Vincent estaba exhausto. No del trabajo, no del hambre, sino de las musas. Aparecían a todas horas: al dormir, al pintar, incluso al orinar. Susurraban ideas, proyectos, colores imposibles y versos inconclusos. Al principio lo había agradecido; ahora lo torturaban.
Intentó ignorarlas, pintarlo todo, llenar cuadernos de notas. Nada bastaba. Las ideas no se acumulaban: se atropellaban. Cada una quería ser la única. Su mente era un largo túnel.
—¡Basta ya! —gritó, con pincel en una mano y desesperación en la otra.
Fue entonces cuando lo comprendió: si las musas hablaban, era porque él las escuchaba. Así que decidió escuchar menos. Tomó un cuchillo. Respiró hondo.
Y se cortó la oreja izquierda.
No por locura. Por paz.
Desde entonces, las ideas llegaban más despacio. Tal vez por compasión. Tal vez por respeto. O tal vez porque solo tenía una entrada disponible.
Vincent volvió a pintar. Más sereno. Menos abrumado. Aunque, de vez en cuando, la oreja ausente le picaba. Como si las musas aún golpearan desde dentro.
Y él, sonriendo, se hacía el sordo.