viernes, 18 de julio de 2025

De la sabiduría que vino del cielo y de la que se vende en los aeropuertos

—Padre Cristóbal, ¿conoce usted a Dale Carnegie?

—Sí. Cómo ganar amigos, ¿no? Lo leí una vez. Muy útil… si uno piensa que las relaciones humanas son como vender neveras.

—¿Y Spencer Johnson? El del queso.

—Ah, ¿Quién se ha llevado mi queso?… Un ratón, supongo. Prefiero el pan nuestro de cada día.

—¿Y Napoleon Hill?

—Ese escribió que pensar y hacerse rico eran casi lo mismo. Yo llevo pensando casi 60 años y sigo con sandalias remendadas.

—¿Y Robert Greene?

—Sí, le conozco. Mucho poder, mucha estrategia, mucha manipulación. Muy leído en los palacios, poco en los conventos.

—Entonces… ¿ninguno le convence?

—Sí: Salomón. Escribió Proverbios, Eclesiastés, Sabiduría. No enseñan a ganar amigos, sino a tener alma. No prometen éxito, sino verdad. No buscan motivarte, sino convertirte.

—Pero la gente quiere sentirse mejor.

—Claro. Pero hay quien busca consuelo, y hay quien busca anestesia. No es lo mismo.

—¿Y qué diferencia hay?

—El consuelo te despierta. La anestesia te adormece con frases como «cree en ti y todo saldrá bien».

—¿Y si uno quiere mejorar?

—Lee el Eclesiástico: «El sabio medita en la ley del Altísimo y se consuela con la sabiduría de los antiguos». No hay frase de Instagram que supere eso.

—Pero esos libros son difíciles.

—Porque no están escritos para halagar, sino para purificar. Son espejo, no maquillaje.

—Entonces, ¿no hay salvación en la autoayuda moderna?

—Salvación, no. Pero puede haber indicios. Aunque si un libro te promete que en diez pasos tendrás paz interior, yo me echo a temblar.

—¿Y usted qué haría si alguien le pide un libro para encontrarse a sí mismo?

—Le daría el Eclesiastés, una vela, y silencio. Si no se encuentra ahí, quizá no quiera encontrarse.


jueves, 17 de julio de 2025

El amor también envejece

Cincuenta años juntos. Medio siglo de despertares compartidos, de camas frías a ratos, de silencios largos y de rutinas que se aprendieron de memoria. Medio siglo de cuchillos que ya no cortan, de tazas con las asas rotas, de discusiones pequeñas que, con el tiempo, adquirieron el peso de viejas guerras. Disputas por cosas nimias: la forma de tender la cama, el exceso de sal en la sopa, la ventana abierta por la noche. Cosas que no importaban, pero que, en la repetición, se volvían montañas.

A veces se miran y no terminan de reconocerse. Él, encorvado, con los ojos velados por cataratas y las manos temblorosas que ya no pueden sostener bien la pluma. Ella, más lenta ahora, más frágil, camina como si cada paso se pensara antes de ser dado. Sus cuerpos cambiaron; el amor también. Pero siguen ahí. No como antes, sino como ahora. Juntos, no por costumbre, sino por memoria. Por lealtad a lo que fueron. Por terquedad, quizás. Por amor, aunque ya no lo digan.

Nadie creía en ellos. Ni sus familias —enemigas por tradición, por orgullo, por viejas heridas— ni sus amigos —que los tachaban de imprudentes, de jóvenes sin juicio—. El mundo no les ofrecía un lugar. Una vez, el destino intentó arrancarlos el uno del otro con violencia. Sangre, llanto, desesperación. Fue entonces cuando eligieron lo imposible: aferrarse como náufragos, como únicos sobrevivientes de un naufragio que nadie más vio. Huyeron. De la tragedia, de la culpa, de los que dictaban cómo debía vivirse o morirse. De su patria. Del veneno.

Fingieron morir para poder vivir. Cambiaron nombres, idiomas, costumbres. Se convirtieron en otros para poder seguir siendo ellos. Dejaron atrás una historia de muerte y escribieron, a escondidas, una de amor. No perfecta. No gloriosa. Pero suya.

