jueves, 21 de agosto de 2025

Papelera

Charles Kiefer: «Un cuento corto debe pensarse largamente, pero escribirse rápidamente».

—Maestro Yamamoto, ¿por qué los sabios parecen tan cansados? —preguntó Hiroshi.
—Cada respuesta trae preguntas nuevas.
—¿Es eso malo, sensei?
—Otra pregunta —sonrió Yamamoto—. La ignorancia florece.
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El presidente Trump negoció con los alienígenas: «Os damos la mitad del planeta a cambio de que respetéis nuestros campos de golf». Confundidos, aunque satisfechos, los extraterrestres aceptaron. La humanidad, furiosa, lamentó que el trato no incluyera sus casas ni sus vidas.
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Un pueblo entero ensayó durante semanas para un desfile impecable. Llegó el día y marcharon orgullosos. La coreografía fue exacta. Solo al terminar comprendieron que habían olvidado la razón de aquella celebración.
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El calor extremo forzó mutaciones humanas. Orejas grandes disipaban el calor, piel reflectante bloqueaba el sol, orina concentrada ahorraba agua. La humanidad, transformada, resistió el desierto abrasador, adaptándose al nuevo mundo con cuerpos esculpidos por el sol implacable.
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En Arcos, 3.687 vecinos desafían la gravedad construyendo sobre un risco. Sus calles son tan estrechas que dos burros no pueden cruzarse. El viajero camina de lado y reza para que nadie baje mientras él sube.
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Linares alberga 1.102 vecinos que dicen trabajar en las minas, aunque parecen excavar más en la vida de los demás. Cuando el viajero llega, lo acribillan a preguntas. De todas, únicamente respondería con gusto la de cuándo se marcha.
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Los ogros de Vinterskog han refinado su crueldad ancestral. Antaño despellejaban a los caminantes con brutal premura; mas ahora, con siniestra astucia, les franquean el paso hacia las arboledas de Valdris, donde los elfos tejen tormentos peores que la muerte.
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Golpeada por un rayo, logró sobrevivir. Pero en su espalda quedó una cicatriz enigmática: un mapa que trazaba lugares imposibles, montañas, ríos y océanos sin nombre. Nadie supo qué era, pues no era un mapa de este mundo, sino del siguiente.
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Las sirenas cantan lo que deseas. Por eso dejé de navegar: no soporto oír mi propia soledad convertida en melodía.
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Las Escuelas, con 76 vecinos, es un pueblo pequeño que aparenta ser aún más pequeño. Aquí el silencio es tan denso que se oye caer una hoja al suelo, lo que se comentará durante semanas.
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Irrumpieron en la penumbra tabernaria un hada temblorosa, un gigante encorvado y un gnomo de ojos curiosos; mas la concurrencia, cuya mirada estaba anclada en una pantalla donde ardían los montes y la cordura, los ignoró con una indignación más abrasadora que cualquier magia.
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El portavoz del Kremlin carraspeó: «No somos expansionistas. Nos conformamos con Donetsk, Lugansk, Jersón, Zaporiyia y Crimea. También esperamos ser reconocidos como socio comercial preferente. Como ven, nuestras demandas son modestas».
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Los elfos de Valdris poseen el don de la palabra dulce como la miel. Sus voces tejen durante horas tapices de mundos imposibles, de bellezas que jamás fueron. Mas cuando el último verso se desvanece, la realidad emerge cruda: no hay más que piedra, sombra y el eco de tu soledad.
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Villanueva, con 678 vecinos, recibe al forastero con sonrisas y platos rebosantes. Tan atentos son que acompañan al viajero hasta la cama y allí le recuerdan que la hospitalidad, en exceso, se parece mucho al cautiverio.
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Nunca confíes en los elfos de Valdris. Si aseguran que un sendero es corto, prepárate para caminar hasta el amanecer. Si dicen que el camino es seguro, ten lista la espada. Y si aconsejan beber agua de esa fuente, mejor pasa sed.
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Ingredientes:
– 200 g de paciencia.
– Una pizca de sinceridad (sin grumos).
– Tres cucharadas de deseo.
– Medio litro de silencio compartido.
Preparación:
Mézclese todo en una olla de tiempo. Cocínese sin prisa. Servir caliente. 
Nota: si se quema, ni los mejores chefs recomiendan reintentar.
