domingo, 26 de septiembre de 2021

Lucky

A M. A.

Encerrado, oculto desde hace varias semanas, no hace nada. Es decir, lee, escribe, fuma. Pero echa de menos los libros que dejó en casa (en casa de su padre), no consigue escribir y, lo peor de todo, el tabaco se le está acabando. Llegó aquí con varias cajetillas de Lucky; ya sólo le queda una. Durante días economiza los pitillos. Por fin se fuma el último.
Todavía no han limpiado el cenicero. Recoge las colillas. Queda un poco de tabaco. Consigue liar un cigarrillo. Se lo fuma. Por un momento se siente bien. Al rato, de nuevo el vacío. 
Trata de pasar el tiempo sin fumar. Imposible. Pide tabaco al amigo en cuya casa se oculta y le ofrece picadura. No la soporta. No para de pensar en el tabaco. No puede leer. Intenta escribir un cuento de humor negro, como los de Silverio Lanza o Eduardo Zamacois. A un hombre que se esconde se le acaba el tabaco. Sale a comprar. Le arrestan... Pero no, no consigue escribirlo.
No aguanta más. Llama a Paquita, la doméstica, y le entrega un billete de cinco pesetas. Le pide que le compre Lucky Strike. Le da instrucciones precisas. Se lo puede vender Magdalena, una gitana que se pone en la plaza de al lado de la Diputación. Pero quién sabe. Con todo lo que está pasando tal vez no esté allí; es muy miedosa. Y también una cotilla.
–No olvides darle una propina –le dice–. Y no le digas que soy yo quien te envía. 
Paquita se va. Mientras espera, coge un libro, pero no consigue concentrarse. No piensa nada más que en el tabaco. Ve pasar las manecillas del reloj. ¿Dónde se ha metido esta mujer? Quizá no haya encontrado a Magdalena. Seguramente se haya escondido; es muy asustadiza. 
Está haciendo un garabato en la página blanca del libro que tiene en las manos cuando por fin vuelve Paquita. Le entrega el billete de cinco pesetas. No ha encontrado tabaco. Sólo tenían de picadura. La ciudad está bajo asedio y se están comenzando a agotar muchos productos. No hay Lucky. 
Escucha las palabras de la doméstica tratando de simular su enfado. No cree que haya intentado comprar tabaco. Seguro que no. Cuando se queda solo, enfadado, hace una bola con el billete y lo arroja al suelo. 
Esa noche, durante la cena, se muestra hosco. Cuando su anfitrión le vuelve a ofrecer picadura, la rechaza con desdén. Se retira a su dormitorio casi sin dar las buenas noches. 
A la mañana siguiente decide que no puede aguantar más. Vestido como está, con un viejo traje de lino y en alpargatas, sale a la calle. El sol le ciega. Decidido, se dirige al puesto de Magdalena. ¿Dónde está la gitana? Detrás de él escucha un ruido. Un grupo de milicianos se acerca. Trata de meterse en un callejón. Pero es tarde. Le lanzan un insulto. Alguien le da una bofetada. Cae al suelo. Tiembla de miedo. Cree que lo van a linchar. 
Pero no le linchan. Le obligan a levantarse y se lo llevan. Al cabo de media hora se encuentra en una celda fétida junto a otros detenidos. Pasa allí todo el día. 
Sigue con ganas de fumar. Más que nunca. Un cigarrillo le ayudaría a calmar los nervios. Está angustiado. Mientras estaba escondido, ha oído hablar de los paseos, de las sacas. Imagina lo que va a ocurrirle
Aunque ignora que sus amigos han echado mano de todas sus influencias a cambio de su liberación y que, para sacarle de su encierro, su padre ha ofrecido dinero a un general (amigo del amigo de un amigo), confía en recobrar la libertad. Después de todo, pertenece a un mundo en lo que todo, siempre, acaba por arreglarse. Pero esto no se arreglará.
Le despiertan de madrugada y junto a otros presos lo meten en un camión. Lo han amarrado con una cuerda, que le daña la piel. La ropa se le pega al cuerpo. Está sediento, pues sólo le han permitido beber una vez; a media noche, cuando volvió a quejarse de la sed, le dieron un vaso de agua turbia.
El viaje es incómodo. Los han atado de cualquier forma y resulta difícil mantenerse bien sentado. El joven miliciano que vigila a los presos fuma un cigarrillo de picadura. No se lo quita de la boca, mientras sostiene con mano firme el fusil. El olor de ese tabaco le produce náuseas. Sin embargo, no puede dejar de advertir que su guardián es guapo. Tiene el rostro bronceado. Sus dientes son blanquísimos. 
El camión se detiene. 
–¡Fuera, fuera! –grita una voz.
Está amaneciendo. Cuando mira los rostros de los otros presos, advierte que parecen calmados, como si hubieran aceptado lo que va a ocurrir. 
Los hacen caminar durante unos metros. Teme que le disparen por la espalda. Pero les están conduciendo hasta el borde de una zanja recién escavada. 
–Quietos ahí –dice la voz. 
¿Se acabó todo? Quizá les dejen fumar un último cigarrillo. Todo estaría bien si pudiera fumarse un pitillo. El último Lucky. 
Pasa rápido. Los milicianos les fusilan a tenazón. Siente varios golpes en la espalda. Se trastabilla. Cae. Le cuesta respirar y no ve nada. Está dentro de la zanja. 
Piensa que ahora le darán un tiro de gracia. Alguien le cae encima. Quiere gritar, pero no puede emitir ningún sonido. 
–Hemos acabao –dice alguien–. El Malagueño se encargará de enterrarlos. Vámonos. 
Poco después, el camión arranca. Le oye alejarse. 
Trata de moverse. Poco a poco lo consigue. Recuerda que leyó una vez que en el antiguo Imperio ruso, si un preso sobrevivía a una ejecución, era liberado. Alguien se acercará, se dará cuenta de que está vivo y le ayudará a salir. Volverá a casa. Es decir, a casa de su padre, que nunca debió abandonar. Entonces, lo primero que hará será fumar un cigarrillo, un Lucky. 
Le cae una paletada de tierra.

Relato para el Certamen Historias de la Historia de Zenda