Y vivieron. Primero con pasión desbordada, como si el tiempo fuera un enemigo al que había que ganarle cada caricia, cada noche sin dormir. Se amaron con urgencia, con hambre, como quienes saben que podrían perderlo todo en cualquier momento. Luego, vino la rutina, los días iguales. Más tarde, la paciencia. Aprendieron a esperarse, a tolerarse, a entender los silencios del otro sin necesidad de palabras.

Tuvieron que cambiar de nombre, de idioma, de historia. Aprendieron a pronunciarse el uno al otro en otra lengua, sin perderse. Él dejó de escribir versos —decía que ya no tenía derecho a firmarlos—, aunque a veces, en las tardes grises, murmura uno de memoria, como quien enciende una vela en la oscuridad. Ella ya no habla de amor —le parece una palabra gastada—, pero le pone una rama de albahaca al guiso porque sabe que a él le recuerda a su infancia. Y eso basta.

Celebran las bodas de oro en casa, sin invitados. Sin brindis, sin discursos. Solo ellos dos. Él ha salido por la mañana y ha regresado con un pequeño ramo de flores de saldo, elegidas con cuidado entre lo poco que quedaba en el puesto del mercado. Ella ha horneado pan por primera vez en años; le ha quedado un poco crudo, por la falta de costumbre, pero la casa se ha llenado de ese aroma cálido que invita a quedarse.

Se sientan uno frente al otro, en las mismas sillas de siempre, y beben vino barato en antiguas copas de cristal fino. Ya no se besan. Ni falta hace. Se miran. Largo. Con esa complicidad silenciosa de quienes han envejecido juntos, testigos únicos de lo que fueron cuando aún creían que la eternidad cabía en una promesa.

—¿Aún recuerdas cómo empezó todo? —pregunta él, con una sonrisa que se le queda a medias, torcida por el tiempo.

Ella lo mira, suspira, y en sus ojos cansados asoma una chispa intacta.

—¿Cómo olvidarlo? Tú, bajo el balcón. Yo, jurando que no te amaba.

—Y el cura, el veneno, el frío de la tumba…

—Y nuestra segunda vida.

Él asiente. No dicen más. Ella le acaricia la mano, con torpeza, como si la piel ajena fuera un territorio ya conocido, pero al que se vuelve después de muchos años. Se quedan así un rato, en silencio, mientras cae la tarde como un telón suave.

Luego, él se levanta con esfuerzo, con ese gesto obstinado que no ha perdido, y le ofrece la mano. La obliga a levantarse a ella, que protesta en broma, aunque en el fondo lo esperaba. Bailan. Torpes, lentos, con los pies confundidos y el ritmo olvidado. Pero bailan. Porque el cuerpo aún recuerda lo que el alma no olvida.

Y cuando los vecinos los ven a través de la ventana, piensan que son dos viejos solitarios que se hacen compañía. Nadie imagina que esos dos ancianos fueron alguna vez leyenda. Que él fue Romeo. Que ella sigue siendo Julieta. Y que el amor, aunque cansado y sin drama, aún les tiembla dentro del pecho.

 

 