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KRZYSZTOF.— Hay que acabar con Tomasz. Es el más débil.
MAREK.— Creo que el más fuerte tiene mayor peligro.
WOJCIECH.— Hummm, no. Quizá deberíamos liquidar al más listo.
MAREK.— Quizá tengáis razón: acabemos con el más débil.
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Begoña, mujer del presidente, atrapada en un lío de corrupción. Unos claman inocencia; otros, que la justicia no se duerma.
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Los incendios devoran Zamora, Orense, Cáceres y León. El Gobierno culpa al cambio climático, pero no envía más efectivos. 
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En Martos, donde residen 1.894 vecinos, todo huele a aceite. Los habitantes hablan poco, pero cada palabra está prensada con cuidado, como sus aceitunas. El viajero se pregunta si el silencio también se cosecha en sus campos.
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Juana, malagueña, casada con Francesco, italiano, acusado de maltrato, se niega a devolver al hijo. Francesco contempla la situación con calma. La justicia observa, toma notas y piensa que la obediencia será opcional, al menos hoy.
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El país arde. Los bosques y los campos se transforman en llamaradas que devoran todo a su paso. El humo sube al cielo y el aire se vuelve irrespirable. Las personas luchan, corren, lloran, pero los que gobiernan desde la cima permanecen impasibles. La justicia no llega.
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PARTE METEOROLÓGICO
Cielo limpio, sin nubes. La ola de calor —esa pasión ardiente, intensa y fugaz— se va. Temperatura suave, perfecta para un amor profundo que crecerá firme, desafiando vientos y tormentas. Pronóstico: días radiantes y noches de promesas eternas.
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La O del cartel de neón palpitaba como un ojo extraño. Clara descubrió que no era un fallo eléctrico: era un portal. Al otro lado descubrió un mundo gobernado por esferas: las palabras rodaban como canicas por plazas circulares, las letras giraban hasta marear. Fascinada, intentó dar la vuelta, pero sus pasos ya no obedecían. Había perdido la memoria de la recta, el equilibrio de la línea. En adelante, todo sería curva, espiral, órbita. El regreso era imposible: solo le quedaba aprender a hablar, y a vivir, en círculos.
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—Bien, ¿qué soy? 
—Escritor. 
—Y no un escritor cualquiera, sino un articulista y un novelista de éxito, la conciencia del país. Por eso, predico con palabras, no con hechos. 
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EL FUTURO QUE NO FUE
Tenía un objetivo imposible: viajar al pasado y evitar que la agricultura surgiera. Creía que, si lo lograba, evitaría guerras, hambrunas y el ascenso de civilizaciones que jamás le interesaron.
Se internó en los campos primitivos, saboteó semillas, destruyó herramientas rudimentarias. Cada acción parecía mínima, pero sabía que podía cambiar el curso de la historia. Cuando finalmente regresó al futuro, esperaba un mundo vacío, desorganizado, quizá primitivo.
Pero el mundo que encontró era otro. Los aztecas habían dominado todo: América, Europa, África. Sus templos se elevaban sobre ciudades tecnológicas, sus guerreros patrullaban océanos y desiertos. La humanidad había adoptado una cultura completamente diferente, centrada en los conocimientos y rituales de una civilización que jamás pensó que sobreviviría.
Miró alrededor, estupefacto. Su intervención había tenido un efecto inesperado: al sabotear la agricultura en el Viejo Mundo, el Nuevo Mundo había florecido. Los aztecas, cuya agricultura nació de forma independiente, perfeccionaron técnicas que los impulsaron a la supremacía. Sus observatorios descifraban las estrellas, sus máquinas rituales canalizaban energías desconocidas. La ciencia, tal como la conocía, no existía; en su lugar, una cosmovisión mística regía el progreso.
Intentó hablar con un sacerdote local, pero su idioma era arcaico, inútil. Lo miraron con desprecio, como a un bárbaro de un tiempo olvidado. Comprendió, tarde, que su misión no había liberado a la humanidad, sino que la había atado a un destino que él nunca entendió. Su mundo, su historia, su vida se desvanecieron en el altar de un dios jaguar.
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Le pesaba el desdén de ser relegada a la custodia del alcázar mientras los varones partían hacia la gloria bélica.
