Hacía casi dos milenios que lo habían crucificado cuando le tocó regresar. Los inicios no fueron fáciles, pero pronto se sobrepuso. Abrió cuentas en YouTube, Facebook, Twitter e Instagram. Grabó sermones y homilías, los publicó, los comentó y, aprovechando su fotogenia, publicó miles de imágenes suyas. Reunió miles, cientos de miles de seguidores. Consiguió ser varias veces tendencia. Algunos de sus comentarios se convirtieron en virales. Se hizo todo un influente. Ganaba millones. Las marcas comenzaron a mandarle productos a su casa –nueva y enorme– para que se hiciera fotos con ellos, para que los promocionara. Todas las mañanas miraba cuántos megustas había conseguido. Llegó un momento en que olvidó quién era y por qué estaba allí.