Escribo estas líneas con manos temblorosas, a la luz vacilante de una antorcha de copal que los sacerdotes han permitido que conserve en mi celda. Mañana, cuando Tonatiuh emerja del inframundo para comenzar un nuevo día, mi corazón será arrancado de mi pecho y ofrendado al Quinto Sol. Es justo, supongo. Después de todo, yo fui quien destruyó todos los otros soles posibles.
Debo contar mi historia antes de que el obsidiana ceremonial corte mi garganta y mi sangre alimente a los dioses que nunca quise que existieran.
Fui un viajero del tiempo, aunque ahora esas palabras suenan absurdas en un mundo donde el tiempo es circular, donde todo retorna como las estaciones y los eclipses. Venía de un futuro —¿o era un pasado?— donde la ciencia había domado al tiempo como nosotros una vez domamos el fuego. Mi objetivo era imposible y, ahora lo veo, profundamente arrogante: viajar al amanecer de la humanidad y evitar que la agricultura surgiera. Creía, con la certeza ciega del fanático, que si lograba arrancar esa semilla maldita de la historia, evitaría guerras, hambrunas y el ascenso de civilizaciones que jamás me interesaron.
¿Cómo pude ser tan necio?
La agricultura, me repetía a mí mismo mientras manipulaba el flujo temporal, había sido el veneno que corrompió la inocencia de nuestra especie. Antes de que los primeros granos de trigo fueran plantados intencionalmente, éramos nómadas libres. Seguíamos las manadas, vivíamos de la generosidad de la tierra sin exigirle más de lo que podía dar. No conocíamos la propiedad privada, las fronteras, los reyes. No había ricos ni pobres porque no había acumulación, no había excedente que dividir desigualmente.
Pero llegó la agricultura, y con ella la maldición del sedentarismo. Los hombres se encadenaron voluntariamente a parcelas de tierra, crearon graneros que requerían protección, desarrollaron jerarquías para administrar lo acumulado. Las cosechas malas traían hambrunas que diezmaban poblaciones enteras. Las buenas creaban excedentes que tentaba a otros grupos a la guerra y el saqueo. Los campos necesitaban esclavos para trabajarlos, soldados para defenderlos, sacerdotes para bendecirlos.
Yo creía que eliminando la agricultura liberaría a la humanidad de este ciclo infernal. Que sin ella, permaneceríamos en el Edén dorado de la recolección y la caza. Imaginaba un mundo donde jamás se alzarían ciudades, ni reyes, ni imperios, donde no habría templos que exigieran sangre ni máquinas que multiplicaran la violencia. Incluso el viaje en el tiempo —ese artificio último de la soberbia humana— desaparecería con todos los demás frutos del progreso. Si la semilla nunca era plantada, el árbol entero de la civilización no podría crecer. Eso pensaba y tal vez hubiera sido mejor quedarme allá, en ese vacío sin futuro, en vez de regresar para contemplar lo que en verdad desaté.
En realidad no estaba solo. Éramos un grupo, una hermandad de fanáticos convencidos de que podíamos extirpar de raíz el mal de la civilización antes de que germinara. Cada uno llevaba la carga de un destino específico: algunos partieron hacia el Creciente Fértil, para arrancar del suelo los primeros granos de cereal silvestre que habrían de volverse domésticos; otros viajaron a las montañas de Zagros, donde debían impedir que la ganadería naciera; otro más fue enviado al valle del río Amarillo, para sofocar el despertar del mijo; otro descendió a los Andes con la misión de extinguir la papa antes de que echara raíces en la historia.
Yo cumplí con mi parte, al igual que mis compañeros en Asia y Europa. Pero hubo uno que fracasó. El que debía encargarse de Mesoamérica. No sé si murió, si se perdió en el laberinto del tiempo, o si simplemente dudó en el instante decisivo. Su error —o su inepcia— abrió el sendero que ahora me trajo hasta aquí.
