No se despertó. Fue más bien un retorno lento, como si irrumpiera de un fango viscoso —lo cual, irónicamente, acabaría siendo literal. Abrió los ojos. Sintió la piel tirante, la boca abierta en exceso, el cuerpo pesado.
Se incorporó con esfuerzo. Las patas se negaban a obedecer como antes. Un grupo de aves lo observaba desde una rama torcida. No huyeron. Lo aceptaban como parte de ese mundo de pesadez y silencio. Uno graznó, con cierta burla.
Intentó gritar. Emitió un sonido burbujeante, una mezcla entre tos y bostezo. Repugnante. Inútil. No tenía lenguaje. Ya no.
Lo supo antes de saberlo. Lo temió. La torpeza del movimiento se lo confirmó. Caminó con dificultad hacia lo que parecía el borde de una charca. El agua le devolvió su nuevo rostro. Ojos separados como si no quisiera verse entre sí. Una mueca inexpresiva.
Un hipopótamo.
No podía ser.
Pero era.
Mungu había prometido vengarse y bien que lo había hecho.
«Si al menos fuera un elefante», pensó. Los elefantes tenían grandeza. Los rinocerontes, incluso, habían alcanzado un prestigio brutal. Pero un hipopótamo... Ni en las fábulas que le contaba su abuela encontraban redención. Era una criatura ridícula, como creada para el escarnio.
Se arrojó al agua. Allí se sintió extrañamente ligero, aliviado.
Pasó un tiempo —imposible decir cuánto— antes de que comprendiera lo esencial: nadie lo devolvería. Era un castigo, no una lección. Ya no había nada que pudiera hacer. Así que se acabó acostumbrado al agua tibia y al sol que machacaba la superficie. Aprendió a no pensar. A hundirse. A respirar por la nariz con parsimonia. A seguir flotando cuando todo parecía hundirse.
Pero a veces, en las noches sin viento, se le escapaba un pensamiento.
«¿Se acordarán en el poblado de mí? ¿Me echará de menos Penda?»
Entonces agitaba las orejas, se revolcaba en el barro, como si el cuerpo pudiera responder con orgullo donde ya no quedaban palabras.
Al amanecer, era un hipopótamo más. Solo un animal vivo.
Y eso —aunque no lo admitiera— empezaba a parecer suficiente.