Siempre hablando en parábolas, con indirectas.
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Cobrará las treinta monedas, se cambiará el nombre, huirá a Egipto y allí, con el dinero, abrirá un negocio.
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No soportaba la idea de ser el número trece.
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No se quedaba quieto. Venga caminar y caminar. Galilea arriba, Galilea abajo, Samaria, Decápolis, Perea, Judea. No paraba. Yo ya no aguantaba más.
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–Esta noche me entregarás a los guardias del Sanedrín –me dijo.
Y yo, con gran dolor de corazón, obedecí.
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Nos dijo que uno de nosotros le entregaría y, como nadie más parecía, digamos, dispuesto a ponerle el cascabel al gato, di un paso adelante.
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Tres años recorriendo los caminos, recogiendo limosnas, economizando, y me obligó a entregar todo el dinero que habíamos recolectado a los mercaderes del templo, para que no le denunciaran.
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Cuando perdía los nervios, era terrible.
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Nos dio a cenar pan y vino. Podía haber pedido una pizza.
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Siempre curaba a los pobres, que no sólo no nos daban ni un miserable sestercio, sino ni siquiera las gracias.
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Siempre pagaban justos por pescadores.
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La bolsa común siempre vacía y él no queriendo cobrar por sus milagros.
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–¿Podré darle un beso?
–No, basta con que te acerques a él y le estreches la mano o que se lo señales a los guardias.
–Pero yo quiero darle un beso. Siempre quise darle un beso.
–Está bien, dale un beso.
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–El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra –dijo.
Y él no tiró la primera piedra. Saquen sus conclusiones.
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Cuando comenzó llamar Pedro a Simón, me entró el miedo. ¿Y si a mí me cambiaba también el nombre? ¿Y si me llamaba Árbolo o Tesorerito?
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¿El Espíritu Santo? ¿Qué es eso del Espíritu Santo? No he leído nada de ese Espíritu Santo en Moisés, ni en Samuel, ni en Isaías, ni en Jeremías, ni siquiera en Malaquías. El Espíritu Santo. ¡Por Dios!
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Estoy seguro de que había truco. Con lo chuli que era. Pero no quiso enseñarme a caminar sobre las aguas.
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Si hubiera nombrado número dos a Mateo, que tenía estudios, pero a Pedro. ¡A Pedro!
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¡Grrr! Cada vez que yo conseguía llenar la bolsa común, él repartía todo el dinero entre los pobres.
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Yo también estaba invitado a las bodas de Caná. Llegué tarde. Comencé a beber vino creyendo que estaba aguado. ¡Qué cogorza pillé!
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En la cena de Pascua… ¡no sirvió cordero!
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–Seré entregado a la justicia, procesado, condenado, torturado y crucificado –nos dijo–. Y resucitaré al tercer día añadió –añadió.
Sólo lo hice para permitir que culminara su misión.
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¿Comer su carne y beber su sangre? Eso sí que no.
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Ya lo decía Groucho Marx: todo el mundo tiene su precio.
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Un día en que estábamos especialmente hambrientos nos sugirió que nos alimentáramos de sus palabras. ¡Por Dios! ¡Comer palabras!
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Me dieron por él treinta monedas. ¡Treinta monedas! ¿Quién podría rechazar tal oferta?
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Nunca sonreía.
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Pero ¿qué tipo de consejos daba? Si un pastor tiene cien ovejas y se le extravía una, tiene que darla por perdida y esforzarse porque no se le descarríen las otras noventa y nueve.
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Me aseguró que sus seguidores conquistarían Roma. Y me lo creí. Pero tres años después seguíamos recorriendo aldehuelas de Galilea.
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Lo que hizo para no darnos cordero en Pascua.
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–Come, Judas. El rabí ha multiplicado los panes y los peces.
–¿Peces? Prefiero el cordero asado.
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Si multiplicó los panes y los peces, ¿por qué no quiso multiplicar los denarios que llevábamos en la bolsa?
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La verdad es que no soportaba más a esos galileos pueblerinos.