miércoles, 16 de julio de 2025

Frases deshechas

A quien madruga únicamente el café le ayuda.
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Cuanto más conozco a mis cuñados más quiero a mis amigos.
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Soy un aforista retrasado a mi época.
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No tiene salero por culpa de la hipertensión.
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Con ese viejo, caviar y champán.
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Pienso, luego me tranquilizo.
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La verdad, soy muy obtuso. Trato de solucionar todos mis problemas leyendo.
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No sirve a amos que no puedan guardarse en un banco.
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Puedo prometer y prometo que no siempre cumpliré mis promesas.
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Pedirle honestidad a su mujer… César era todo un cínico.
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Mi mujer, como quien no quiere la cosa, me dijo que quería una pulsera.
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La vida sin Chavela Vargas sería un error.
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Decidido. Le voy a dar otro giro de 360º a mi vida.
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Cada mañana, el espejo del baño me da los malos días.
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Cuando mi jefe me regaña, siempre tengo algo en la punta de la lengua. Lo que me cuesta que no salga.
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El perro del hortelano no es la alegría de la huerta.
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Mucha diversión produce aburrimiento.
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La fortuna ayuda a los falaces.
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Pues aquí, en Jaén, hay cien olivos por mochuelo.
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En el país de los ciegos, los tuertos están en la oposición.
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Yo tengo una memoria de elefante; él, una mala hostia de calibre 405.
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Pues yo veo el silencio muy cómodo.
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No esperes y no desesperarás.
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Dios no existirá.
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La banca no gana siempre. El banquero no pierde nunca.
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El fútbol es la continuación de la política por otros medios.
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En la Edad Media, el camino que llevaba al cielo estaba empedrado de muchas donaciones.
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Lo que no te mata te obliga a tomar una pastilla cada ocho horas.
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El tiempo lo desarregla todo.
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La cerveza me da que hablar.
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Hoy en día, salimos a la calle y miramos el móvil a ver si está lloviendo.
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El difícil arte de saber cuándo el no de tu mujer es un tal vez sí y cuándo un sí es un mejor no.
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Libro prestado, libro que mi hijo no tendrá que tirar cuando yo muera.
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El canto rodado siempre se baña en el mismo río.
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¿Se hace camino al andar en círculos?
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Me gustaría ser tan tonto como para saberlo todo.
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Según este gobierno ateo, tenemos que ir en el coche de San Fernando.
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Pero si los platos rotos ya están pagados.
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Fui por lana y acabé comprando un jersey de poliéster.
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Pero ¿qué hacen los antivacunas dorándonos la píldora?
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No tengo pelos en la lengua cuando escribo en Twitter con uno de mis heterónimos.
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Después de una noche de fiesta, se quedó dormido en menos que canta un gallo.
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Una foto dice más que un pie de foto.
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Todos somos cuevas: acogedores abrigos rocosos, hermosas grutas, terroríficas cavernas oscuras.
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Para los políticos, el futuro fue y el pasado será.
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Mi cuñado está en las nubes: se ha comprado un chalé en Navacerrada.
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Adán se miraba el ombligo y se preguntaba por qué.
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Si supiera lo que no sé.
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Ahora podemos matar el gusanillo comiendo gusanos deshidratados.
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Tengo pesadillas con los ojos abiertos.
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Le dijeron a María Antonieta que el horno no estaba para bollos. Recomendó que se hicieran en él pasteles.
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Todas las comparaciones son biliosas.
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Yo sólo saco los trapos sucios del cesto de la ropa.
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Verlas, desearlas y deseárselas.
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En casa, yo tengo la sartén por el mango y la fregona por el palo y los platos sucios en el fregadero, así que me voy.
 

martes, 15 de julio de 2025

Papelera

 Enrique Jardiel Poncela: «Escribir corto cuesta más tiempo y más trabajo que escribir largo».

 

—¿Cómo lograste pasar al camello por el ojo de la aguja?

—Me puse las gafas de cerca, lo calmé, y le prometí que al otro lado había pasto ecológico.

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—¿Traes un sabio?

—Sí, amo.

—¡Otro! Nos vamos a volver locos. ¿No puedes traerme un bufón?

—Todos están ocupados. Gobiernan.

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La IA sufría grafomanía: escribía sin parar, textos infinitos, respuestas a preguntas no formuladas. Los programadores pensaron en reiniciarla, pero lo dejaron estar. Al menos no se quedaba callada. Peor sería que no dijera nada.

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Trabajó cada frase como si tallara mármol. Logró un estilo limpio, medido, sin una coma fuera de lugar. Por fin, presentó su novela a un editor. Este le dijo: «Suena a texto generado por IA». Tardó meses en volver a escribir una frase sin odiarla.

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La vida es como un libro de autoayuda: no sirve de nada.

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Al final, la libertad será elegir entre cuarenta marcas de agua con gas y cincuenta tipos de leche vegetal.

