martes, 2 de septiembre de 2025

Del recelo que tuvo Burebista del dictador romano y de cómo, sin mover ejército, lo venció con oro sonante

Sucedió que a Burebista, rey de los dacios, le llegaron rumores de que Julio César, dictador de Roma y azote de los galos, deseaba invadir sus dominios. ¿Y cuál era el motivo de tan alta querella? Ninguno, salvo la costumbre romana de desear lo ajeno como si fuese propio.

El prudente Burebista envió mensajeros con palabras de paz. César, cuya máscara marmórea y altiva no ocultaba sino una ambición de tamaño descomunal, los despidió con promesas que valían menos que una moneda de cobre limosneada a un mendigo.

Entonces el dacio, viendo que contra Roma el hierro poco podía, apeló al remedio universal: el oro. Y así, con generosas dádivas, fue captando a Casca, a Trebonio y aun al muy escrupuloso Casio, quien acabó por convencerse de que la libertad de Roma requería, además de discursos, ciertos incentivos.

Al principio eran apenas un puñado de sombras murmurantes; poco a poco, el círculo de los conjurados fue creciendo como una marea destinada a estrellarse contra el poder. Y cuando llegó el idus de marzo, en el Senado resonaron los aceros.

De este modo, sin mover lanzas ni catapultas, el rey de los dacios puso en marcha la más célebre conjura. Lo que le ocurrió a César lo saben los libros. Lo que no suelen decir es que, en los Cárpatos, Burebista sonrió.