Trabajé durante meses, tal vez años —el tiempo pierde significado cuando uno lo manipula. Mi misión me llevó a las tierras que en otro futuro serían llamadas Anatolia, donde los primeros aldeanos del Neolítico habrían de domesticar el trigo y las cabras. Allí saboteé cada grano de cereal silvestre que encontré, envenené los suelos donde debían nacer las primeras cosechas. Destruí las primitivas hoces de pedernal, quebré los morteros de piedra, diezmé los rebaños de cabras y ovejas que habrían sido los primeros animales domésticos. Cada acto parecía diminuto, apenas una chispa en la oscuridad, pero confiaba en que sus consecuencias se amplificarían a través de milenios como ondas en un estanque cósmico.
Cuando regresé a mi época, esperaba encontrarme de nuevo con mis compañeros de cruzada temporal, celebrar juntos el triunfo de nuestra empresa. Imaginaba un mundo de cazadores-recolectores viviendo en armonía con la naturaleza: praderas infinitas salpicadas de campamentos temporales, tribus nómadas siguiendo los antiguos senderos de las migraciones animales. Un planeta sin ciudades, sin fronteras, sin reyes, sin templos que exigieran sangre humana como tributo a dioses inventados.
Pero el mundo que encontré me golpeó como un macuahuitl en el cráneo.
Todo el planeta Tierra yacía postrado bajo el dominio absoluto del Imperio mexica. Sus fronteras se extendían desde los témpanos de hielo del norte hasta las selvas del sur, desde las costas orientales hasta las occidentales. Europa, Asia, África: todo era territorio azteca ahora. Donde una vez se alzaron las catedrales góticas, ahora se elevaban teocallis de piedra negra cuyas cúspides perforaban las nubes. Los Alpes estaban coronados por observatorios astronómicos donde sacerdotes-matemáticos calculaban los movimientos de Venus con una precisión que desafiaba toda lógica.
En lo que debería haber sido Londres vi templos dedicados a Tláloc, el dios de la lluvia, sus fachadas decoradas con máscaras de jade que lloraban lágrimas de oro líquido. Donde debería haber estado París, encontré Tonatiuhcan, la Ciudad del Sol, con avenidas tan anchas que podrían marchar mil guerreros jaguar lado a lado.
Los océanos habían sido surcados por flotas de canoas gigantescas, cada una tallada de un solo árbol sagrado y decorada con serpientes emplumadas que parecían ondular con vida propia. Las proas estaban adornadas con cabezas de quetzal mecánico cuyos ojos de obsidiana reflejaban el conocimiento de rutas marítimas que conectaban todos los continentes en una red de comercio y conquista.
Mi sabotaje de la agricultura en el Viejo Mundo había tenido exactamente el efecto contrario al que buscaba. Mientras yo destruía las semillas en Mesopotamia y el valle del Indo, en el lago Texcoco la agricultura florecía de manera independiente y extraordinaria. Los mexicas perfeccionaron las chinampas —esos jardines flotantes que transformaron los lagos salados en paraísos de productividad— hasta crear un sistema tan eficiente que liberó a la mayoría de la población para dedicarse a la guerra, el arte y la contemplación de los misterios cósmicos.
Sin competencia de otras civilizaciones agrícolas, los aztecas crecieron sin obstáculos. Sus pochtecas —comerciantes-guerreros-espías— cruzaron océanos llevando no solo jade y cacao, sino la semilla de la conquista espiritual. Cuando finalmente arribaron a las costas de lo que yo conocía como España, no encontraron imperios rivales sino tribus dispersas de cazadores-recolectores que, debilitados por mi sabotaje de su agricultura incipiente, fueron fácilmente sometidos.
El mundo que había creado sin querer me aterrizó. La ciencia, tal como yo la conocía, había desaparecido por completo. En su lugar, una cosmovisión completamente mística regía cada aspecto del progreso humano. Los observatorios aztecas no solo predecían eclipses: canalizaban energías cósmicas a través de rituales que yo no podía comprender ni aceptar.
Máquinas imposibles, decoradas con mosaicos de jade y turquesa, funcionaban mediante principios que fusionaban la ingeniería con la teología. Los sacerdotes-ingenieros habían desarrollado una tecnología que operaba en sincronía perfecta con los ciclos de Venus, las fases lunares y las conjunciones planetarias. Las pirámides no eran solo templos: eran generadores de una energía que fluía a través de líneas invisibles, conectando cada rincón del imperio en una red de poder que pulsaba al ritmo del corazón de Huitzilopochtli.