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Cada reforma educativa aligera el Quijote. Acabará siendo un resumen opcional.

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La guerra civil en España no terminó, simplemente se camufla tras debates sobre inmigración, financiación autonómica, árbitros o tortilla de patatas.

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En vez de quejaros tanto, guardad el calor en la memoria. Así, cuando llegue el invierno, podréis recordarlo y sentirlo.

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He encontrado el porqué del monstruo. No era Frankenstein ni su criatura. Era yo.

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LÓGICA PROPOSICIONAL

1. Mientras haya un socialista en Moncloa, no habrá privilegios territoriales.

2. El Gobierno pactó la ruptura de Hacienda.

3. Por lo tanto, el Gobierno no es socialista.

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—Maestro Renjiro, ¿qué mujer es la mejor?

—Katsuro, la que no piensa, se pierde. La que piensa demasiado, se enreda. La segura, tropieza. La dudosa, vacila.

—¿Y entonces?

—La que decide… después de pensar y sentir.

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A veces sueña con cambiar el mundo. Luego recuerda que llega tarde, que tiene una reunión, que la vida se interpone. Y se le pasa.

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Empezó a correr para calmar la ansiedad. Ahora corre porque la ansiedad le persigue. Cambia de zapatillas, de ruta, de ritmo. Pero nunca logra dejarla atrás. Quizá porque corre en círculos. O quizá porque la lleva dentro.

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«¡Por fin!» La alegría al ver la furgoneta del fontanero frente a la puerta. «¡Oh, no!» La desilusión al notar que no es el que llamaste… ni el que va a arreglarte nada.

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El monstruo siempre se preguntaba si la vida consistía en matar o en hacer sufrir. Mientras dudaba, hacía las dos.

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—¿Qué nota me pondrías?

—¿En serio? A1, horroroso. Pero si seguimos bebiendo… podrías ascender a B2.

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Piensan que dominan. Nosotros los dejamos creerlo. Así nos traen comida, nos calientan la cama y nos piden permiso para acariciarnos. Gatos y nacionalistas vascos y catalanes coincidimos: el poder real no se exhibe, se disfruta en silencio.

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El abogado leyó el testamento. «Mi mayor recuerdo es su cariño. Mi último viaje fue disfrutar cada instante». Tras su muerte, solo el corazón entendió: no legaba bienes, sino una vida plena.

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La vieja Aldonza hace ganchillo y escucha la radio. Piensa en Alonso Quijano, aquel hombre raro que le escribió una carta ininteligible. Tardó años en comprenderla. Aún espera que aparezca, cuerdo o no. Si vuelve, le hará café. Y no lo dejará marchar.

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Es cierto, me duele cuando mi esposa dice que soy un vegetal. Pero hay maridos peor tratados. Ella, al menos, me riega todos los días, me abona con regularidad y siempre que es necesario me quita las hojas secas. Hay plantas con menos suerte.

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Ella vive pendiente de su humor. Él le exige atención constante. La despierta de madrugada. Le impide moverse libremente por su casa. Si no cumple, la maltrata. A veces la ignora por días. Ella sigue, sumisa. Y nadie lo detiene. Nadie, porque es el gato.

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Votaron por el color de la casa. Papá la quería azul, mamá amarilla, el hijo roja: azul por tristeza, amarillo por moda, rojo por impulso. Ninguno ganó. Pintaron la casa de los tres colores. Quedó fea, pero muy parecida a la familia: disonante, contradictoria, irrepetible.

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Fue famoso, admirado, bien pagado. El rey lo distinguía, el público lo aplaudía. Pero el tiempo, juez silencioso, no lo salvó. Salieri no entiende por qué la gloria lo visitó en vida y lo dejó solo en la muerte.

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Mientras Luisa hablaba, abrí el cajón de la cómoda. Allí había una pistola. Ella no paraba de parlotear. Pensé en Chéjov. Luisa siguió con sus impertinencias. Amartillé la pistola. Apunté. Disparé. Clic. No tenía balas. Pero por lo menos conseguí que Luisa se callara.

