jueves, 10 de julio de 2025

Trogloditas

 

Mi nombre es João. Vengo de Salvador de Bahía, Brasil. Antes trabajaba en los muelles, descargando café. Ahora soy uno de los trogloditas. Así nos llaman aquí: los que vivimos y trabajamos bajo tierra, como topos, como fantasmas. Somos esclavos. Negros como yo, asiáticos, rusos, polacos. Gente sin país, sin derechos, sin futuro.

Me capturaron en Dakar, cuando intentaba embarcarme como polizón rumbo a América. ¿Que qué hacía yo en Dakar? Contarlo alargaría la historia. Y tampoco importa. El barco fue interceptado por una patrulla del Eje. Nos desembarcaron en Algeciras, junto a otros cientos. Nos subieron a un tren de ganado y cruzamos Europa, sin saber adónde íbamos. El viaje duró un mes. O un año. No lo sé. Algunos murieron en el camino. Otros se volvieron locos. Yo solo pensaba en el mar de Bahía, en el olor del café recién tostado. Al llegar a Silesia, nos bajaron a empujones y nos marcaron con números. Desde entonces, soy solo eso: un número más entre los trogloditas.

Trabajo en las cuevas de Silesia. Antiguas minas reconvertidas en fábricas de guerra. Kilómetros de túneles donde se ensamblan cohetes, se funde acero, se almacenan armas químicas. El aire está cargado de polvo y gas. Apenas respiramos. Dormimos en nichos de piedra. La comida es pan rancio y agua turbia. Algunos mueren de agotamiento. Otros desaparecen.

Lo cuento todo, porque sé que no saldré vivo de aquí. No importa. Alguien debe saberlo.

Las bombas atómicas arrasaron Berlín, Múnich, Hamburgo. Creímos que todo había terminado. Pero Alemania no se rindió. Nunca se rendirá. Desde su búnker en los Alpes, Hitler sigue al mando. Está enfermo, dicen que apenas puede andar, pero habla por radio cada semana. Habla de victoria, de venganza, de purificación.

Y se ha vengado.

Londres. Moscú. Nueva York. Todas han sentido el rugido de las V—4. Nuevos misiles, más rápidos, más lejanos. Lanzados desde trenes ocultos bajo tierra, desde submarinos secretos. Ciudades reducidas a cenizas. Millones muertos. Nadie ganó. Todos perdimos.

Ahora hay una tregua. Un suspiro. Los aliados se reagrupan. Aquí, bajo la tierra, no se nota. Las máquinas siguen rugiendo. El sudor sigue cayendo. Las órdenes no han cesado. Fabricamos sin parar.

La última semana llegó un ingeniero alemán, joven, arrogante. Nos enseñó unos planos.

—La nueva generación de cohetes —dijo—. Pueden cruzar el Atlántico en treinta minutos.

Sonrió. Creen que aún pueden ganar. Que la historia está de su lado.

Pero yo me pregunto: si ganan, ¿qué ganarán? ¿Una tierra convertida en desierto, arrasada por explosiones y radiación? ¿Una tierra donde ya no crecen árboles, donde los ríos hierven, donde el cielo es solo una cúpula de ceniza? ¿Un país lleno de esclavos que trabajan bajo látigo y hambre, que aprietan los dientes mientras ensamblan las armas que matarán a otros, esperando el día en que puedan volverse contra sus amos? ¿Una victoria construida sobre cadáveres y ruinas, sobre niños huérfanos y ciudades fantasmas? ¿Qué clase de imperio es ese?

La sonrisa del ingeniero no lo sabe. No ve lo que nosotros vemos desde el fondo de la tierra: que incluso si vencen, estarán solos, rodeados de silencio. Porque el odio que han sembrado no desaparece. Solo espera.

Pero también oí rumores. Aquí, bajo tierra, las noticias se arrastran como ratas, deformadas, susurradas entre turnos, codificadas en gestos y miradas. Dicen que los aliados planean algo grande, algo definitivo. Quieren atacar el corazón de esta maquinaria infernal: las minas de Silesia, donde se forja la última resistencia del Reich. Las quieren arrasar con bombas nucleares aún más potentes que las que convirtieron Berlín y Hamburgo en cráteres humeantes. No buscan solo destruir estructuras: quieren apagar el motor de la guerra, borrar el carbón, el hierro, la pólvora… la voluntad misma de seguir luchando.

No importa cuántos esclavos mueran. Ya no importamos. Somos cifras, sombras, reemplazables. Siguen llegando más. Trenes enteros, cada semana. Desde Ucrania, desde Marruecos, desde los Balcanes. Hombres, mujeres, niños. Con los ojos vacíos. Algunos no sobreviven la primera noche. Otros duran lo suficiente como para aprender a obedecer sin pensar. Hay que sustituir a los muertos. Las máquinas no pueden detenerse, aunque nosotros sí lo hagamos.

Y entre todas las mentiras que se dicen —los partes de victoria, los discursos de Hitler, las promesas de liberación que susurran algunos guardias borrachos—, quizá haya una verdad escondida. Tal vez los aliados sí nos miran. Tal vez saben que estamos aquí, bajo los escombros de Europa, esperando. Tal vez vendrán.

O tal vez solo vendrán las bombas.

Si lo hacen, no quedará nada de nosotros. Ni huesos.

A veces me pregunto si todo esto no es un castigo divino. Si la humanidad cavó demasiado profundo en su odio, y ahora no podemos salir.

Hay un niño aquí, entre los escombros, entre las sombras de esta cueva interminable. Se llama Pavel. Tiene solo siete años, aunque a veces, por la forma en que se le endurece la mirada, parece mucho mayor. Su madre murió hace dos meses, atrapada en un derrumbe cuando una galería cedió. Nadie se detuvo a sacarla. Aquí la muerte no detiene las máquinas. Pavel no lloró. Solo se quedó quieto, mudo, con los ojos fijos en el polvo que flotaba donde antes había estado su madre.

Lo escondí en mi rincón, una grieta entre dos muros de roca, detrás de unas cajas vacías de munición. Le doy lo poco que consigo robar: un pedazo de pan, algo de sopa fría, una fruta podrida si tengo suerte. Lo vigilan, claro. Saben que está aquí. Pero hacen la vista gorda. ¿Qué daño puede hacer un niño que ya no tiene a nadie?

A veces, por las noches, cuando la fábrica calla un momento y el silencio parece una tregua, me habla. Habla de las estrellas. Dice que le gustaría verlas, que le parecen hermosas, aunque solo las conoce por dibujos y palabras que recuerda de su madre. Nunca ha visto las estrellas. Nunca ha visto el sol. Nació en un campo de trabajo, y fue traído a estas minas cuando apenas caminaba. Todo lo que conoce está bajo tierra.

Yo no tengo valor para decirle la verdad. No le digo que, si esto sigue, si la guerra no acaba, no quedarán ni cielos que mirar. Que quizás ya no existan las estrellas, que tal vez ya cayeron también bajo alguna bomba, en algún cielo ajeno que nadie pudo salvar.

Pero sigo escribiendo. Robé este papel de un cajón abandonado, y escribo con carbón, como puedo. Dejo estas palabras en los rincones, entre las piedras. Si alguien sobrevive, si alguien encuentra esto algún día, quiero que lo sepa: fuimos hombres, incluso bajo tierra. Tuvimos nombres, historias, miedo y esperanza. No fuimos solo engranajes en la máquina de la guerra.

Y que entre nosotros vivió un niño.

Un niño que soñaba con ver las estrellas.