Se acerca una mosca. Me pica. Luego otra y otra. También me pican. Hay siete u ocho moscas alrededor cuando regresa Luis. Las aparta. Me preguntaba adónde había ido. Ahora lo comprendo. Buscaba una pala. Así que lo tenía preparado. Comienza a cavar. Al principio lo hace con ganas, pero pronto se cansa. Siempre igual; nunca pone todo su empeño en nada, ni en el trabajo, ni en nuestra relación. En nada. El agujero es minúsculo. Estoy por decirle que cualquier bicho podría desenterrar el cuerpo sin mucho esfuerzo y que podría encontrarlo cualquier paseante. Sin embargo, me quedo en silencio. Cuando regresa al coche, me voy con él. Conduce de una manera peligrosa. Pone la radio. Escucha horrible música rock. Sabe que no la soporto. Menos mal que la acaba quitando. Da vueltas por el Bulevar. Acaba aparcando en una línea amarilla. Y luego me dice que nunca lo hace. Bueno, ya verá; en una semana le llegará la multa. Y todo por ahorrarse unos pasos. Y, a todo esto, ¿dónde va? Va al Mombasa. Pide un gin-tonic. Enciende el móvil y escribe algo. Me acerco por detrás. “Esta noche podemos vernos. Te espero en el Mombasa”, ha escrito. Es un guasap para una tal Teresa. ¿Teresa? Nunca me ha hablado de ella. Envía el guasap y se echa un largo trago de gin-tonic. Pide otro. No se ha dado cuenta de que tiene sangre y barro en el pantalón. La noche va a ser divertida. De momento, decido quedarme.