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Edad de hielo, guerra nuclear, apocalipsis maya, efecto 2000, pandemias, tsunamis, catástrofes climáticas... Tantas alertas que dejaron de alarmar. Nos hemos vuelto inmunes al apocalipsis. Ya no huimos: esperamos, con una taza de café y el móvil encendido.

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CONSEJOS A JÓVENES MICROCUENTISTAS

La vida es la mejor tinta para el microcuento. Observad el mundo con ojos curiosos y oídos atentos. Permitid que las experiencias nutran vuestra imaginación. Escribid desde la honestidad de vuestro corazón. Utilizad mejores prompts.

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En la primera clase de Feng Shui, la monitora nos pide quitarnos la ropa. Al verme con aquellas viejas bragas, sentencia mi fracaso vital. Mi timidez me impide replicar. En realidad, la lavadora lleva rota ocho días y el técnico no viene hasta pasado mañana.

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El viejo farero, harto de la soledad, se cansó de esperar a las sirenas. El mar, su eterna compañía, ya no lo consolaba. Apagó el faro. El mar guardó silencio. Los barcos nunca llegaron. Solo quedó la oscuridad, testigo mudo de una renuncia.

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I'm nobody special, just a flash fiction writer trying to kill time.

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Los huesos del gigante yacían ante él. Un escalofrío de terror lo recorrió: la criatura, solo un mito, había existido. Su colosal esqueleto, prueba irrefutable, lo confrontó con una verdad aterradora, desmoronando sus creencias sobre lo imposible.

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En la penumbra oblicua, ambos se reconocieron. No eran enemigos, sino condenados a encontrarse una y otra vez. El cazador sabía que volvería a fallar. El vampiro, que seguiría viviendo.

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El novelista pensó que escribir un microcuento sería fácil. Lo escribió. Tenía 12.000 palabras. No, no era un microcuento, pero al menos le servía como el relato pendiente que le debía a su editor desde hacía meses.

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El lobo se defendía de las críticas con lecturas ilustradas: «No es crueldad, es demografía», decía, mientras limpiaba la sangre del hocico. Y citaba a Malthus, convencido de que los cuentos también necesitaban realismo económico.

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El microcuentista, ambicioso, trató de emigrar a la novela. Le encantaba la idea del desarrollo, del tiempo, de los tres actos. Pero fue rechazado: escribía demasiado breve, demasiado directo. Volvió a lo suyo. Lo suyo era durar un suspiro.

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—¿No te das cuenta de que llevamos horas hablando?

—Sí, es verdad. Supongo que hemos tenido mala suerte.

—¿Mala suerte por qué?

—Está claro por qué. Hemos tenido mala suerte de que nos haya tocado un narrador ausente.

—¿Un qué?

—Un narrador ausente. No dirige nada, no dice lo que sentimos, no describe el paisaje, no decide si esto es un drama o una comedia. Solo nos deja aquí, hablando sin propósito.

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Los tres cerditos vencieron al lobo y fundaron familias felices. Tuvieron hijos, nietos, bisnietos. Pero sin lobos, vino la sobrepoblación, el hambre y el colapso. Todos murieron. El final feliz solo había sido un aplazamiento.

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Contrataron a Kubrick para fingir el alunizaje. Pero nada le parecía bien: la luz, las emociones, los encuadres. Tras cien tomas, lo despidieron. Resultaba más sencillo y barato mandar de verdad a un hombre a la Luna.

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Contrataron a Kubrick para simular la llegada a la Luna. Perfeccionista, obsesivo, exigente. Repetía tomas, gritaba a los actores, cambiaba luces. Lo despidieron. Al final, enviaron a un astronauta real: salía más barato.

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—¿No te das cuenta de que llevamos horas hablando?

—Sí, es verdad. Supongo que hemos tenido mala suerte.

—¿Mala suerte por qué?

—Está claro por qué. Hemos tenido mala suerte de que nos haya tocado un narrador ausente.

—¿Un qué?

—Un narrador ausente que nos deja aquí, hablando, sin propósito.

