Asegura Huppertz (1876, p. 34) —con la contundencia del que jamás vio una batalla— que el soldado cobarde no sirve para nada. Tal afirmación, sin duda apresurada, ha sido refutada por Clausewitz (1832, p. 245), quien reconoce en el soldado cobarde una utilidad equiparable, si no superior, a la del soldado valiente.
En efecto, las aplicaciones prácticas del soldado cobarde son tan numerosas como creativas. Haig (1921, p. 234) sugiere su empleo como carne de cañón, noble destino que contribuye al gasto inmoderado de municiones enemigas. Patton (1938, pp. 23-25) —siempre atento a la formación— propuso su uso como blanco en prácticas de tiro, eso sí, tras el pertinente consejo de guerra, para no vulnerar el sacrosanto código militar.
Asimismo, no debe olvidarse el inapreciable valor pedagógico del soldado cobarde. Su mera presencia en las filas sirve de ejemplo vivo —o a veces no tanto— de lo que no debe hacerse, inspirando en sus camaradas un fervor combativo que ni diez arengas del general en jefe lograrían igualar (McCord, 1967, p. 23). Además, su tendencia natural a la deserción contribuye al ensayo práctico de las tácticas de persecución enemiga, facilitando así un entrenamiento realista y sin coste adicional para la tropa (Pavlichenko, 1955, pp. 879-881).
Relacionado con este último aspecto, Jomini (1838, p. 122) destaca otro aporte no menor: la capacidad del soldado cobarde para distraer recursos enemigos al rendirse y convertirse en prisionero, excelente manera de hundir la logística adversaria.
Por si fuera poco, el soldado cobarde cumple una función inestimable en la cadena de mando: permite a los superiores demostrar su inflexible sentido de la disciplina sin riesgo alguno (Kumar, 2002, p. 23). Nada tan cómodo como castigar con todo el peso del reglamento a quien no ofrece resistencia, ayudando así a alimentar la leyenda del mando justo y severo. En suma, el cobarde se sacrifica —con admirable abnegación— para que oficiales y tropa mantengan intactos sus respectivos papeles en la comedia militar.
Y es que el soldado cobarde desempeña un papel insustituible en la dinámica social del campamento (Gomes da Rocha, 1981, p. 189). ¿Qué mejor alivio para las tensiones de la vida castrense que un blanco común para chanzas, burlas y desplantes? Incluso los mandos encuentran en él el desahogo perfecto para sus frustraciones, sin necesidad de recurrir a costosos simulacros ni a reprimendas oficiales (Tobalina Oraá, 2024, p. 56). Así, el cobarde se revela, sin proponérselo, como el gran cohesionador del espíritu de cuerpo.
Finalmente, no debe olvidarse la impagable utilidad del soldado cobarde en la ejecución de las tareas más ingratas del campamento. ¿Quién mejor para limpiar letrinas (Hiedler, 1928, p. 456), desinfectar caballerizas (Cardigan, 1849, p. 678) o acarrear vituallas bajo la lluvia (Szymański, 1923, p. 34)? Su natural inclinación a evitar el frente lo convierte en candidato ideal para esas nobles faenas que tanto contribuyen al bienestar del resto de la tropa.
Vistas estas ventajas, cabe concluir que ningún ejército digno debe prescindir de su cuota reglamentaria de cobardes, cuya contribución, aunque inadvertida, resulta imprescindible para el equilibrio estratégico y moral de las tropas.
Como todo buen estratega sabe: un ejército sin soldados cobardes, sencillamente, no estaría completo.