Durante los peores años de la guerra, los estrategas diseñaron un plan audaz: camuflar la ciudad. Pintaron tejados, sembraron árboles falsos, distorsionaron señales, borraron las coordenadas oficiales. Se construyeron calles que no llevaban a ninguna parte. La estación de tren fingía ser una cantera abandonada. Hasta el río fue desviado unos metros, para desorientar a quien lo buscara desde el aire.
La idea era simple: si los bombarderos no la veían, no podrían destruirla. Y funcionó. Ninguna bomba cayó. Nadie la invadió.
Pero los años pasaron. Los soldados regresaron a sus hogares. La paz llegó. Y con ella, la confusión.
Las autoridades trataron de reactivar los registros, de actualizar los planos. Pero algo fallaba. Nadie recordaba con exactitud el acceso, las calles verdaderas, el nombre exacto de las plazas. La ciudad, oculta incluso de sí misma, no apareció más.
Algunos insisten en que sigue allí, suspendida bajo las falsas copas de los árboles, esperando ser encontrada. Otros creen que sus habitantes se adaptaron a vivir sin visitantes, sin mapas, sin tiempo.
Camuflada del enemigo, la ciudad se protegió también del mundo. Y en esa invisibilidad perfecta, encontró su destino: el olvido.