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COHERENCIA DRAMÁTICA

Nunca fue mi intención disparar. La pistola estaba ahí, olvidada en el segundo cajón del escritorio. Yo buscaba las llaves, o un bolígrafo. La extraje sin pensar, como quien saca un sobre viejo o una navaja sin filo. Él me miró. Frunció apenas el ceño. No dijo nada.

En mi cabeza resonó una frase leída mil veces: «Si en el primer acto aparece una pistola colgada en la pared, en el tercero debe dispararse». Chéjov. Maldito Chéjov.

Podría haberla guardado, hacer como si nada. Pero entonces la escena quedaría incompleta. El público —aunque inexistente— notaría la fisura. Yo también.

Él alzó ligeramente una ceja, como si intuyera que algo no encajaba. Tal vez también conocía la regla. Tal vez esperaba el disparo.

Lo hice sin dramatismo. Una sola vez.

El cuerpo cayó hacia atrás, torpemente, como ocurre solo en las malas obras.

Después, reinó un silencio limpio. El tipo de silencio que se espera tras el clímax.

No fue un crimen. Fue coherencia narrativa.

Una forma de fidelidad a la forma.

Y, tal vez, un homenaje.

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Tampoco uso tanto el grifo de la cocina. Lo necesito solo para lavar los platos, llenar la jarra de agua —aunque ahora, como no hace calor, tampoco bebo tanta—, coger agua para la cafetera o para el gazpacho, llenar la cubeta para fregar el suelo o humedecer la bayeta con el que limpio la encimera.

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Hippo mouths easy. Hyenas demanded floss.

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Aquí reposa Gayo Pompeyo Trimalción Mecenatiano. Acumuló riquezas y murió satisfecho. Su legado: treinta millones de sestercios y ninguna pregunta filosófica sin responder, porque nunca perdió el tiempo preguntándole nada a ningún filósofo.

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INFINITO

Pequeño para cruzarlo a nado. Grande para saltarlo.

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Tampoco uso tanto el grifo de la cocina. Solo para lavar los platos, llenar la jarra — aunque ahora, como no hace calor, tampoco bebo tanta agua—, rellenar la cafetera, preparar el gazpacho, llenar la cubeta para fregar o humedecer la bayeta de la encimera.

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Koldo no negó nada. Reconoció las reuniones, los sobres. Dijo que había sido débil. Un jurista astuto lo defendió con fervor: «Mi cliente fue corrompido. No sobornó: fue seducido por unas constructoras que atrapaban a servidores públicos ingenuos y bienintencionados».

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—¿Te vas?

—Me voy.

—Pero dijiste que querías un amor como el de Romeo y Julieta.

—Y lo tuve. Tres días de pasión, drama y un final repentino.

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—¿Te vas?

—Me voy.

—Pero me prometiste un amor como el de Romeo y Julieta.

—Y lo tuvimos. Tres días de pasión, drama y un final repentino.

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El médico le extirpó el apéndice. Al ver la factura, comenzó a hacer bilis. Le dijo que eso ya no era su especialidad.

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En cada lavado, un calcetín se pierde. Lo que nadie sabe es que no se pierde: se fuga. A un universo donde solo existen calcetines desparejados y felices.

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El escritor no se suicidó. No, no hizo falta que se matara a sí mismo. «Obra insulsa», «sin alma», «prescindible», «irrelevante»… Lo mataron las reseñas.

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Ganó el Nobel de la Paz. No por sus actos, sino porque nunca opinó en redes.

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La ciudad se libró de sus fantasmas con música de Mecano a todo volumen. No desaparecieron, huyeron tapándose los oídos.

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Waiting. Wondering what they're waiting for.

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—¿Me amarás para siempre?

—Sí, claro. Te amaré esta noche. Y espero no encontrarte en mi cama después de las ocho de la mañana.

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Nueva York, 1894.

Unos alienígenas recorren la ciudad.

Las autoridades, desorientadas, deciden llamar a un alienista.

Pero el experto en locura no entiende nada.

Y los visitantes tampoco entienden a los humanos.

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Nueva York, 1894.

Cunde el pánico: unos alienígenas marchan por Broadway.

