. Lo que parecía un milagro empezó a oler a problema. A uno serio. Y mundial.

Los mercados globales entraron en pánico. Se convocaron reuniones de emergencia: el G-7, el G-20, los BRICS. Representantes de las principales potencias discutían sin pausa, sin hallar una solución clara.

En la Unión Europea, las autoridades reaccionaron rápido. Promulgaron estrictas regulaciones para poseer estas aves doradas: permisos casi imposibles de conseguir, inspecciones constantes, prohibiciones de cría y venta. Querían controlar un fenómeno que podía desestabilizar su economía y alterar el equilibrio financiero. Así, en Europa, las gallinas de huevos de oro se convirtieron en leyendas, mientras en otros rincones del mundo proliferaban sin control.

El presidente de Estados Unidos viajó a China para negociar directamente con su homólogo. Plantearon diversas opciones: ¿matar a todas las gallinas para eliminar el problema? ¿O tal vez inundar el mercado con plata para equiparar su valor al del oro y recuperar el equilibrio?

La idea de sacrificar a las gallinas doradas horrorizaba a los conservacionistas, pero muchos economistas la veían como la única forma de restaurar la estabilidad. Sin embargo, nadie podía ignorar que el mundo dependía ahora de esos huevos, no solo para la economía sino para miles de empleos y vidas.

Mientras tanto, en pequeños pueblos olvidados, criadores aficionados seguían cuidando sus gallinas con devoción. No entendían del todo los informes económicos, ni las alertas bursátiles, ni las declaraciones de los ministros de finanzas. Lo suyo era otra cosa: alimentar, abrigar, vigilar con paciencia. Para ellos, aquellas aves doradas no eran un riesgo sistémico ni una amenaza global. Eran un milagro doméstico. Una segunda oportunidad. Algo que, por una vez, había caído del cielo sin pedir nada a cambio.

La tensión seguía creciendo. Las grandes potencias exigían regulaciones unificadas. Algunos países hablaban de crear reservas internacionales de gallinas doradas, controladas por bancos centrales. Otros proponían destruirlas todas y declarar el oro «biológico» como material prohibido. Hubo protestas, sabotajes, e incluso ataques a granjas protegidas por ejércitos privados.

¿Sería este el fin de las gallinas doradas o el inicio de un nuevo sistema económico? Nadie lo sabía. Las cumbres se multiplicaban, los discursos se volvían más urgentes, más retóricos. El oro seguía brillando, pero ya no como símbolo de riqueza, sino como signo de caos. Y el mundo entero esperaba —inmóvil, expectante— a que alguien tomara una decisión.

Mientras tanto, las gallinas seguían poniendo sus huevos. Día tras día. Ajena al tumulto, la especie cumplía su ciclo con terquedad ancestral. No sabían que eran el epicentro de una crisis sin precedentes. En su simpleza animal, no sabían que simbolizaban el dilema de un mundo que no sabía cómo vivir con lo que siempre había deseado.