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Cada dos siglos, los fénix abrazan las llamas purificadoras y emergen renovados de su propio holocausto. Mas no son aves como reza el mito ancestral, sino seres de forma humana: tiranos que incendian civilizaciones enteras antes de yacer en el lecho ardiente de su metamorfosis.
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Quise una aventura breve y acabé con un matrimonio eterno: yo y un desconocido convertidos en fantasmas. No conozco su nombre, pero siento su cercanía más viva que la de mi marido, que colecciona amores jóvenes mientras yo habito esta eternidad.
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La última concesión del Gobierno fue brillante: prohibido hablar en castellano. ¡Qué alivio! Al fin nos librábamos de siglos de confusión lingüística. Dos meses de plazo para aprender catalán; suficiente, dijeron, para volvernos casi nativos.
Los nombres se ajustaron enseguida. Yo, que era Antonio, desperté de la noche a la mañana convertido en Antoni. Un milagro administrativo: ni bautismo ni padrinos, solo un decreto. Mi hermana Carmen ya es Carme, y mi primo Manolo ahora firma como Manel, con un aire tan digno que hasta parece otra persona.
El pueblo también mejoró. Torre del Obispo, tan vulgar, tan eclesiástico, se transformó en Torre del Bisbe. El cartel nuevo brillaba tanto que los turistas se paraban a fotografiarlo. No se sabe si por la novedad del nombre o porque todavía olía a pintura fresca.
Los libros fueron la parte más divertida. Nos obligaron a tirarlos, sí, pero yo aprendí que una novela cabe perfectamente dentro del tambor de la lavadora. Mi vecina escondió a Cervantes en una caja de galletas. Y en la panadería, detrás de las barras de pan, circula en secreto un recetario en castellano, como si fuera oro en polvo.
En casa, las comidas son un espectáculo. Mi padre, que nunca pudo con los idiomas, ahora mezcla catalán y castellano con tal soltura que ha inventado una lengua nueva, incomprensible para todos menos para él. Mi madre no habla: sonríe como si la hubieran doblado al catalán en versión original.
En la plaza mayor, el entusiasmo es general. Algunos recitan poemas en catalán recién aprendidos, aunque los pronuncien como si se atragantaran con las vocales. Aplaudimos igual. ¿Quién va a arriesgarse a parecer tibio?
Escribo esto a escondidas, claro, en la lengua prohibida. Quizás mañana me obliguen a firmar también mis pensamientos en catalán. Entretanto, sigo obediente: soy Antoni, vivo en Torre del Bisbe y me esfuerzo en ser feliz. Lo único que echo de menos es mi vida anterior, pero, como está prohibida, ya casi no la recuerdo.
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En Jimena viven 1.268 vecinos y todas parecen saber quién eres antes de que llegues. Te cuentan secretos de vecinos que no has conocido, algunos inventados, otros demasiado verdaderos para querer escucharlos.
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En Valdris, las sonrisas élficas eran puertas. Quien las cruzaba perdía el camino de regreso a sí mismo.
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Cada sombra que pintaba cobraba vida. Al principio se movían suavemente, danzando al compás del pincel. Después comenzaron a imitar sus gestos, sus pasos, su manera de respirar. Al principio le divertía, luego le inquietó y finalmente le aterrorizó. Intentó huir, pero siempre estaban detrás, siguiendo cada esquina, cada calle, cada reflejo. No podía escapar de sí mismo: las sombras querían ser él. Cada noche se observaba desde el lienzo, viendo cómo sus propias creaciones esperaban pacientemente, planeando reemplazarlo. Era el artista, pero pronto sería solo una sombra más.
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Marcus llevaba doscientos cincuenta y siete años de viaje hacia Kepler-442b. El aburrimiento lo mataba, aunque técnicamente nada podía hacerlo. Ahora, después de tanto ayuno forzoso, esperaba encontrar vida inteligente en el planeta de destino. Tenía mucha hambre de sangre.
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En los días en que la tierra era joven y los ríos aún buscaban su cauce, dos dioses de Koori —en lo que hoy es Nueva Gales del Sur— discutían quién podía crear la criatura más sorprendente. Yurrampi hizo el ornitorrinco; Bunyip mezcló serpiente con murciélago. El ornitorrinco ganó por «menos pesadillesco». Bunyip sigue resentido. Por eso Australia tiene tantas arañas venenosas: es su venganza.