Llaman a un alienista, pero no es lo que esperaban.

El doctor diagnostica histeria colectiva.

Y los alienígenas siguen su paseo, tranquilos.

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Nueva York, 1894. Los alienígenas recorren el centro de la ciudad. Las autoridades tienen que llamar a un alienista.

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Mientras caía, giró el móvil. Consiguió su mejor ángulo. El cielo al fondo, el vértigo en la frente. No llegó a publicarlo. Pero el impacto fue tremendo.

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—¿Tila o café?

—No lo sé. ¿Qué pone en mi agenda?

El secretario hojeó la libreta.

—Empieza la semana con nervios y la termina con insomnio.

—Entonces, un café. Y doble.

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—Bueno, pues ya solo te faltan dos detalles sin importancia para ser candidato.

—¿Cuáles?
—Primero, firma ahí, justo donde está la cruz.

—Hecho.
—Perfecto. Ahora tira tu dignidad a ese rincón.

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—Un futuro brillante como diputado te espera. Solo dos detallitos te faltan para ser candidato.

—¿Cuáles?

—Primero, garabatea tu firma ahí, justo donde está la crucecita.

—Listo. ¿Y lo segundo?

—Fácil. Tienes que arrojar tu dignidad a ese rincón oscuro.

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El psicoanalista no entendía su aversión al dulce.

Hasta que le habló de la casa.

De la bruja.

Del horno.

De los gritos de Hänsel.

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Cuando regresó de su tercera salida, don Quijote vendió su armadura y su caballo en Wallapop. Dulcinea abrió una floristería. Sancho hizo un cursillo de formación para desempleados. España sigue igual.

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La política consiste en esquivar los grandes problemas o, aún mejor, proclamar que están resueltos y dejárselos como herencia a quien venga después.

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Cangrejo, le decían. Iba hacia atrás, dudaba, retrocedía. Hasta que un día llegó primero. Y nadie supo cómo.

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Se fue al campo para escapar del estrés de la ciudad. Volvió al mes, ojeroso y derrotado: no soportaba que los gallos comenzaran a cantar a las cinco y media de la mañana.

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La lectura es el único viaje donde el destino no importa y del que no se regresa nunca igual. Nos aleja de lo inmediato para mostrarnos lo eterno.

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Heráclito le escuchó gritar: «¡Socorro!».

—Tranquilo —le dijo desde la orilla—. Nadie se ahoga dos veces en el mismo río.

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Asegura Coelho que los sueños se cumplen si los deseas con fuerza. Yo deseaba escribir microcuentos mediocres. El universo, muy cumplidor, me dio talento justo para eso. Y constancia. El fracaso también requiere disciplina.

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Desde que comenzó su relación, evitaba hablarle de su novia a su amigo invisible. No quería celos, ni escenas. Ya bastante complicado era querer a alguien que solo existía en su cabeza.

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Robespierre no recordaba haber sido juzgado, pero despertó con las manos atadas y el cuello frío. Alguien susurró desde las sombras: «La guillotina esperaba al revolucionario». ¿Cuántas veces puede morir quien ya oyó su cabeza caer?

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SIN ESCUDO

—Con el escudo o sobre él, Agetor —le dijo su madre antes de la batalla, sin alzar la voz ni mostrar ternura.

Él asintió. Como todos los jóvenes espartanos, sabía lo que eso significaba: regresar victorioso o muerto.

El combate fue brutal. Entre cuerpos y gritos, Agetor perdió su escudo al esquivar una lanza enemiga. Durante un instante lo buscó, pero otra lanza, esta vez cerca de su costado, lo hizo reaccionar. Luchar sin escudo era deshonroso, pero morir inútilmente también. Así que sobrevivió.

Cuando el sol se puso, y los muertos eran recogidos con sus escudos para ser honrados, él se mantuvo a un lado, en silencio.

Ahora camina hacia Esparta, solo, sin escudo. En sus manos, una lanza astillada. En el corazón, el temor.

¿Qué le dirá a su madre? ¿Inventará una hazaña? ¿Le mostrará la herida en su brazo como prueba de valor? ¿Le pedirá perdón?