En las calles de Tonatiuhcan vi guerreros jaguar patrullando entre mercados donde se vendían plumas de colores que no tenían nombre y cacao más valioso que cualquier metal precioso. Los edificios eran una fusión imposible de arquitectura y escultura: cada muro contaba historias de dioses, cada columna era un árbol cósmico que sostenía el cielo.
Intenté hablar con un tlamatini, uno de esos sabios-sacerdotes cuyo conocimiento abarcaba desde la medicina hasta la astronomía. Su pecho estaba adornado con un pectoral de turquesa que parecía contener nebulosas en miniatura. Pero mi castellano, mi inglés, incluso mi latín sonaron como gruñidos animales ante oídos acostumbrados a la música del náhuatl clásico, que se había convertido en el idioma de toda la humanidad.
Me miró con esa mezcla de curiosidad y desprecio que se reserva para los especímenes aberrantes. Sus ojos, pintados con líneas que imitaban las marcas faciales de Tezcatlipoca, parecían ver a través de mí, reconociendo la anomalía temporal que yo representaba. Señaló hacia mí con un dedo adornado con un anillo de obsidiana y pronunció lo que sonó como una sentencia divina.
Los guerreros que me rodearon llevaban armaduras que combinaban placas de metal con mosaicos de plumas iridiscentes. Sus rostros estaban ocultos tras máscaras de los dioses: Tláloc con sus colmillos curvos, Xochiquetzal con su sonrisa de serpiente emplumada, Mictlantecuhtli con cuencas vacías que absorbían la luz como agujeros negros.
Ahora estoy aquí, en una celda del Templo Mayor, esperando el amanecer que será mi último amanecer. A través de los barrotes puedo ver la ciudad extenderse hasta el horizonte, sus luces como estrellas caídas sobre la tierra. El aire nocturno trae el sonido de los teponaztle marcando las horas sagradas, el aroma del copal quemándose en mil altares, los cánticos de sacerdotes que preparan el ritual que alimentará al sol con mi sangre.
Comprendo ahora, con una claridad que me parte el alma, que mi misión fue un acto de suprema arrogancia cósmica. No liberé a la humanidad de las cadenas de la civilización: simplemente cambié unos grilletes por otros. Quise ser el salvador de la especie humana y me convertí en su verdugo involuntario.
El mundo que conocía, mi historia, mi propia existencia, se desvanecen como humo de copal ante el altar de dioses que ayudé a crear sin saberlo. Todo lo que amaba ha sido borrado: la música de Bach nunca fue compuesta, el Quijote nunca fue escrito, las ecuaciones de Einstein nunca fueron formuladas. En su lugar, solo queda este imperio de obsidiana y oro, de sangre y plumas, donde la ciencia ha sido reemplazada por la magia y la razón por la fe en dioses sedientos de sacrificios.
Los pasos se acercan por el corredor. Los sacerdotes vienen por mí. Puedo oler el incienso que ya se quema en el altar donde moriré, puedo oír los cánticos que acompañarán mi corazón en su viaje al sol.
Tal vez sea apropiado que termine así. Después de todo, fui yo quien alimentó con mi ignorancia a Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, señor de los cambios y las transformaciones imprevistas. El tiempo, como una serpiente que se devora su propia cola, ha completado su ciclo, y yo no soy sino una nota discordante en la sinfonía cósmica que ayudé, sin saberlo, a componer.
En unos minutos, cuando la primera luz del alba toque la pirámide, mi corazón aún palpitante será levantado hacia Tonatiuh para asegurar que el sol continúe su viaje eterno. Es justo. Mi corazón alimentará al dios que mi arrogancia ayudó a entronizar.
Oigo a los guerreros acercarse. Dejo la pluma. Escribí esto para que alguien, en otro tiempo, lo lea. Esconderé estas páginas entre las piedras de mi celda. Quizá otro viajero, o algún curioso del futuro, las encuentre. Un consejo: nunca intentes corregir el pasado. El tiempo siempre cobra su precio.
El Quinto Sol se alza. Mi historia termina. La de ellos continúa para siempre.
Relato publicado en El Narratorio (Año 10, Nº 115)