Al meter la llave en la cerradura, me di cuenta de que algo no iba bien. Lo volví a intentar pero no había manera de que entrara. En un primer momento pensé que me había equivocado al pulsar el botón del piso en el ascensor; soy muy despistado y ya me había ocurrido otras veces. Pero allí estaba el felpudo que había comprado a principios del otoño pasado.
Acabé llamando al timbre. Al otro lado de la puerta se escuchó un ruido de arrastrar de pies. Durante unos instantes se apagó. Supuse que estaban observándome por la mirilla. Al abrirse la puerta pensé que tenía que haber engrasado aquellos chirriantes pernios.
–Sí.
Era una mujer de unos treinta años. Llevaba mi camiseta de Amnistía. Por la puerta entreabierta del salón pude ver la tele, mi tele. Un programa del corazón. El extractor de humos estaba encendido y olía a sofrito.
–Perdón. Creo que me he equivocado –le dije sin convicción.
Me quedé mirándola durante unos instantes. Me estaba orinando, por lo que estuve a punto de pedirle que me dejara utilizar el baño. Pero eso era completamente inadecuado.
–Perdone –repetí.
Me di la vuelta y llamé el ascensor. A mis espaldas escuché un portazo. Acabé bajando por las escaleras.
Me estaba orinando y tenía hambre. En la nevera quedaba un plato de paella y ensaladilla, jamón y carne aliñada; todavía no había decidido qué comer. Abajo eché un vistazo al buzón; antes había pasado tan rápido que no había tenido tiempo de abrirlo. Seguro que aún no habían cambiado la cerradura del buzón. Finalmente me dije que ahora otros tendrían que ocuparse de las facturas.
Comí en el Gambrinus, la merienda era lo primero, y después fui al centro comercial: necesitaba otro par de pantalones, una camisa, un jersey, desodorante, dentífrico, una mochila. La cajera, adivinando lo que me había ocurrido, me lanzó una mirada llena de tristeza.
Elegí uno de los hoteles del centro. Muchos estaban en la misma situación: no tenían casa y esperaban la oportunidad de conseguir una.
En recepción me limité a coger una hoja de renuncia.
–¿Hasta cuándo puedo entregarla?
–Tiene dos semanas –me respondió el recepcionista, que me miró como si yo fuera un extraterrestre.
La empresa me había cedido el piso casi tres meses atrás, cuando me mudé a Linares y era la primera vez que me ocurría algo así.
–Vengo de fuera. En otros sitios el papeleo es distinto –le dije al hombre–. La habitación, ¿tiene tele?
–Es un extra.
No, no podía pasar sin tele.
–Está bien.
–¿Quiere canales internacionales o sólo los autonómicos?
–No, sólo los autonómicos.
El hombre me entregó una llave gigantesca, que no cogía en el bolsillo. No me preguntó cuánto tiempo estaría allí. Podían pasar semanas, meses.
Aquella noche dormí poco. Nada. El piso era ruidoso, pero me había acostumbrado: los lloriqueos de la hija de los vecinos, las cañerías de la calefacción, el perro de la vecina de arriba.
Desde luego, había sido muy arriesgado dejar el piso vacío. Durante tanto tiempo. El ayuntamiento aconsejaba que no se dejara nunca abandonada una vivienda.
Por la mañana llamé al trabajo diciendo que me encontraba mal. No tenía ganas de enfrentarme con Marcelo. Me había advertido. Fui al banco y saqué todo el dinero. Habían desaparecido casi setecientos euros, pero no formulé ninguna denuncia. Me pasé todo el día en la calle. Miré con envidia las ventanas de las casas de la calle Jaén; todo el mundo quería vivir allí.
Compré una cerradura. También, unos pantalones y varias camisas. Todas las noches, al llegar al hotel, tendría que lavar la ropa en el lavabo y tenderla en la bañera.
–¿No quedarán muy arrugadas cuando se lavan? –le pregunte a la dependienta.
Me dijo que no me preocupara.
La segunda noche dormí más profundamente. Casi no reparé en los sonidos, todavía extraños, del hotel.
A la mañana siguiente volví a llamar al trabajo diciendo que el resfriado se había convertido en una gripe. Don Carlos me pidió que le trajera una hoja de baja. Le dije que el médico me la había firmado. Tomé un opíparo desayuno en el Mississippi. El camarero me miró de una manera extraña, porque era extraño que estuviera allí un día entre semana. También observó la mochila que había dejado en el suelo.
Comencé a callejear. Sin ningún motivo. Llegué, un poco al azar, al piso. Todavía conservaba las llaves, por lo que pude abrir la puerta del bloque. Subí las escaleras cansinamente. Siempre me ha gustado utilizar las escaleras antes que el ascensor.
Toqué el timbre, mientras que buscaba una excusa en el caso de que me la pidieran. Esperé diez segundos antes de llamar otra vez. Quizá estaban fuera. O habían dejado el piso. Había visto en el reportaje que muchas familias se instalaban en un piso temporalmente, hasta encontrar otro mejor.
Golpeé la puerta con los nudillos. Cuatro golpes secos y rápidos. Nada al otro lado.
La puerta cedió al tercer empujón.
Entré y busqué la caja de herramientas. Todavía estaba en el armario de la habitación donde tenía el ordenador. La nueva cerradura me llevó menos de cinco minutos. Después, recorrí el piso. En la cocina había una pila de platos sucios. Aquellos cubiertos con mango de plástico eran nuevos. Abrí la nevera: leche desnatada, yogur natural. Tendría que acostumbrarme.
Entonces llamaron al timbre.
Abrí la puerta. La mujer, que llevaba mi camiseta verde, tenía una barra de pan en la mano. Me miró fijamente.
–Perdón. Creo que me he equivocado –dijo.
No respondí.
Debería llamar a don Carlos, decirle que dejaba el trabajo. Nunca me había gustado. En el piso de al lado, la hija de los vecinos empezó a llorar.
Encendí la tele y comencé a resintonizar los canales.
Relato aparecido en el número 5 de la revista Espejo Humeante