Me sitúo junto a la columna del fondo, entre las coronas de flores. Nadie repara en mi presencia. El muerto yace en el ataúd con expresión serena, como si durmiera. Yo le disparé anoche en el parking del hospital. Tres tiros en el pecho.
La viuda solloza rodeada de familiares. Carmen, se llama. Sus hijos gemelos, Marcos y Elena, la sostienen por los brazos. Hablan en susurros de lo inesperado, de lo absurdo del crimen.
—Era tan bueno —repite la mujer—. Jamás le hizo daño a nadie.
Mentira. Seguro que mentira.
Llegan más personas. Don Sebastián, el presidente del Real Jaén, estrecha la mano de los dolientes. El rector Ruiz Reyes murmura condolencias. Incluso el alcalde, Julio Millán, se acerca discretamente para presentar sus respetos. Todos coinciden: era un hombre ejemplar.
—Trabajaba en el hospital como un santo —dice una enfermera—. Ayudaba a todo el mundo.
—Jamás se quejaba de los turnos —añade un compañero.
Imposible. Nadie es así. Tuvo que hacer algo imperdonable. Todos esconden secretos.
La viuda se desploma sobre una silla.
—No hemos podido decírselo a su madre. Tiene noventa años. El disgusto la mataría.
Los gemelos asienten. Elena llora en silencio.
Aparecen dos policías. Mi corazón se acelera. Hablan con la familia, toman notas. Por un momento considero acercarme y confesar. Terminar con esta farsa.
Pero no. Algo habrá hecho. Los santos no existen. Detrás de esa fachada de bondad se ocultaba la verdadera naturaleza humana: egoísta, mezquina, corrupta.
Uno de los policías me observa desde el otro extremo de la sala. Nuestras miradas se cruzan un instante. Sonrío levemente y me dirijo hacia la salida.
Mañana buscaré al siguiente. Alguien que merezca morir. Como todos.