Zulcar (del árabe andalusí zūl-qār, «lo que acecha en lo oscuro») es el nombre que le dieron los moros durante su dominio de estas tierras. También se le conoce como negral (por la oscuridad que arrastra), lóbrego (por las tinieblas que lo envuelven) y zagalbán (término que los pastores usan para designar lo que no debe nombrarse).
Cuando la luna se esconde tras las cumbres de Mágina, el zulcar desciende hacia los pueblos del valle. Criatura invisible al ojo humano, su presencia se manifiesta por signos inequívocos: los perros ladran hasta enronquecer, los niños lloran como si conocieran un secreto ancestral, y los ancianos murmuran plegarias olvidadas.
Sus huellas no son de pezuña ni garra, sino de sombra: marcas más densas que la propia noche, como si cada paso arrastrara jirones de abismo. Estas «sombras de la discordia» absorben hasta la última gota de luz, permaneciendo grabadas en el suelo durante días.
El zulcar no devora carne ni sangre: se nutre de la serenidad humana. Allí donde pasa, la tranquilidad se desvanece como rocío al amanecer. Los habitantes pierden la compostura por nimiedades: madres que gritan a sus hijos, hermanos que se enzarzan en peleas brutales, vecinos que se insultan por el color de una puerta.
Esta ponzoña espiritual perdura semanas. En Albanchez de Úbeda, dos hermanos se degollaron por una herencia que apenas valía un burro cojo. En Huelma, el maestro acuchilló a un alumno por borrar la pizarra antes de tiempo. En Bélmez de la Moraleda, las madres encerraron a sus propios hijos por temor al envenenamiento. En Jódar, los vecinos arrasaron la plaza a golpes, dejando más muertos que cien años de guerras.
Antaño se creía que el repique de campanas ahuyentaba al zulcar. Esta fe se quebró tras los sucesos de Bedmar: don Eusebio, el sacristán, repicó toda la noche hasta que sus manos sangraron. Al amanecer, tres ancianos yacían muertos en sus lechos, el horror grabado en sus rostros como epitafio final.
Desde entonces, cuando la luna se oculta y los perros comienzan su lamento, las campanas de Sierra Mágina permanecen mudas. El zulcar continúa su obra silenciosa, sembrando discordia pueblo tras pueblo, condenando comunidades enteras a devorarse desde dentro.