¡Qué alegría cuando él apareció! Fue el cuarto o quinto año. El quinto. Había estado tan sola. Y siempre tenía tanto trabajo. Debía saludar a los caminantes y darles de comer y de beber, cuidar el huerto, ocuparse de las gallinas y los cerdos. (El porqué de criar cerdos era algo que siempre le había intrigado.) Al principio pensó que acabaría enamorando a uno de los pastores que estaban al otro lado del arroyo, pero estos sólo parecían tener ojos para la lavandera. Ya casi se había hecho a la idea de que se quedaría siempre sola cuando él llegó. Inmediatamente pensó que, si él se quedaba al cuidado de todo, podría ir a visitar el pesebre sobre el que flotaba esa brillante estrella y al que no paraban de acudir los visitantes. Sólo había algo que la preocupaba. Él no era mal parecido, pero debía pasarle algo. Quizá hubiera tomado un alimento en mal estado o tuviera un problema estomacal. Tenía que vencer su timidez y preguntárselo, preguntarle por qué siempre está cagando.