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—¿Usted no es bombero?
—Sí.
—¡Entonces corra a apagar los incendios de Zamora!
— Soy bombero, sí, pero de otra estirpe. Yo no salvo de las llamas, yo alimento las hogueras de libros.
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En Torreblascopedro no hay más de 198 vecinos. Todos miran con desconfianza al viajero. Cierran puertas y ventanas antes de que pregunte por posada. Quien duerme allí lo hace al raso, y reza para que los perros solo ladren.
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El director me aseguró que aquí el último Carablanca se había hundido. Que lo pensara: Augusto o Vagabundo. Según él, yo daba más para Vagabundo.
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EL PESO DE SABER QUE NO SÉ
Tú caminas tranquilo, László, con la seguridad de quien cree conocerlo todo. No sospechas que ignoras, y por eso tu ignorancia es parcial, ligera, casi inocente. Vives en una especie de ceguera amable, convencido de que la claridad te acompaña.
Yo, Miklós, en cambio, sé que ignoro. Esa conciencia me persigue como una sombra. No es que acumule menos conocimientos que tú, es que advierto sus límites. Cada pregunta sin respuesta se levanta como un muro, cada duda se multiplica hasta volverse abismo. No hay alivio: ser consciente de mi ignorancia es cargar con el peso completo de ella.
Podría engañarme, como haces tú, y pensar que sé lo suficiente, que mis certezas bastan. Pero no, la lucidez me condena. Mientras ríes, convencido de tu media sabiduría, yo me hundo en la certeza de no saber.
Y a veces me pregunto, László: ¿qué es mejor? ¿Ignorar sin saberlo y vivir en paz, o aceptar el vacío y arrastrar su peso? Tal vez la verdadera sabiduría no consista en acumular certezas, sino en mirar de frente la ignorancia y sobrevivir a ella. En ese caso, yo soy el más sabio de los ignorantes.
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Risas llenaban el aire, pero ella lloraba. Sabía que la alegría era un velo frágil. Qué necios, pensó. La felicidad es un instante que se quiebra, dejando solo el peso de la verdad en el silencio. 
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El encanto de los elfos de Valdris es cruel. Su magia te persuade de brillar en las alturas, pero te encadena en las profundidades.
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Lo pensé tanto que entendí que pensar es perder el tiempo.
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LA LÁGRIMA DEL TIEMPO
En los primeros días del mundo, cuando las historias aún no habían aprendido a caminar, existía Cronos, el dios del tiempo, y su hermana menor, Brevitas, diosa de la concisión.
Cronos creaba relatos interminables que duraban siglos enteros. Sus epopeyas atravesaban generaciones completas, pero muchas almas mortales morían antes de conocer el desenlace. Brevitas, conmovida por este dolor, lloró una lágrima cristalina que contenía toda la sabiduría del universo condensada.
Esa lágrima cayó sobre la tierra y se fragmentó en miles de chispas doradas. Cada chispa se convirtió en un microrrelato: historias perfectas que cabían en un suspiro, completas como el círculo del sol, intensas como el último latido del corazón.
Desde entonces, cuando los humanos necesitan consuelo rápido o revelación instantánea, encuentran estos fragmentos de la lágrima divina. Los microrrelatos son la prueba de que las verdades más profundas no necesitan muchas palabras: solo las precisas.
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EL BEBEDOR DE BOTELLÓN
Bestia urbana de los tiempos modernos
Aspecto: Criatura de apariencia juvenil pero mirada turbia, viste ropajes desaliñados y camina con paso lento e incierto. Porta siempre consigo un recipiente cilíndrico dorado, del cual bebe con devoción ritual. Su piel muestra palidez enfermiza por la ausencia de luz solar matutina.
Costumbres: No conoce la aurora: su día comienza cuando el sol ya calienta. Esta bestia nocturna jamás despierta antes del mediodía, momento en que emite bramidos dirigidos a la hembra —madre o pareja— que le dio cobijo. Peregrina hacia los jardines públicos en busca de su manada, deteniéndose en templos comerciales para adquirir su elixir sagrado. Consume la pócima con parsimonia mientras aspira humos de hierbas prohibidas. 
