Las promesas electorales merecen ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por su universalidad y constancia. Desde los albores de la humanidad, el ser humano ha mostrado un talento sorprendente: prometer lo que jamás piensa cumplir. Mucho antes de que existieran elecciones formales, los jefes tribales ya desplegaban este arte milenario, ofreciendo al clan abundancia de caza, hogueras perpetuas y hasta cielos más despejados si seguían sus designios. Prometían «más para todos» antes de cada asamblea, con la solemnidad de un chamán y la gracia de un prestidigitador. Y no sólo ellos: los sacerdotes mayas anunciaban que tras el sacrificio el sol renacería esplendoroso, los aztecas garantizaban que la sangre en los altares bastaba para sostener al universo, y en realidad, los ministros de todas las confesiones han prometido, con un fervor inagotable, que «todo se arreglará» si se siguen sus preceptos. Nadie recuerda si cumplían algo, pero de lo que no cabe duda es que inauguraron una tradición que sus herederos políticos mantienen intacta: cambiar el futuro con palabras brillantes y compromisos que se evaporan como humo, aunque pronunciados con la misma elegancia que hoy deslizan los oradores sobre un atril.
A lo largo de la historia, las promesas electorales han dejado su huella indeleble. En la antigua Grecia, Pericles aseguró que la democracia ateniense sería un modelo incorruptible, hasta que los mismos ciudadanos se encargaron de corromperla con entusiasmo. Julio César garantizó a Roma un orden férreo y una prosperidad sin fisuras, tan firme que terminó asegurándola a golpe de dictadura perpetua. Napoleón ofreció a los franceses la promesa de una grandeza inmortal, aunque la gloria terminó al cabo de diez años. Woodrow Wilson repitió una y otra vez que Estados Unidos jamás entraría en la guerra europea, y poco después mandaba tropas a cruzar el Atlántico con la dignidad de quien cumple una promesa al revés. Y Hitler, con el desparpajo de los visionarios desmesurados, aseguró que el Reich duraría mil años; la realidad, siempre tan poco colaboradora, le recortó la ambición en apenas doce, dejándole un déficit de 988. Y la tradición, lejos de agotarse, continúa con un fervor digno de museo: Mariano Rajoy prometió no subir los impuestos y luego los elevó con la elegancia de un virtuoso; Pedro Sánchez juró jamás pactar con independentistas catalanes y acabó abrazándolos como viejos camaradas de sobremesa.
Quizá sea hora de que la UNESCO reconozca oficialmente las promesas electorales como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Son monumentos a la creatividad retórica, a la capacidad de convencer y al arte de la ilusión colectiva. Sin ellas, la política sería terriblemente aburrida. En la era de las redes sociales, corremos el riesgo de que las promesas se cumplan, destruyendo milenios de tradición. A fin de cuentas, los votantes no compran planes cumplidos: compran promesas que se saborean como golosinas, aunque al final se derritan en las manos del tiempo. Estas joyas retóricas constituyen un arte en peligro de extinción. Protejamos este patrimonio antes de que algún político despistado cometa la herejía de mantener su palabra. La humanidad no se lo perdonaría.
En resumidas cuentas, las promesas electorales no engañan: entretienen. Y eso ya es un legado que merece respeto histórico.