—Padre Cristóbal, hoy fui al Mercadona por detergente… y salí con miedo.
—¿Pasó algo, hermano Marcos?
—La gente corría con los carritos como si dieran premios por llegar antes a la caja. Casi me atropella una señora con cara de Adviento.
—El Mercadona es el nuevo templo del apuro. Allí nadie camina: embisten.
—Y nadie mira. Parecen robots con GPS y lista de pecados… digo, de compras.
—En estos tiempos, Marcos, ir despacio es casi una provocación. Si no corres, molestas.
—Una mujer me dijo «¿te apartas?» como si yo estuviera en su camino hacia el Cielo.
—No lo estaba, hijo. Estabas en su camino hacia las ofertas de yogures.
—¿Por qué tanta prisa?
—Porque temen parar. Si paran, piensan. Y si piensan, quizá recuerdan que están vacíos.
—¿Y nosotros?
—Nosotros rezamos. Y compramos detergente sin perder la paz.
—Entonces, ¿ir al Mercadona es una prueba espiritual?
—Sin duda. El que sale con el alma intacta, merece indulgencia.
—Gracias, padre Cristóbal.
—De nada, Marcos. Pero la próxima vez, lleva el rosario… y un casco.