Efectos: Su presencia atrae el desorden y los lamentos vecinales. Contamina el aire con vapores etílicos y sonidos estridentes hasta el amanecer. A menudo sus palabras carecen de sentido, pero contagian un aire de falsa alegría. El humo y el alcohol lo envuelven en una neblina de improductividad.
Protecciones: Conviene evitar los parques en su hora, y no responder a sus arengas. Algunos aseguran que el trabajo temprano, o la paciencia materna, pueden ahuyentarlo, mas solo con esfuerzo constante. Evítese el contacto directo. Los ancianos recomiendan cerrar ventanas y pronunciar oraciones por su redención.
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LA ABOLICIÓN
Cuando el nuevo gobierno anunció la abolición de todos los impuestos, hubo vítores y promesas de prosperidad. «Seguirá habiendo dinero para todo», proclamó el primer ministro mientras sonreía ante las cámaras. Durante un día, la alegría ocupó las calles. Al segundo, la gente se encerró en casa: nadie quería gastar ni un céntimo, temiendo algo que nadie explicaba. Los comercios cerraron, los parques quedaron vacíos. En el silencio, alguien lo escribió en una pared: «Es el fin del mundo tal como lo conocemos». Y pocos se atrevieron a salir a leerlo.
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PERIODISTA.— Bienvenido a nuestro programa. ¿Cómo es su planeta?
EXTRATERRESTRE.— Pacífico. Sin violencia.
PERIODISTA.— ¿Y por qué vinieron a la Tierra?
EXTRATERRESTRE.— Buscábamos planetas habitables para colonizar.
PERIODISTA.— ¿Los encontraron?
EXTRATERRESTRE.— (Se levanta.) Sí. Volveremos cuando ustedes desaparezcan.
(Sale. El periodista queda paralizado.)
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La escritura no derrota a la soledad: apenas la acosa, la hiere, la retrasa un poco. Al final, el campo queda cubierto de palabras inútiles.
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En la ciudad de Tarembra, donde las leyes eran afiladas como el viento del desierto, castigar un robo o una ofensa común era rutina cotidiana. Los ladrones recibían azotes, los blasfemos perdían la lengua, los adúlteros eran lapidados en la plaza.
Pero al que osaba desafiar al sátrapa, lo subían a la Torre de Jaspe, la construcción más alta de la ciudad, y lo arrojaban al abismo sin ceremonias. Los condenados caían entre nubes de incienso y gritos del pueblo. Volaban libres, aunque solo unos segundos. 
Era toda la libertad que Tarembra conocía.
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Me aterró su aspecto, hasta que habló entre mordiscos. Reía, contaba historias, hacía que el miedo se transformara en extraña ternura. Incluso mientras devoraba mi brazo, lo miraba embelesada. Tal vez el amor consista en aceptar los hábitos más salvajes.
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—Caballero ambulante, observo con grave consternación que deposita usted sus mercancías en la acera sin consideración higiénica alguna.
—¿Y qué tiene de malo, doctor? Aquí todo el mundo come y nadie se queja.
—Mas el vulgo, mi buen hombre, confunde la costumbre con la inocuidad. ¡No todo lo habitual es saludable!
—Palabras bonitas, pero mi mazorca humeante alimenta al obrero mejor que sus libros polvorientos.
—Concedo el mérito nutricional, pero no puede ignorar la proliferación microbiana que acecha en superficies expuestas.
—¡Bah! Si fuera tan grave, ya estaríamos todos en el hospital.
—Error lógico, señor. La ausencia de evidencia no constituye evidencia de ausencia.
—Mire, profesor, yo vendo, la gente compra, y todos contentos. Eso es lo que cuenta.
—El contento sin salubridad es placer efímero que se trueca en dolencia estomacal.
—¿Y quién me asegura que el restaurante de lujo es más limpio?
—La inspección sanitaria, aunque imperfecta, establece umbrales de inocuidad ausentes en su improvisado mostrador.
—Suena bonito, pero mi clientela no se queja.
—Porque ignora la etiología de sus males posteriores. ¿Acaso no ha oído del cólera o la salmonella?
—Palabras raras, doctor, pero mi sazón encanta.
—El paladar se enamora antes que el estómago proteste.
—¡Pues mire! Aquí tiene una mazorca, pruébela y verá que exagera.
—Me temo que mi prudencia digestiva no se doblega al halago culinario.