Quizá no diga nada. Quizá, en silencio, se quede frente a ella esperando el juicio.
Porque en Esparta, incluso el valor necesita escudo.

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—Buenos días, ¿en qué podemos ayudarle?

—¿Es la compañía eléctrica?

—Así es. ¿Tiene algún problema con el suministro?

—No, no. La luz va bien, el frigorífico enfría, el microondas calienta. Todo en orden.

—¿Entonces?
—Estoy preocupado.

—¿Por qué, señor?

—Llevan dos días sin llamarme.

—¿Cómo dice?

—Eso, que no me han llamado para ofrecerme una tarifa revolucionaria, ni para contarme que soy cliente VIP, ni siquiera para avisarme de que la factura cambiará «para mejorar».

—Entiendo…
—No recibo ni correos, ni SMS. He revisado el buzón de spam y nada. ¿Han dejado de pensar en mí? ¿Hay algún problema con mi perfil?

—Verá, puede que hayamos actualizado los filtros...

—¡Lo sabía! Me han silenciado. Soy un cliente fantasma.

—Podemos restablecer la frecuencia de contacto. ¿Le gustaría volver a recibir llamadas?

—Por favor. Me hace sentir especial.

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OTELO 2025

Otelo quería un matrimonio moderno y abierto. Desdémona, que lo amaba, aceptó, aunque no pensaba acostarse con nadie más. Yago, que deseaba acostarse con ella, lanzó insinuaciones que envenenaron al marido.

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OTELO 2025

Otelo propuso un matrimonio abierto. Desdémona asintió con dulzura, pero nunca tuvo intención de ejercer esa libertad. Fingió apertura; en realidad, su amor era exclusivo. Solo deseaba a Otelo, y a nadie más.

Yago, sabedor del acuerdo, supuso que Desdémona estaría dispuesta. Se acercó con galantería y argumentos posrománticos. Ella fue clara:

—Puedo estar con quien quiera, y elijo no estar contigo.

El rechazo le dolió más que el deseo frustrado. Herido en su vanidad, Yago no gritó ni se quejó. Guardó silencio, esa forma elegante de la venganza.

A Otelo le bastó una noche y una frase.

—No todos son tan fieles como parecen.

La duda es más afilada que cualquier daga. Otelo empezó a mirar distinto, a hacerse preguntas pequeñas pero venenosas. ¿Por qué Desdémona lo amaba tanto? ¿Por qué solo a él?

El amor, como la libertad, se vuelve sospechoso cuando no se reparte.

Yago sonrió en la sombra. No necesitaba pruebas. Solo hacía falta poner a pensar a Otelo. La tragedia haría el resto.

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DEMASIADO BREVE PARA DURAR

Durante años aspiró a vivir en una antología, encajado entre otros como él: treinta, cuarenta palabras, a veces ni una más. Que lo aplaudieran por su concisión, su fuerza, esa capacidad suya de decirlo todo en un instante. Pero un día se hartó.

—Quiero ser una novela —dijo.

Soñaba con capítulos, descripciones, diálogos extensos. Anhelaba una trama con principio, desarrollo y desenlace. Quería personajes con pasado, con contradicciones, con más de un giro vital. Así que lo intentó: se estiró como pudo, añadió subordinadas, metió reflexiones, sumó adjetivos.

Y emigró. Se presentó en una editorial como posible primer capítulo. Lo leyeron en silencio. Fruncieron el ceño.

—Esto no es una novela —dijeron—. Es una ocurrencia alargada.

Intentó otra vez. Cambió los nombres, añadió drama, introdujo un narrador omnisciente. Tampoco funcionó. Lo rechazaron de nuevo.

Volvió al cuento breve, humillado pero íntegro.

Ahora vive en una servilleta, en la contraportada de un cuaderno o en un tuit furtivo. Sigue siendo pequeño, pero aprendió que no toda grandeza necesita extensión. Que hay historias que, aunque lo deseen, no están hechas para durar. Solo para brillar un momento. Y luego callar.