El cabo Jenkins temblaba mientras cargaba su rifle. Era su primer día en territorio apache y las historias que había escuchado le helaban la sangre.
—Sargento Murphy, ¿es cierto que los apaches atacan sin previo aviso?
Murphy, veterano de cinco campañas, escupió tabaco al suelo.
—Muchacho, yo no me preocuparía por ellos si fuera tú.
—¿Por qué no?
—Porque antes de verlos, ya estarás muerto. Son como fantasmas del desierto.
Jenkins se relajó ligeramente.
—Entonces, ¿no hay peligro real?
Murphy se rascó la barba gris.
—Bueno, a decir verdad, a veces son apaches jóvenes y quieren divertirse un poco antes de matarte.
—¿Divertirse cómo?
—Oh, ya sabes: te persiguen durante horas, te hacen creer que has escapado, luego aparecen cuando menos te lo esperas. Es como un juego para ellos. Te dejan sudar, gritar, creer que has derribado a uno o dos. Les gusta ver el miedo en tus ojos antes del golpe final.
Jenkins palideció completamente.
—Pero tranquilo —añadió Murphy con una sonrisa sardónica—. Saben que los veteranos estamos hartos de este puñetero desierto y que, para nosotros, cualquier muerte es una liberación, así que nos matan rápido. El privilegio de la tortura es solo para los novatos.
En ese momento, una flecha silbó entre ambos, clavándose en el poste que tenían detrás.
Murphy suspiró.
—Maldita sea. Apaches jóvenes.