—Entonces nunca sabrá lo que es comer de verdad.
—Prefiero la certeza aburrida de la salud a la aventura romántica de la intoxicación.
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Dicen que cuando la luna se esconde, el zulcar baja de las cumbres de Mágina. No se le ve. Los perros ladran hasta enronquecer y los niños lloran sin consuelo posible, como si supieran algo que los adultos hemos olvidado.
Las huellas que deja no son de pezuña ni de garra, sino de sombra. Sombras más oscuras que la propia noche, marcas que parecen absorber hasta la última gota de luz. Los viejos las llaman «la sombra de la discordia», aunque nadie recuerda ya por qué.
¿De qué se alimenta? Nadie lo sabe con certeza.
Antiguamente se creía que el repique de campanas lo ahuyentaba. Los curas predicaban esta solución desde el púlpito y las abuelas la susurraban a sus nietos. Hasta lo de Garciez.
Aquella noche, la gente del pueblo se mantuvo despierta escuchando el martilleo constante de la única campana de la iglesia. Don Eusebio, el sacristán, tiró de la cuerda durante horas hasta que se le desollaron las manos. El bronze resonó contra las piedras, contra el cielo negro, contra el silencio espeso de la sierra.
A la mañana siguiente encontraron a tres ancianos muertos en sus camas. Tenían un gesto de horror grabado en la cara, como si hubieran visto algo que no debería existir.
Desde entonces nadie toca las campanas cuando viene el zulcar.
No se sabe cuál es su alimento, pero se sospecha que devora la tranquilidad. La gente de las aldeas que visita pierde la compostura por cualquier nadería. Se irritan, se descomponen, estallan en cóleras desmedidas. Durante semanas enteras no pueden controlarse: las madres gritan a sus hijos, los hermanos se enzarzan en peleas brutales, los vecinos se insultan por el color de una puerta.
Y después, cuando por fin se calman, ya no recuerdan por qué se enfadaron tanto.
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Los Heredia nos estaban chorando desde hacía años, desde siempre. Dinero, territorio, respeto. Quería darle un susto de muerte a uno de ellos, que no olvidara quién mandaba en el barrio. Esa noche esperé en la esquina con el coche. Vi la silueta familiar, pisé el acelerador y lo atropellé sin piedad.
Cuando me acerqué al cuerpo, vi el rostro de mi hermano pequeño. Mismo pelo negro, misma complexión. Me da lache lo que hice, pero ya no puedo najarlo de mi cabeza.
Ahora me encuentro metido entre rejas, y los Heredia siguen chorando en la calle.
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—Maestro Rinkai, ¿cómo alcanzar la paz?
—Dime, Tetsuo, ¿por qué corre el río hacia el mar?
—Porque lo busca, maestro.
—Error. Cuando el río deja de buscar el mar, fluye con perfecta tranquilidad hacia donde debe ir. Así es la verdadera paciencia: no esperar, solo ser.
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Leí: «El azul se derrama como miel espesa sobre los párpados del mundo. Las nubes son algodón deshilachado que el viento peina con dedos invisibles. El mar respira con pulmones de espuma, inhalando gaviotas, exhalando sal y promesas rotas. Cada ola es una palabra no dicha, cada espuma un suspiro que el horizonte recoge en su bolsillo infinito. Los caracoles guardan secretos en espirales de nácar, mientras las rocas susurran historias antiquísimas a las algas que danzan verdes, verdes como la melancolía del fondo marino. El sol se fragmenta en millones de diamantes líquidos que tiemblan sobre la superficie inquieta. Es el parpadeo eterno del agua, la respiración pausada de un planeta que sueña con ser océano». Cerré el cuaderno de poemas de mamá. Hacía diez años que se había ahogado en esta misma playa.
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Los elfos de Valdris sabían atraer a sus invitados: promesas de manjares únicos, copas siempre llenas. En el banquete, todo era abundancia. Al final, se marchaban satisfechos y sin un solo recuerdo de quiénes eran.
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LA CIUDAD QUE RECICLABA IDEAS
En Aurenza, todo lo que en otros lugares había sido probado y había fracasado encontraba una segunda vida. Allí no se reciclaba papel, ni vidrio, ni metal: se reciclaban ideologías. Llegaban en barcos y caravanas, envueltas en discursos ajados y promesas agrietadas. El visir supremo las proclamaba como nuevas revelaciones, garantizando que esta vez funcionarían.
