domingo, 9 de noviembre de 2025

Soldado imperial

     TK-421 había memorizado cuatrocientos cincuenta protocolos de combate. Sabía desmontar un bláster E-11 con los ojos vendados en veintitrés segundos. Conocía las formaciones de asalto Aurek, Besh y Cresh como si fueran oraciones infantiles. Tres años en las academias de Carida le habían enseñado que la precisión era supervivencia, que la disciplina era honor, que el miedo se domaba con repetición hasta convertirse en instinto.
     Durante mil noventa y cinco días había despertado antes del alba artificial de los cuarteles. Marchas forzadas bajo el peso de sesenta kilos de armadura. Simulacros de infiltración en terrenos hostiles. Ejercicios de tiro donde fallar un blanco significaba saltarse la cena. Los instructores repetían que un soldado de asalto no era un hombre: era el brazo armado del orden galáctico.
     Ahora, mientras la lanzadera de desembarco se aproximaba a Tibor Prime, TK-421 repasaba mentalmente las coordenadas del sector siete. La rebelión había establecido allí una base de suministros que debía ser neutralizada antes del amanecer local. Su pelotón formaría la vanguardia del asalto. Dieciocho soldados entrenados para esta misión específica.
     Las compuertas se abrieron con un siseo neumático. El aire de Tibor olía a ozono y vegetación descompuesta. TK-421 saltó al suelo rocoso, activó el visor nocturno y avanzó hacia la primera posición defensiva rebelde. Sus botas militares apenas hacían ruido sobre la grava.
     El disparo lo alcanzó por la espalda: un destello verde que perforó la placa dorsal de su armadura con la exactitud de un bisturí. Fuego amigo. Más tarde, en el informe, TK-327 —su antiguo compañero de promoción— aseguraría que se había resbalado al pisar una piedra suelta.