lunes, 25 de agosto de 2025

La cueva

 

La guía había advertido sobre el corredor estrecho que conducía a la Sala de las Pinturas. La cueva, situada en el término de Jimena, era célebre por las figuras que habían trazado en sus paredes los cazadores mesolíticos. Según nos explicó, el pasadizo resultaba incómodo pero breve, apenas treinta metros, y al final nos esperaba el asombro de las pinturas prehistóricas.

Delante de mí caminaba una mujer corpulenta —casi tanto como yo, lo que me tranquilizaba—, enfundada en un impermeable gris que crujía al rozar las paredes. Sus pasos, firmes y acompasados, resonaban con un eco profundo entre la roca, como si toda la montaña los repitiese. «Si ella puede pasar, yo también», me dije, observando la silueta pesada que se abría camino con sorprendente soltura. La linterna frontal proyectaba destellos oblicuos que se desvanecían en la humedad, y por un instante tuve la impresión de que más que iluminar, su luz atraía las sombras.

Mi pequeña linterna frontal apenas alumbraba la senda por delante. Quizá la guía, que no era muy alta, hablara desde la comodidad de su estatura cuando aseguró que el trayecto no presentaba dificultades.

Pronto empecé a preocuparme. La roca comenzó a cerrarse sobre nosotros. Mis hombros rozaban las paredes calcáreas y el techo descendía gradualmente, obligándome a inclinar la cabeza. La mujer del impermeable continuaba avanzando sin dificultad aparente, su figura gris difuminándose en la penumbra cada vez más densa.

El pasaje se estrechaba de forma alarmante. Apenas cabía ya entre las rocas. No había espacio suficiente para que pasara ni un adolescente delgado. ¿Cómo había logrado atravesar aquella mujer tan voluminosa?

«¿Señora?» Mi voz se perdió en el eco mineral.

Silencio absoluto.

Decidí regresar. Los otros tres visitantes que se suponía venían detrás tampoco aparecían por ninguna parte. Comencé a caminar hacia atrás, palpando las paredes. Nunca había sufrido claustrofobia, pero empecé a temer experimentarla por primera vez. El corredor formaba una línea recta sin ramificaciones, así que no podía perderme.

Sin embargo, cuando volví al punto más estrecho, comprobé algo imposible: nadie podía haber pasado por allí. El hueco no permitiría ni siquiera el paso de un niño.

Aturdido, seguí retrocediendo hacia la entrada durante lo que me parecieron horas. Ya tendría que haber alcanzado el inicio del túnel cuando, al doblar un recodo que no recordaba, me encontré en una cámara amplia y desconocida.

Las paredes estaban cubiertas de pinturas rupestres: animales, manos, figuras danzantes. Y allí, en el centro del muro principal, destacaba un rostro.

Una cara ancha, de mejillas prominentes y rasgos redondeados. De su cabeza brotaban líneas ondulantes, como cabellos flotando. La pintura, ejecutada en ocre rojo diez mil años atrás, reproducía con precisión inquietante las facciones de la mujer del impermeable gris.