El pueblo escuchaba en la plaza central, asintiendo con esa mezcla de esperanza y cansancio que solo se da en las ciudades antiguas. No había pan suficiente, ni leña para todos, ni medicinas que curaran más que el tiempo. Pero cada semana el visir recordaba, con voz solemne, que Aurenza era “la joya más brillante del mundo conocido”.
A los niños se les enseñaba a memorizar los viejos lemas como si fueran poemas; los ancianos repetían las consignas mientras jugaban al ajedrez en bancos carcomidos. Y así, entre ruinas bien barnizadas y discursos restaurados, Aurenza se mantenía en pie, convencida de que la felicidad era cuestión de creer lo que uno quiere creer.
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LA LÁGRIMA DEL BOSQUE SAGRADO
Hace remotos milenios, cuando el mundo era tierno y joven y los dioses inmortales caminaban entre frágiles mortales, todas las delicadas hojas de los majestuosos árboles eran blancas como la nieve pristina. Los vastos bosques brillaban con pureza celestial inmaculada, pero carecían de vida ardiente propia.
La hermosa diosa Silvana, eterna protectora de los frondosos bosques, lloraba cada dorado amanecer al ver sus silenciosos dominios tan hermosos pero tan gélidos y desolados. Sus abundantes lágrimas, cristalinas como rocío matutino, caían sobre las desnudas ramas día tras día sin conseguir darles el cálido aliento vital que anhelaba desesperadamente.
Un día luminoso, el poderoso dios Sol se enamoró perdida e irremediablemente de la melancólica Silvana al verla llorar con tanta profunda devoción por sus queridos árboles. Profundamente tocado por su tierno amor maternal hacia el desolado bosque, decidió regalarle lo más sagrado y preciado que poseía: su propia esencia dorada y radiante.
Mezcló su cegadora luz dorada con las saladas lágrimas azul cobalto de Silvana. La mágica unión de ambos elementos divinos creó un color completamente nuevo, vibrante y rebosante de vida palpitante: el verde esmeralda más brillante.
Cuando esta poderosa mezcla encantada tocó las inmaculadas hojas blancas, las transformó instantáneamente en una explosión de color. El verde luminoso se extendió rápidamente por todos los infinitos bosques del vasto mundo, llenándolos de energía pura y vitalidad eterna.
Desde entonces, cada pequeña hoja verde lleva en sí el apasionado amor del glorioso Sol y las compasivas lágrimas saladas de la noble Silvana. Por eso los antiguos bosques respiran vida eterna y por eso, cuando miramos un solitario árbol, sentimos profunda paz: estamos contemplando el amor eterno e inquebrantable entre dos dioses que se unieron para crear la belleza suprema.
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EL SASTRE DE LA PLAZA MAYOR
Don Patricio llevaba cincuenta años cosiendo en la misma esquina de la Plaza Mayor. Sus trajes eran impecables, sus costuras perfectas, sus medidas exactas. Todos los señores distinguidos de la ciudad acudían a él. Sin embargo, don Patricio tenía un problema: no podía verse a sí mismo trabajar.
Sus propios pantalones siempre estaban descocidos por detrás. Sus camisas lucían manchas de tinta que no notaba al ponérselas de espaldas al espejo. Los botones de su chaleco pendían de hilos sueltos que él mismo había dejado sin rematar la noche anterior, cansado después de una jornada perfecta cosiendo para otros.
Los clientes lo notaban pero callaban por respeto. Al fin y al cabo, ¿quién era nadie para criticar al mejor sastre de la ciudad? Algunos incluso pensaban que era una excentricidad deliberada, una marca de su genio artístico.
Una mañana, la hija del alcalde entró a recoger el traje de su padre. Al ver el estado de la ropa de don Patricio, no pudo contenerse:
—Maestro, ¿cómo es posible que cosa tan maravillosamente para todos y vaya usted tan desaliñado?
Don Patricio se miró en el espejo por primera vez en meses. Sus propios ojos se encontraron con la verdad: llevaba la chaqueta mal abotonada, una manga descosida y el pantalón manchado de hilo.
Sonrió con tristeza y murmuró mientras enhebraba una aguja para arreglarse:
—En casa del herrero, cuchillo de palo.