El código de la carretera era claro: el derecho de paso lo determinaba la marca y el modelo del vehículo. Todos los conductores lo conocían, aunque nadie sabía exactamente su origen.
Un Seat León debía ceder el paso a un Volkswagen Golf, su hermano mayor alemán. A su vez, el Golf se apartaba respetuosamente ante un Audi A4, que inmediatamente se hacía a un lado al ver aproximarse un BMW Serie 3. Pero incluso el poderoso BMW tenía que detenerse cuando un Mercedes Clase S aparecía en el horizonte.
Los japoneses tenían su propia jerarquía. Un Toyota Corolla cedía ante un Lexus IS, pero curiosamente, un Nissan GT-R podía desafiar a muchos europeos gracias a su motor legendario. Los americanos vivían en su propio mundo: un Chevrolet Spark no era nadie, pero un Cadillac Escalade imponía respeto, aunque siempre debía inclinarse ante un Lincoln Navigator.
Los italianos eran caso aparte. Un Fiat 500, aunque adorable, estaba en la base, mientras que un Alfa Romeo Giulia despertaba admiración y derecho de paso. Pero nada se comparaba al poderío de un Ferrari 488 GTB, ante el cual todos, absolutamente todos, debían detenerse.
Los eléctricos complicaban las cosas. Un Renault Zoe tenía que ceder incluso ante un Dacia Sandero, pero un Tesla Model S Plaid generaba debates acalorados. ¿Debía ceder ante un Aston Martin DB11 por tradición, o su aceleración brutal le daba derechos especiales?
El conflicto llegó a su punto máximo cuando un Porsche 911 Turbo S (conductor argumentando superioridad deportiva) chocó frontalmente con un Rolls-Royce Phantom (propietario citando “nobleza automotriz”). El juez de tráfico, un hombre canoso que conducía un viejo Volvo 240, escuchó los argumentos con paciencia.
–El Porsche representa la ingeniería precisa –declaró el abogado defensor, mostrando especificaciones técnicas.
–El Phantom es la encarnación del lujo absoluto –replicó el fiscal, haciendo sonar su llave de oro.
El juez observó los daños: el Porsche tenía el paragolpes delantero destrozado, mientras que el Rolls-Royce apenas mostraba un rayón en su pintura de 50 capas.
–Interesante –murmuró, pasando las páginas de un misterioso manual polvoriento.
Al final, el juez decidió.
–Según el artículo 12-B, cuando dos vehículos de categoría similar se disputan el paso, prevalecerá...
Pero justo cuando iba a terminar la frase, un inesperado protagonista entró en escena. Desde el otro extremo de la calle, con un chirrido de neumáticos que hizo estremecer a todos, apareció un vehículo que nadie había considerado: un clásico Citroën 2CV de 1973, pintado de amarillo desgastado, con una anciana al volante que miraba el espectáculo con curiosidad.
El juez dejó caer su manual. Los abogados del Porsche y el Rolls-Royce intercambiaron miradas de confusión.
La anciana bajó la ventanilla manualmente.
–Disculpen, ¿alguien puede decirme cómo llegar a la calle Juan Carlos I? –preguntó con voz temblorosa.
En ese momento, toda la jerarquía se desmoronó. El juez se quitó las gafas y frotó sus ojos. El manual de tráfico, abandonado en el estrado, se abrió en una página olvidada que rezaba:
–Artículo 1: Todo conductor debe ceder el paso a vehículos de emergencia y... a los que llevan más de 50 años en la carretera.
La anciana sonrió, sin darse cuenta del caos que acababa de desencadenar, y continuó su camino lentamente. Todos los presentes, desde el dueño del Rolls-Royce hasta el conductor del Porsche, se apartaron instintivamente.
Al día siguiente, las normas de tráfico fueron reescritas. Pero en las calles, los conductores más viejos comenzaron a notar algo curioso: ahora recibían miradas de respeto inusuales, incluso cuando conducían los coches más humildes.
¿Y el Citroën 2CV amarillo? Nunca más fue visto. Aunque algunos juran que en las noches de niebla, su silueta aún aparece en los cruces más complicados, recordando a todos que el verdadero prestigio no está en los caballos de fuerza, sino en los kilómetros recorridos.